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“Funcionamos muy distinto”, le había dicho Álvaro la madrugada pasada a Connor. “Cuéntame de ti. Te quiero entender”.

Connor podía reproducir ahora toda la conversación de chat en su cabeza, sin necesidad de leerla, mientras atravesaba el puente de madera junto al edificio Halffner en dirección a su casa. Estaba aún en shock emocional, con la memoria fotográfica clavada en todas las palabras. Algunas de las frases que habían cruzado Álvaro y él en aquella conversación infinita le habían golpeado tan fuerte que todavía las sentía reverberando dentro de sí, aunque no de forma desagradable sino todo lo contrario.

Con “quiero entenderte”, Álvaro se había referido a funcionamiento mental. Era la única persona que de forma abierta y genuina se había mostrado ávido de conocerle. Y Connor se había visto de pronto respondiéndole, por primera vez en su vida hablando de sí.

La pasada madrugada, le dijo a Álvaro lo más verdadero: que su mente era un semáforo. Un semáforo siempre alerta pero en automático, regulando el tráfico procedente de todas direcciones. El rojo era el mal —”por aquí no”, “detente”, “cuidado”—; el verde era el bien y la seguridad. Y en cuanto al ámbar… el ámbar, si existía, era lo más sencillo: la inacción. La espera y el alivio de no tener que postularse.

“Qué diferentes somos”, había reído por escrito Álvaro. Y Connor le hizo entonces aquella misma pregunta: “si tuvieras que describir tu mente con una palabra, ¿cuál sería?” Ahí era donde él mismo acababa de poner la palabra “semáforo” tal y como le vino.

La palabra de Álvaro había sido “caudal”. Aunque, según aclaró, se refería a otra localización que tenía más importancia que la mente para él. Álvaro vivía a pulsos sin temor a desbordarse; de hecho, cuanto más desbordado, más vivo y mejor. Era incapaz de calcular o medir anticipadamente sus movimientos y además no quería hacerlo, le explicó. Sentía que de algún modo moría si pensaba demasiado.

Con los cascos puestos y una canción —que curiosamente hablaba de calma— tronándole el cerebro, Connor sonrió. Aquella conversación no la olvidaría nunca. Estaba deseando llegar a casa para meterse en la cama, apagar todos los semáforos y volver a escribir a Álvaro. Seguro que él estaba ahí. Ojalá pudieran hablar otra vez toda la noche hasta que el sol saliera.

Le parecía que flotaba cada vez que evocaba el “caudal” insólito. No sabía qué era dejarse llevar, y quería experimentarlo. En aquel momento, mientras caminaba bajo las estrellas, sentía que aquella era la mayor tentación de su vida. De repente era un Nueve, como decía Álvaro. Porque, en casi todos los idiomas, la palabra “ocho” suena casi igual que “noche”, y la palabra “nueve” se parece a “nuevo”. Y Connor ahora era “Nueve”, infinito Nueve después de la noche anestesiada, todo él.

Apagó semáforo sin dejar de caminar. Sonrió más, y sin darse cuenta cerró los ojos, aislado del mundo gracias a la música. No quería volver a calcular un paso más, al menos hasta la mañana siguiente; eso era maravilloso, era como permitirse volver a ser niño pero sin miedo. Hasta parecía posible retomar el conservatorio y todas las pasiones que había dejado atrás, en este nuevo mundo donde no temía a las infinitas posibilidades ni a su propia potencia. “Caudal”.

Tomó la más preciosa bocanada de aire mientras cruzaba la calle, tan solo segundos antes de ser embestido por aquella ambulancia que por supuesto obviaría el disco carmín.

Autor: Reyes

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