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La mañana se ha complicado tanto como se está complicando mi vida últimamente. El coche de alquiler que me debía llevar a la reunión con mi editor en Córdoba yace moribundo, exhalando vapor y sudando aceite en la acera de una calle de Marmolejo. A duras penas conseguí aparcarlo con los últimos estertores de muerte que nos trajeron hasta aquí. No hay peor momento. Marcelo, mi editor, me dio anoche un ultimátum; o entregaba algo o podía dar por cancelado el contrato y devolver el adelanto. Esto último ya no es una opción, el adelanto voló con los últimos pagos que tenía pendientes, el alquiler del piso, las comidas en restaurantes, las botellas de licor del chino de la esquina y alguna amiga juguetona que me estuvo visitando por las noches mientras había dinero en la cartera. Soy un desastre, el dinero siempre encuentra la forma de escapar entre mis dedos y el whisky es su fiel aliado y mi peor enemigo. 

Tengo el móvil en silencio, solo sus vibraciones me avisan de las llamadas. Creo que no es una buena idea porque lo guardo en el bolsillo interior de la chaqueta y no sé si me está dando un infarto o me está llamando alguien. En este momento es una nueva llamada de Marcelo, hubiera preferido el infarto. Decido cogerlo, es la quinta vez que llama, no hay forma de escapar del destino, así que mejor afrontarlo.  

  • Espero que estés llegando ya a Córdoba –dice según descuelgo sin darme tiempo siquiera a abrir la conversación con un diga de cortesía. 
  • Pues mira, estoy en Marmolejo, el coche de alquiler me ha dejado tirado. 
  • ¿Ya estás con excusas?, la verdad, esperaba que esta vez lo tomaras en serio. 
  • Y me lo tomo, sabes que odio conducir y que odio todavía más madrugar. Son las once de la mañana, si no me lo estuviera tomando en serio te estaría ignorando desde la cama. 
  • ¿Cuándo llegas? 
  • Llamé a los del alquiler de coches, me traen uno desde Córdoba para que continúe viaje y se hacen cargo de este cadáver que les dejo aquí. Te llamo en cuanto lleguen. 
  • Más te vale que sea verdad, llámame 

Si alguien puede colgar una llamada con rabia ese es Marcelo. Pulsar un botón para finalizar la comunicación no puede transmitir emoción alguna, pero él consigue que te llegue la intensidad con la que cuelga. En fin, mientras espero que lleguen con el otro coche camino por el pueblo. Tengo la sensación de haberme perdido, no prestaba mucha atención a mis pasos y aquí todas las calles me parecen iguales, casas bajas decoradas de cal y tachonadas de roja teja, paisaje de pueblo andaluz curtido por el sol. 

Empieza a llover, el cielo azul está sembrado de nubes aisladas que descargan aquí y allá a su antojo una fina llovizna eventual. Pasará pronto, pero no tanto como para que no me cale hasta los huesos. Veo un bar y decido resguardarme. Nunca he sabido resistirme a la puerta de un bar y menos si llueve. 

El bar es un antro viejo y destartalado que no ha visto días mejores desde que se inauguró, viste el suelo con cáscaras de mejillón y huesos de aceituna y pinta las pareces con una pátina de grasa y cuadros desvencijados con los colores comidos por el sol. Un lugar de cuento de hadas vamos.  

Ella está sentada en un rincón ajena al burdo entorno que la rodea, irradiando luz y sensualidad. Mira a través de la sucia ventana sin ver nada, solo es una pose de indiferencia al tosco público que consume su presencia con adulación. Menea con suavidad la cucharilla en el café creando remolinos de suave espuma en el mar negro, sus piernas cruzadas alargan su esbelta figura hasta cada una de las personas del local, invitando y rechazando a la vez.  

Bambolea uno de sus pies al ritmo de una música que solo ella escucha, es un baile hipnótico del que no quieres huir, un húmedo sueño de deseo que hechiza y captura. Infantil. Letal. 

He pedido un café solo que aderezo con el último aliento de mi petaca. Son las once de la mañana, pero no puedo afrontar el resto del día sin la compañía de Jack. Una distraída mirada de la diva me da pie a acercarme. Quizás no era una invitación, pero qué más da, el no ya lo tenía antes de entrar a este tugurio y que ella me emborrachara con su aroma de mujer fatal. 

  • Hola, me parece que uno de los dos se ha equivocado de sitio. 
  • ¿Si, no deberías estar aquí? 
  • Pues la verdad, no me refería a eso exactamente, pero si, no debería estar aquí. 
  • Pues que pena, combinas de fábula con la decoración de este sitio. 
  • Jajaja, sí, me lo tengo merecido. Tú, sin embargo, eres una nota disonante, una nota clara, perfecta y entonada, pero disonante. 
  • Lástima que tu oído no te permita escuchar la melodía entera y se quede encallado en una sola nota. 
  • Aquí no hay melodía cariño, esto es un bar cutre al que solo merece la pena entrar porque estás tu dentro; y tal vez porque fuera llueve y tienen whisky. 
  • Vamos, ¿tanto tiempo ha pasado desde la última vez? 

