Palabras mágicas

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Mi reloj biológico me dice que es demasiado temprano para tener los ojos abiertos. En cuestión de segundos, aun la cara aplastada contra la almohada, recuerdo que es sábado, o por lo menos estoy casi seguro de ello. Recuerdo también, a mi pesar, que ayer noche caí roncando como un ceporro entre las páginas de «La estación de la calle Perdido», no sabría decir en qué capítulo ni a qué altura de la historia que contaba el señor China Melville. De hecho el cuándo y el cómo me arrastré a la cama desde mi sillón favorito es el Lago Titicaca de las lagunas mentales. 

Proceso, igual de rápido, que mi hijo Almos está conmigo pasando el fin de semana. El estruendo que oigo al otro lado del pasillo tiene que ser él, trasteando en la cocina, probablemente preparando el desayuno. La sonrisa de padre embobado se me tuerce en una mueca cuando me viene a la mente el vaso de whisky medio lleno (o medio vacío, que es peor) en la mesa del salón. Mierda, me pregunto si lo habrá visto Almos. Sí, seguramente lo ha visto, junto al cementerio de colillas rebosando el cenicero que no recogí. Vaya un ejemplo de padre soy.

Me levanto, me subo el pantalón del pijama de rayas hasta el sobaco (para que no se me caiga), me pongo las chanclas de goma y salgo para la cocina. Ahí, efectivamente, está mi hijo guarreando con el cacao en polvo, bajo la atenta mirada de Zorbas, el gatazo negro que me adoptó hace como quinientos años. Antes de derrumbarme en una de las sillas frente a la mesa, reparo en un cuaderno tamaño folio que yace abierto ahí mismo, garabateado con la caligrafía ilegible de Almos de un modo que en la cuadrícula no cabe ya un alfiler. ¿Márgenes? ¿Qué es eso, por dios santo? Hasta en diagonal hay anotaciones. Mi hijo parece un genio loco; me pregunto a quién habrá salido y lo digo sin recochineo, me da mil vueltas en inteligencia.

—Hola, hijo. ¿Y esto? —le pregunto en tono alegre, aparentando que no estoy sorprendido por el hallazgo. Aunque quisiera leer con disimulo lo que hay escrito en ese cuaderno, me sería del todo imposible porque sin gafas no veo una mierda—. ¿Es para el insti?

—Hola, papá.

Almos se acerca, me da un beso y se da la vuelta para seguir fabricando el cola-cao megaturbo. Me ha sonreído por una fracción de segundo, pero de pronto siento que algo le preocupa. Conozco a mi hijo, y es verdad que estoy ciego como un topo, pero sé identificar esa mirada perdida y el velo de llovizna en sus ojos. Por supuesto, me contestará a la pregunta cuando le dé la gana, si es que lo hace.

—Qué tal. ¿Has dormido bien?

—Mmh.

Cuando Almos juzga que la cantidad de sangre en el cola-cao será la adecuada dentro de su sistema (considerando el bebedizo que va a meterse entre pecho y espalda, más pétreo que líquido), por fin se sienta a mi lado. Tiene el inmenso detalle de dejarme una taza de café en la mesa; es el mejor hijo del mundo. La taza que ha sacado para mí es la releche: pone «superpapá» en letras que ya están descoloridas gracias al lavavajillas, debajo de un sujeto con calzones y capa voladora que según dice es igualito a mí. Me la regaló él.

Como quien no quiere la cosa, le observo. Está un poco pálido o eso me parece, y se le marcan los surcos azulados de las ojeras, aunque eso sí debe de ser genético porque también me ocurre a mí aun si he descansado. De todas formas le vuelvo a preguntar, con la música de fondo de los tímidos pajarillos al otro lado de la ventana.

—¿Has dormido, hijo?

Tampoco sería la primera vez que Almos se queda leyendo hasta las tantas. O escribiendo, como atestigua el cuaderno ese que ha traído. Igual anda enfrascado en algo, y por supuesto siento curiosidad.

Me mira, vuelve a sonreír, resopla y sus hombros caen.

—Pues… he tenido un sueño chungo —admite.

Me lo dice como si fuera una fruslería, una chorrada. Pero por alguna razón noto que no lo es.

