Mataperros

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A algunos nos gusta ver pureza en nosotros, ver bondad. Mostrar que somos bellos por dentro, puros y buenos. Darlo a entender con nuestros actos y nuestros corazones en la vida cotidiana. Eso nos tranquiliza: soñar por un momento que esa fuera nuestra única verdad, y darnos la licencia de creerlo.

A algunas personas nos hace feliz repartir amor, y se nos da bien enterrar el hecho de que no siempre estamos en condiciones hacerlo. ¿Te ha llegado la violencia a las manos? ¿Qué hizo la violencia contigo? Te das cuenta, “fue la violencia, no yo”. Somos criaturas desgraciadas, estos algunos. No podemos evitar poner excusas en aquello horrible que hicimos, porque no soportamos haberlo hecho. Hay recuerdos, constructos engañosos de imaginación y de memoria, que a uno le pueden perseguir toda la vida. No sé si tú también guardarás en secreto algo terrible que te avergüenza, pero aún si así lo hicieras, eso no me consolaría a mí ni al mundo.

¿Qué hizo la violencia contigo? ¿Qué hiciste cuando, sin darte cuenta, sin haberlo elegido, dejaste de ser inocente?

Muchos de los seres impuros, corrompidos y malos permanecemos inconsolables. Lo que menos importa es sentir culpa, porque el malestar que esta genera es nimio en comparación con lo que merecemos. Cualquier penitencia sería poca, así que lo más coherente es que el mismo infierno ascienda a la tierra de uno.

Muchos permanecemos mudos por el resto de la vida. Bueno, desde ahora, yo eso ya no.

Creo que maté a mi perro. Le amaba más que a muchas personas, pero creo que yo le maté. No entra en la ecuación que desde luego no quisiera hacerlo. Juzgamos y lapidamos a un maltratador en la plaza pública y lógicamente no nos importa el contexto, ¿verdad? Sí, soy capaz de empatizar con los monstruos; cómo no hacerlo si yo soy uno. Si me vas a decir que el “fue sin querer” es un atenuante, pregúntate: ¿Quién quiere? ¿Crees que alguien en su sano juicio elige y desea matar y maltratar? No lo sé.

Le llamaba Pump. No sé por qué le di ese nombre. Era como si él me lo hubiera susurrado en sus ojos, con su mirada temerosa y encendida de dulce necesidad. Le adopté cuando él tenía cuatro años. Sus tres hermanos estaban ya en familias de acogida desde hacía tiempo, y sin embargo él había tenido un par de adopciones fallidas, le habían devuelto al refugio dos veces. De alguna manera, no sé cómo, él supo que mi marido y yo le llevaríamos a casa con nosotros, porque cuando la cuidadora del refugio lo sacó del chenil y lo soltó, se puso a dar vueltas como loco a nuestro alrededor, como celebrándolo. Te aseguro que nunca he visto ser vivo tan feliz.

Vivió con nosotros unos ocho años. Falleció a la edad de doce. Tenía algunos problemas de salud derivados seguramente del cambio en la alimentación; le encantaba comer platos caseros, como a cualquier perro, pero estaba acostumbrado a la rutina estricta del pienso, y su hígado no lo soportó. Desde que tenía diez años, cada cierto tiempo tenía problemas hepáticos y de vesícula biliar.

Cuando empezó a enfermar de esta forma ocasional y a tiempos, creo que algo en mí se activó. Ese algo fue la certeza de que nos quedaba poco tiempo juntos. Siempre tuve miedo de que le pasase algo porque le veía psíquicamente muy frágil; era un perro de pasado turbio y desconocido en los detalles, que, a juzgar por el sobresalto contínuo en el que vivía, tenía que haber sufrido demasiado. Era muy dependiente de mí, y yo de él. No se despegaba de mi lado, ni en la casa ni fuera. Tenía miedo de otros perros, de otros humanos que no fueran yo.

Yo era el único ser vivo en el que Pump confiaba. Y, como digo, cuando él empezó a enfermar, esa fragilidad se trasladó también al plano físico y creo que no pude soportarlo.

Digo “creo”, porque nunca me lo dije a mí misma. Esta certeza de que mi adorado Pump —lo más parecido a un hijo que he tenido nunca— iba a morir era demasiado dolorosa para mirarla de frente. Todo esto que yo sentí es algo que he ido reconstruyendo después. La memoria de la cabeza juega malas pasadas, pero la memoria del corazón es asombrosamente fiel y por eso estoy segura de ello; los sentimientos esperan y reviven intactos.

Mi amor por él no tenía límites. Pero, por otro lado, mi dolor y mi apego tampoco.

En aquellos tiempos yo estaba de los nervios también por otras cosas. Siempre quise tener hijos, y estaba atravesando el proceso cruel de darme cuenta de que nunca los tendría. Cuando iba a grandes superficies a hacer la compra con mi marido, el diablo guiaba mis pasos y me veía de pronto en el pasillo de las cosas para bebés, rodeada de patucos vacíos, cunas, mantitas suaves. Por algún motivo espantoso necesitaba mirar, tocar, estar en contacto con todas esas cositas; era una necesidad de animal salvaje que araña y rasga desde dentro, cuyo vacío aniquilaba el alma. Por supuesto, perdía el norte en ese pasillo y sólo era capaz de llorar por mi bebé que no existiría. No era que mi cuerpo fuera incapaz de engendrar, sino que mi marido ya tenía hijos de un matrimonio anterior y no quería más. Y yo había decidido no dejarle.