La conversación está derivando en un sinsentido que no termino de entender. Está claro que está jugueteando al viejo juego del gato y el ratón que tantas veces he jugado con las chicas en los garitos de Malasaña, pero esta vez, con ella, es diferente. Su juego tiene un objetivo más allá de vaciar mi cartera o llenar la noche de gemidos placenteros. Está llevando la conversación a algún sitio que no consigo descifrar. Doy un sorbo del café mientras mantengo su mirada. Demasiado café y poco whisky. 

  • ¿Nos conocemos? 
  • Hace tiempo, cuando eras joven, pobre, desconocido y escribías por placer. 
  • No creo, me acordaría de alguien como tú y de haber sentido placer al escribir alguna vez. Esas piernas no se olvidan fácilmente. 
  • Has olvidado algo más que unas piernas que jamás viste, entonces te gustaba escribir, lo hacías a todas horas incluso cuando no tenías donde. En tu cabeza desarrollaban los personajes su vida sorprendiéndote con sus tramas y enredos, te despertabas por la noche y tomabas la libreta de tu mesilla para apuntarlo todo y no olvidar la historia al día siguiente. 

Mientras habla mantiene los giros de la cucharilla en la negrura del café y sus ojos en los míos. Es hipnótico como el mantra cansino de un monje tibetano y me lleva en volandas al pasado. A mi pasado. Entonces tengo la presencia de ese primer escrito que hice, una burda e infantil redacción para el colegio que sorprendió a mi maestra. Tengo la sensación plena que sentí entonces de haber creado algo, mi primera criatura que voló de mi mente a la suya a través de una hoja de papel escrita con mi caligrafía de siete años. Voy saltando de un relato a otro y siento las punzadas de ilusión, éxtasis y desesperación que me provocaron entonces año tras año, letra a letra. El bar ha desaparecido, solo quedan sus ojos, la cucharilla girando y girando y mis recuerdos vividos en un extraño trance. 

El rechazo. El continuo rechazo a los relatos, los cuentos, mi primera novela que entonces me parecía digna de ser un bestseller. Los concursos en los que siempre había un relato mejor. Las devoluciones de mis obras acompañadas de cartas diciendo, en el mejor de los casos, que siguiera adelante, que era bueno y estaba bien contado, pero que no estaba dentro de los objetivos de la editorial. Excusas que sonaban a sucia excusa. 

Entonces la conocí. Una tarde en un bar cualquiera celebrando con gente que no recuerdo algo que no importaba. Solo una noche más tomando copas. La había olvidado. Estaba sentada con nosotros, había venido con alguno de mis amigos o se nos unió en el bar, no recuerdo. Me habló con su voz suave. A pesar del ruido del bar y la música solo la escuchaba a ella. Ahora recuerdo. Me contó una historia, algo intrascendente entre toda la cháchara que se habló esa noche. Algo que se tatuó en mi recuerdo. Algo que desarrollo la trama que empecé a escribir según llegué borracho a casa y que se convirtió en ese primer éxito que me dio la fama. Nunca más la volví a ver. 

El resto de mis novelas no valen para nada. Todo lo que escribí desde entonces es vano y chapucero, escrito para aprovechar una fama que se acabó herida de muerte por la mediocridad de mis obras. Entré en una espiral de vicios malas compañías y noches en vela. Dejé de escribir. Incluso diría que dejó de gustarme escribir y llegó el alcohol, pensé que abriría mis chacras literarios llamando de nuevo a la inspiración perdida, tal vez los fantasmas de Byron, Fleming, Salinger, Quevedo, Dostoievski o Berryman se acercaran al olor del destilado y me susurraran historias al oído como hizo la chica del bar o puede que sus vapores despertaran algún numen aburrido que azotase mi ingenio con su látigo dorado. Pero solo quedaba el amargo sabor en la boca y el dolor insoportable de cabeza al día siguiente que me impedía escribir. 

El tintineo de la cucharilla contra el borde de la taza me trae de vuelta. Recuerdo. 

  • ¿Eras tú? 
  • ¿Dudas? 
  • No, la verdad. ¿Qué eres, una bruja, mi imaginación, delirios de borracho? 
  • ¿Una musa tal vez? 
  • Venga, ¿una musa, Mnemosine, Talía la alegre, la trágica Melpómene o tal vez Calíope? 

Un leve movimiento de asentimiento me da el nombre, Calíope la musa de la poesía épica y la elocuencia hija de Zeus y Mnemosine, madre de Orfeo e inspiradora de reyes. Calíope, vamos ¡no me jodas! 

El clink, clink del metal contra la loza, machacón, cíclico, insistente, exasperante me taladra los oídos, me quita la paz, me despierta.  