—¿Chungo? —indago.

Él asiente.

—Inquietante —aclara, desviando la mirada hacia el ininteligible texto en el cuaderno. 

En ese momento, de repente se me enciende la luz y comprendo lo que esas páginas pueden contener. ¿Será ese cuaderno su «diario de sueños» o algo parecido? A su edad yo tuve uno, aunque no recuerdo habérselo dicho nunca a Almos.

—¿Y de qué iba el sueño?

Almos frunce el ceño buscando las palabras y luego ríe y niega con la cabeza.

—Buah. Una fumada de sueño, papá.

Je, «una fumada de sueño», ese es el tipo de expresión por el cual su madre le miraría horrorizada. A mí la cara no se me desencaja un milímetro; aparentemente ni me despeino —más que nada por no cortarle el rollo—, aunque sí me pregunto si Almos a sus quince años se habrá fumado más petas que yo en toda mi vida. Joder, espero que no. Por dios, es un niño. ¿Y qué puta idea tengo yo de niños, por cierto? Ninguna, sólo recuerdo cómo era yo a su edad, y eso es como si Almos ahora llevara un cartel de «peligro» escrito con letras de neón sobre la frente.

Me tienta tantearle en cosas así, y me agrada que confíe en mí para hablar como le salga; tengo el pálpito ingenuo de que me diría la verdad si le preguntase, pero no quiero distraerle de lo que se dispone a contarme. Al menos noto que quiere hablarme de ese sueño, y parece importante. Así que le animo a seguir mientras pego un trago al café. Joder, la hostia puta, sí que me lo ha cargado el jodío.

—¿Estabas escribiendo el sueño ahí? —inquiero, refiriéndome al cuaderno.

—Sí. Es que pasaban muchas cosas y… no quiero que se me olvide nada.

—¿Y qué pasaba?

—Pues… bueno, yo estaba en la salita, donde los libros —. «Donde los libros» se refiere al lugar mágico de «Cada pulgada de esa pared» que me abraza cuando me siento a leer o a escribir. «Donde los libros» es mi refugio particular; nunca se lo he dicho con esas palabras a Almos, pero evidentemente él lo sabe—. Y sonaba un teléfono que había aparecido en la mesita al lado de tu sillón. Un teléfono negro, antiguo. Para mí… no era extraño, era como si ese teléfono siempre hubiera estado ahí.

Sonrío. Por supuesto no tenemos línea fija desde el año maricastaña, porque con los móviles nos apañamos de lujo. Pero los sueños son así.

—Curioso. ¿Y lo cogías?

—Claro.

—¿Y quién era?

Sonríe más, creo interpretar que ahora con un punto de nerviosismo.

—Un tal Montag. Guy Montag. Sabes quién es Guy Montag, ¿verdad, papá? —añade tras una vacilación breve.

Me echo a reír. Tócate los cojones.

—No me digas, ¿el de Fahrenheit 451?

Guy Montag, nada menos. El bombero incendiario.

—¡Sí, ese! Leí esa novela la semana pasada y es la hostia, papá.

—Es muy buena, sí —corroboro, sin ánimo de corregirle. Porque Almos tiene razón: esa novela es la hostia—. ¿Y para qué llamaba a casa el bueno de Guy?

Mi hijo bebe un sorbo de alquitrán de la cantera en su vaso.

—Pues… Parecía alterado. Me decía que te avisara. Que él iba a venir a casa, que los bomberos estaban viniendo para quemar todos los libros y que él no podría hacer nada por evitarlo.

—Ay dios.

Pues bueno, sólo nos faltaban aquí los de Fahrenheit 451 prendiéndole fuego hasta a la cacatúa.

—Montag decía… decía que él no podía hacer nada, pero tú sí. Nosotros sí —se corrige y traga saliva. Inconscientemente ha bajado el tono de voz—. Insistía mucho en eso.

—Qué cosas. Si ni siquiera tenemos extintor en esta casa. Por cierto, no se lo digas a tu madre que no tenemos.

Almos se ríe y desmiga como ciento ochenta y tres galletas en el engrudo del cola-cao.

—Creo… creo que Guy no hablaba en sentido literal, papá. Era un sueño, ya sabes.