Dejé de ir a hacer la compra.

Me disculpaba en silencio con el hijo que nunca tendría mientras, por otro lado, no sabía ser madrasta de dos niños que eran buenos (los hijos de mi marido). Lo intentaba, eso sí. Al menos sé que ellos no sufrieron directamente la carga de lo que yo sentía, no por mis actos ni por mis palabras. Yo lo vivía como un adiós, como la amputación interior más triste en total silencio. Lo escondí tan dentro como pude con el paso de los días —de los meses, de los años— para que no se notara.

Creo que cuando estás muy dolorido y tratas de enterrar tu dolor caes en un tipo particular de parálisis. Empecé a fatigarme por hacer la mínima cosa. Intentaba llevar a cabo las tareas de la casa, pero el desorden de mi vida se proyectaba en todo lo doméstico y me superaba. Dejé de trabajar. Me convertí en un ser inútil que solo respiraba, fallando cada día a mi familia elegida. Compadecía, rigurosamente para mis adentros, a mi marido y a sus hijos por tener que vivir conmigo. Sólo encontraba alivio en las caricias, los abrazos y las palabras de cariño que volcaba en el perrito, quizá porque en todo ello iba impresa mi falta, mi dolor enterrado. Él lo sabía y me amaba aún así; me amaba más que nunca sólo porque yo lo necesitaba. Él también sabía que era mi único amigo. Sabía la realidad de mis sentimientos sin que yo se la contara.

Mi marido estaba ausente con frecuencia. Tenía que trabajar en turno de noche. Yo adoraba la soledad porque sólo en soledad me permitía soltar angustia. Pero me sentía mal haciéndolo, no por remordimiento sino porque la angustia duele al salir.

Una de esas noches de angustia en soledad, Pump empezó a jadear de forma descontrolada. Dormía junto a mi lado de la cama, así que era imposible pasarlo por alto. Creo que estaba entrando en una de sus crisis como esas veces que enfermaba, pero eso lo analizo ahora. En aquel momento, mi cabeza no sé qué hizo. Sólo puedo decirte que no pude soportarlo.

No pude soportar verle y oírle jadear de aquella forma porque no sabía qué le pasaba y a la vez sí. No reaccioné como una persona normal que se preocupa por el ser que ama. El arrastre emocional me superó. No era capaz de pensar en nada.

Sin darme cuenta de lo superada que estaba, me incorporé en la cama. No recuerdo si lloraba de nervios. Volqué por impulso la mesita de noche, porque me ardían las manos. Era como si el miedo, la ira, la negación, el dolor, se hubieran juntado efervescentes en mi sistema sanguíneo.

A Pump la mesita se le vino encima. Es horrible que te diga que yo necesitaba que dejase de jadear y que se callase. Es horrible.

El pobre se asustó muchísimo. Lo más duro que puede pasarte es que el único ser en quien confías te dañe.

Creo que esa mesita le hizo daño. Tal vez le reventó algo por dentro. Al día siguiente le llevamos al hospital veterinario y quedó ingresado. Tuvo un ataque de ansiedad y mordió al veterinario que intentaba llevárselo por el pasillo y separarle de nosotros.

Fui a verle cada día. Él estaba más que triste. Ya me miraba de otra forma. Yo no sé si, cuando finalmente murió, ya en casa, se fue pensando que yo no le quería, que nunca le había querido.

Murió en mis brazos. Dos días después, llamaron de la clínica veterinaria para darnos la cita pendiente de una ecografía abdominal para él. Me cagué en los muertos de la persona que llamó; le dije que el animal había fallecido ya, que muchas gracias, y creo que le llamé de todo.

Murió en mis brazos y se lo llevaron. Me gustaría decir que pagué incineración, pero quedé tan colapsada que de nuevo fui incapaz de pensar. Sus cosas en la casa aún estaban vivas, de forma parecida a esos patucos rosas y azules de bebé en el jodido supermercado, sólo que mucho peor.

Me habría gustado conservar sus cenizas y soltarlas en el campo de trigo silvestre que le gustaba mirar. Se sentaba a mi lado y juntos contemplábamos el suave oleaje del mar verde. Me hubiera gustado, incluso sabiendo que tal vez sus cenizas no serían ni suyas o estarían mezcladas con las de otros animales. Habría sido un réquiem; un ritual de despedida para el que no me sentiría digna en absoluto, por mera necesidad de decirle que le amé con todo mi corazón aunque no supe quererle. Que a pesar de no haber sabido quererle, no dejé de amarle ni un minuto del tiempo que compartimos, e incluso pudiera ser que yo le amase ya desde antes de mi propia vida.

Pero él ya no estaba ahí para yo podérselo decir. Hace años que ya no está. Y decir “lo siento” resulta insultante.

Me refugio en esas carreras locas del día de su adopción, en cada momento en que le abracé y le vi feliz, en todas las tardes que se sentaba a mi lado en el campo, en el recuerdo de su olor. Él era un ser puro; un ser bueno que se merecía a su lado alguien que le tratase bien. No supe ser ese alguien.

Autor: Reyes

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Reyes

2 comentarios en “Mataperros”

    1. Cuando tú quieras, Nacho. No sé qué pasaría, pero de corazón siento que te pasara. Gracias a ti por tu sinceridad tan sentida y por todo. :*
      Te tengo que agradecer también otra cosa: este lugar (Literanoicos) hace que me ponga a prueba constantemente; quizá suena raro, pero así es, y me vale mucho la pena.

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