El sucio bar y Calíope desaparecen al son despiadado que marca mi despertador. Anoche me pasé con el whisky, noto la boca seca y me duelen los ojos. Amanezco como tantos otros días de resaca que me lleva en volandas medio jodido hasta la botella de vodka helado que uso para estabilizar mi nivel del alcohol en sangre. Pero no, hoy no es igual, no es un día más, algo ha cambiado. Resquicios del sueño que ha quedado como un poso amargo en mi me incitan a encender el ordenador, doy vueltas y más vueltas a la idea mientras preparo un café bien cargado. El olor la trae de vuelta, la chica del bar de Marmolejo, sus interminables piernas y sus negros ojos captores. Pero yo nunca he estado en Marmolejo, es solo el vago recuerdo de un sueño inducido por Jack Daniels y sus encantadores amigos de Tennessee.  

Miro el calendario. La fecha marcada con una cruz en rojo es mañana, es cuando debo estar en Córdoba con algo interesante bajo el brazo para que mi editor no me corte los huevos.  

Aparto los vasos sucios y botellas vacías de mi mesa de trabajo. La idea martillea mi cabeza, necesita salir o me va a volver loco.  

Escribo. 

He pasado el día abducido por la luz fantasmal del monitor, deben ser las tres de la mañana y la impresora ronronea mientras escupe papeles tintados con los primeros diez capítulos de mi nueva novela. Me reclino en la silla y releo una vez más lo escrito. Normalmente me gusta dejar las obras en la cubitera, literalmente las imprimo, las envuelvo en plástico y las meto en el congelador un par de semanas o tres, luego las descongelo y las releo. No ganan nada ni mejoran, pero me hace parecer un autor consagrado con sus manías de mierda que le hacen especial. Marketing dice la responsable de la editorial. Yo creo que eso solo queda bien como chascarrillo de entrevista cuando presentas tu nuevo libro y ves a la gente durmiéndose en la sala medio vacía.  

Mientras releo el texto mi mente vuelve inconsciente y constante al sueño que me ha traído hasta este momento. Es bueno, realmente bueno, tanto que no parece mío.  

¿Qué paso anoche?  

No soy nada crédulo, de hecho, suelo decir que cuanto más se cree menos se sabe. En este caso no sé qué creer, aunque tengo claro lo que sé; a partir de un sueño muy real y vivido una musa, Calíope por más señas, me dio la trama que necesitaba para tirar del hilo en mi consciencia y escribir esto que ha resucitado al viejo escritor que dormitaba borracho en mi interior. Siendo como soy una persona nada pragmática y con tendencia a la fantasía diría que las musas actúan así, navegando entre el mundo feérico y el onírico, dejando su firma, el soplo de su influencia, leves notas de excelencia y alguna traza de genialidad en el momento en que somos más permeables, el sueño. En nuestra indefensión ellas trabajan. 

Aprovecharé para dormir un poco, mañana llamaré a un uber que me lleve a Córdoba para la reunión con Marcelo, no quiero quedarme tirado en el camino de nuevo.  

Marcelo, el pobre hombre está desesperado conmigo, lleva tres años aguantando mis desvaríos y excusas, intentando vender las mierdas que le envío envolviéndolas en edición y diseño. Todavía cree que en mí hay un escritor capaz de escribir de nuevo algo bueno. Tal vez tenga razón, tal vez no sea un caso perdido, tal vez solo soy la marioneta de una musa, el muñeco de guiñol que ella utiliza para extasiar al público con sus palabras, encandilarlos con metáforas, anáforas, hipérboles y prosopopeyas que tejidas con humor, delirio, dolor, furia, ansia y tristeza generan sentimientos motivados por la trama, la naturaleza de los personajes y el incierto desenlace de la obra. 

No pensaba hacerlo, pero esto merece un brindis conmigo mismo. Busco una botella y encuentro un par de dedos de ginebra en una que tiré a la basura en mi momento de redención de esta mañana. Bastará para celebrarlo, el último trago antes de convertirme en un tedioso y aburrido escritor abstemio. 

Leo. 

«Esa noche no era una noche cualquiera ni ella la mujer que había esperado encontrar en ese viejo tugurio…» 

Es bueno, demasiado para tan triste celebración, tal vez deba bajar a hacer una visita al chino de la esquina. 

Autor: Ignacio Chavarría

Sobre el autor

Ignacio Chavarria

3 comentarios en “Inspiración”

  1. Hola, Nacho.
    Leí ayer el relato y estaba demasiado frita en mi cabeza para comentar, pero no quería dejar de hacerlo.
    Es un relato que habla de inspiración y es pura inspiración en sí misma. Sentí que es… como un regalo cuando lo dispones bonito, con cierre de oro; con esto trato de decir que aparte de la idea está muy cuidadosamente contado… tú sabes, una piedra preciosa en bruto nos gusta también, bueno al menos a mí xd, pero aquí además puliste fino.
    Muchas gracias por todo y por eso: por la inspiración.

  2. Muchas gracias Reyes, si, escribir es hacer un regalo y siempre intentamos dejarlo bonito con un envoltorio cuidado y con adornos que anticipen el contenido. Ilusión para el que lo recibe pero también para para el que lo hace mirando con inquietud los ojos del receptor, intentando descifrar si hemos acertado o no. Me alegra haber acertado en este caso.
    Respecto a meter el relato en el congelador por mi ok, pero no lo pongas en el mismo cajón de la merluza o te arrepentirás cuando lo leas después 😉

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