Cuando digo que Almos es más listo que yo, es por estas cosas. Me deja boquiperao con sus saltos abstractos de pensamiento que para él son lo más natural del mundo. En serio, es un niño que vive en una metáfora contínua aunque mantenga los pies en el suelo, quizá porque devora todo libro que le cae en las manos. Qué bendición. Seguro que de algún modo entiende, ya a su edad, que el acto de prender fuego a los libros lleva consigo una verdad circunscrita que no es literal tampoco. Vaya por dios. ¿A qué vendría la jauría de bomberos a prenderle fuego aquí, tal día como hoy, a tal momento como ahora?

—Vale, y… ¿qué es lo que podíamos hacer tú y yo cuando los bomberos llegaran? —le pregunto—. ¿Qué dijo Guy?

—Nada. Me colgaba el teléfono, el hachedepé.

—Ja, ja. Joder.

Almos se encogió de hombros.

—Al menos dio aviso. 

»Después de eso llamaban a la puerta. Pero no era la puerta de casa, era… como un espejo. Un espejo mágico.

—¿Como el de la madrastra de Blancanieves que decía «espejito, espejito»?

Me levanto para coger un cigarro porque esto se está poniendo realmente interesante. Empiezo a entender la escritura abigarrada de mi hijo a trompicones en su cuaderno; seguro que la película completa no tiene desperdicio. Por suerte o por desgracia, mi cabeza se ha puesto en marcha por cuenta propia y yo estoy entrando en ese espacio sagrado de trance donde se forjan las historias. Pero por supuesto no desconecto de Almos durante el proceso, sino todo lo contrario.

—No —me dice—. No como ese, para nada. Era… era como ese espejo de Ende en el que…

Mis ojos se abren como platos soperos. Le dejo seguir.

—…Ese espejo en el que Atreyu ve a Bastian leyendo La Historia Interminable cuando lo mira, ya sabes.

Asiento. Sé muy bien a cuál se refiere. «La puerta del espejo mágico» (¡la que es incluso peor que la primera!): ese espejo que le muestra al «fuerte» que en realidad es «débil» cuando se mira en él; que le muestra al «valiente» que en realidad es «cobarde», que le muestra al «bueno» que en realidad es «cruel». 

No sé si la capacidad asociativa de mi hijo ha llegado a concluir en el mensaje central de la absoluta anulación de juicios y estereotipos que simboliza ese espejo. Porque no hay un fuerte ni un débil; no hay un valiente ni un cobarde, ni un bondadoso ni un cruel, sólo hay un niño a uno y otro lado. Un niño que odia el colegio y echa de menos a su madre, y otro que no sabe que la meta de la búsqueda es la propia búsqueda en sí misma, pero el hecho es que ni siquiera necesita saberlo pues eventualmente se dará cuenta. En verdad Ende sabía de lo que hablaba, aparte de ser un excelente narrador. ¿Simple? Por supuesto, y a la vez ni de coña.

—¿Y quién había al otro lado de la puerta? ¿Quién llamaba?—no me contengo en preguntar.

—Buf. Ni idea. Un chico… como de mi edad. Con una gorra de caza y un cigarro en la boca; un cuadro de tío. Llevaba un guante de béisbol pintarrajeado en las manos, sujetándolo contra el pecho como si fuera su mayor tesoro.

 Con esta si que quedo petrificado en la silla. ¿En serio, Almos? Afortunadamente, mi hijo sigue hablando de ese que para él fue un visitante desconocido.

—Ese chico me decía algo raro. Me dijo… me dijo: «No le cuentes tu verdad a nadie. Si lo haces, empezarás a perder a todo el mundo».

—Ostras. 

Por un momento quiero más que nada en este mundo preguntarle cómo lo sabe, y también qué piensa él de eso, si está de acuerdo con esa afirmación y por qué sí o por qué no. Pero no quiero cortarle, y por otro lado las palabras no me saldrían ni con sacacorchos.

—Ya, el caso es que el tipo sigue ahí, venga a hablar, venga a hablar. Habla un montón… tanto que he olvidado la mitad de las cosas que me decía. Cosas super extrañas, pero sabes… ¿sabes, papá, esas veces que en un sueño todo parece coherente? ¿Aunque luego te despiertas y dices: «What the fuck?»? 

