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El féretro reposa en mitad del salón soportado por un par de sillas que a duras penas pueden con el peso. O’Brian era un hombre pesado, bonachón, de cara sanguínea y buen beber. Le vi hace poco en la taberna vaciando pintas como siempre, tocando su pequeño violín que en sus enormes manazas parecía un juguete, sacando de él notas alegres, desenfadadas y picantes como un buen pudding de Yorkshire regado con salsa de rábano. A pesar de los esfuerzos de Fiona, la dueña de la funeraria, que hay que reconocer que tiene mejor mano con los muertos que con los vivos, O’Brian no parece él. Le falta ese color sonrosado en los pómulos y su pelo pelirrojo está mustio y amarillento y no ondea al viento rizando sus rizos de fuego. Sus ojos ya no se abrirán más, quedan encerrados tras los párpados los verdes prados de Irlanda. Echaré de menos a este grandullón. La casa está llena de gente, amigos, amigos de amigos, conocidos, vecinos y curiosos, todo el mundo come, bebe y ríe. O’Brian no merecía menos, si hay un cielo o un infierno desde el que pueda vernos estará orgulloso de su funeral. En Irlanda no puede decirse que un funeral ha sido decente si la gente no ha vomitado un par de veces al menos producto de la comida, las pintas y el whisky.

En un rincón se amontonan las botellas vacías, no es mediodía y ya hay una buena cantidad acumulada. Su hermana está sentada junto a la ventana, la mirada perdida, los ojos húmedos por el dolor y el alcohol, en su mano descansa en equilibrio una pinta de Guinness. Parece no estar aquí. Al fondo del salón sus amigos tocan música, sobre una pequeña banqueta el violín de O’Brian les acompaña en silencio. La música es triste, lánguida como la lluvia sobre los prados y dura como la piedra de los acantilados.

Canta Deirdre, la que fue siempre su novia y nunca su mujer, las notas suben y bajan en su garganta con cálida sensualidad, con el dolor de Irlanda al despedir a uno de los suyos. Deirdre, la preciosa Deirdre de nívea piel, ojos verdes y pómulos pecosos. La traducción más fiel de su nombre sería «Corazón roto», siempre me he preguntado qué especie de bruja se lo puso, ¿Qué sabía del futuro de esta niña que siempre ha navegado entre la dulzura y el dolor?.

Lleno de nuevo mi vaso, el ámbar trasluce la bruma que me inunda, miro a mi amigo, bebo, vierto wiski en sus labios y me despido. Hasta pronto viejo compañero, nos veremos de nuevo, vaciaremos mil jarras de cerveza y reiremos con estruendo sin importarnos ya nada ni nadie más.

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

Un comentario sobre “El último vaso”

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