—Sí. Sí, claro.

—Bueno, pues eso. —Almos sigue hablando mientras le da vueltas a lo que le queda en el vaso. Está mirando el sedimento de cacao y galletas, pero me juego el cuello a que no lo ve. Parece absorto recordando—. Total que el tío empieza a contarme su vida entera, saltando de un tema a otro, y yo le escucho como si todo fuera super interesante… porque es como que para mí lo es. Incluso por un momento dudo… dudo de si está hablando de él o de mí, en fin, una rayada.

—¿Pero le abriste la puerta? —Si le pregunto esto es porque saberlo se me hace de vital importancia, a saber por qué razón.

—Claro, sí. Era un tío raro, pero parecía majo. Aunque también estaba como dolido o… no sé, tal vez frustrado por algo. El caso es que me daba un taco de folios en blanco y luego señalaba tu ordenador.

—Anda. ¿Y el ordenador por qué?

—Porque es donde tú escribes —me contesta como el rayo, sin pararse un instante a pensar. Y tiene razón: ahí, en la jaula de libros donde yacen todos los secretos entre las páginas, es donde el ordenador está. Justo sobre esa mesita donde Almos puso un teléfono al principio de su sueño.

«¿Qué hacen los personajes de una historia cuando el libro está cerrado?» «¿Adónde van los patos cuando el lago se hiela?»

—Vaya. ¿Y qué más dijo Hold-… qué más dijo ese chico?

Le veo asentir, como si todo estuviera clarísimo para él. No se ha enterado de que casi se me escapa el nombre; está demasiado absorbido por el hilo de la historia.

—Nada. Bueno, cosas inconexas, creo. Dijo… que Atreyu nunca fue un héroe. Que Atreyu mismo se lo dijo al centauro Caíron, y este le respondió que había llamado a Atreyu el guerrero, no a Atreyu el niño. Y el único Atreyu de las llanuras del búfalo purpúreo era él.

—Eso es completamente cierto.

Por lo menos para mí así es. Justamente Atreyu es la quebradura del «héroe», la patada definitiva al arquetipo ideal y a la intención de ser perfecto. Es la demostración viva de que un niño, «tan sólo un niño» como algunos dijeron, es capaz de remover cielo y tierra (y más allá) para ponerle un alto a La Nada. Incontables héroes y caballeros de flamante armadura, gigantes acorazados se devoraba La Nada para desayunar, eso seguro.

—Sí. También me dijo que Bastian no era un héroe tampoco, sino un niño que sólo con desear fue capaz de reconstruir un mundo. Me dijo… que te lo dijera, que por favor no te olvidaras de eso. Y entonces… 

—¿Entonces…?

Siento que las manos y algún lugar detrás de los ojos me arde. 

—Entonces se encendió tu ordenador.

—¿…Y qué pasó?

—Pues… el chaval dijo algo más sobre los héroes. Algo como que si uno lo era es porque todos lo somos. Dijo que a uno no le hace especial ser especial, que no existen personas especiales y personas que no lo sean, o… no sé, algo así. Y bueno, yo… yo entonces me giraba y miraba la pantalla de tu ordenador.

Guardo silencio, expectante, incapaz de pronunciar una sola palabra. «¿Qué viste, Almos? ¿Qué viste en el ordenador?»

Mi hijo responde como si me hubiera oído:

 —Había un relato tuyo en la pantalla. Uno titulado «Cada pulgada de esa pared«, con tu nombre debajo de una fotografía. Y…

—¿Y…?

—Y nada. Así termina el sueño. Con eso desperté.

»Papá… tú… —aventura tras un segundo de silencio—. ¿Tú qué crees que podríamos hacer, si vinieran a casa los bomberos de Ray Bradbury?

Me lanza la pregunta con curiosidad sincera, apelando a mi refugio entre líneas. Veo en sus ojos que él ya ha elaborado una respuesta al respecto, o eso creo. Al fin y al cabo, esa es la pregunta que cierra el círculo. Y sólo conozco una respuesta posible:

—»Do what you wish» —le guiño. Se ríe. No me he resistido. Y al mismo tiempo sé que no puedo darle una respuesta más real.

Almos suspira y aparta el vaso manchado.

—Me da mucha pena el chaval de la gorra, papá. No sé por qué. Creo que se siente solo. Y no digo «solo» en plan bien…

No, claro que no es en plan bien.

—Sé a lo que te refieres —le confirmo. Necesito que sepa que sé lo que intenta decirme, mucho más que contarle sobre «quién» podría ser ese chico que tan aislado e incomprendido se siente. Supongo que, en efecto, Holden Caulfield ha sido mucha gente; también he sido yo mismo alguna vez, hace tiempo—. ¿Y si escribes una historia, hijo? Quizá eso es a lo que se refería Guy cuando dijo que podíamos hacer algo.

—¿Una historia? Yo no sé escribir, papá. Yo no soy tú. ¿Por qué una historia?

—Porque un libro… porque una historia te acompaña donde tal vez nadie más lo hará, cuando seguramente nadie más lo haga y como nadie más lo haría.  —¿En serio acabo de decirle yo esto a mi pobre hijo?—. No importa quiénes seamos. Da igual quién seas tú y quién sea yo, para quien la pueda estar necesitando.

Almos sonríe y mira hacia otro lado. Quizá está imaginando que él desaparece en sus palabras, y tal vez eso le dé paz.

—Parece que me lees la mente —murmura—. Tengo una historia, papá. Pero yo no sé… yo nunca he…

—No pienses en si lo harás bien o lo harás mal, hijo. Tú solo hazlo y ya está.

¿Y por qué? ¿Por qué hacerlo sin la menor vacilación, salga como salga? Porque donde hay necesidad (ya sea propia o ajena), no cabe el miedo.  Porque una historia puede acompañar, absorber y abrazar, y puede consolar tanto como hacer llorar o reír. Porque los niños perdidos necesitamos historias para encontrarnos y para volver a casa. Y porque tal vez todos estamos, en algunos momentos, terriblemente solos, dolorosamente faltos de las palabras adecuadas sin saberlo. De las palabras mágicas que necesita el corazón para saber que está vivo, que sigue aquí, que no está solo y que, bueno, si le toman por loco no importa mucho. Esas palabras mágicas que de pronto leemos porque otra persona, sin conocernos, las escribió para nosotros. 

Sólo por eso.

Sólo por eso las historias son más grandes que el ansia de perfección y de control. Y no deberían acabarse nunca.

Sólo por eso, por la Torre de Marfil fragmentada y sin embargo intacta para siempre.

Le digo todo esto a Almos sin hablar. «Sólo hazlo, y ya está».

—¿De verdad?

—Por favor. Estoy deseando leerte.

Autor: Reyes

Sobre el autor

Reyes

4 comentarios en “Palabras mágicas”

  1. Gracias Reyes, me ha encantado tu relato hilando Fahrenheit con la historia interminable y con El guardián entre el centeno, la mente de un niño «intoxicado» por la lectura ecléctica y dispersa que solo puede enriquecer el alma, todo dirigido por un padre que deja vivir y crecer libre de prejuicios…. Sobre todo me gusta el mensaje final, escribe aunque te parezca que no sabes, que lo haces mal y que a nadie le interesará, escribe para ti que seguro que hay alguien deseando leerte.

    1. Querido Nacho, gracias a ti!
      Necesitaba expresar el respeto que siento hacia lo que la narrativa es para mí. Lo que uno deja escrito no se lo lleva el viento, verdad?
      Un abrazo fuerte.

  2. Me encanta este relato. Bueno, como todos los que escribes. Me ha hecho especial ilusión leer a Almos y reconocer a los personajes de los que hablaba de su sueño, porque para mí está siendo muy especial embarcarme en el mundo de la lectura. Nunca lo había hecho y eso es gracias a tí. Los libros contigo para mí tienen un significado especial, leer juntos es la experiencia más bonita de mi vida. Rectifico, la experiencia más bonita es leerte a TI. Gracias por enseñarme todo lo que escribes. Por favor no dejes de hacerlo nunca. <3 <3

    1. Las palabras se convierten en magia cuando tú las dices y las lees con tu voz <3
      Gracias por leerme y por el comentario pecioso. Te quiero.

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