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Mariko tenía la piel como porcelana, los ojos filosos como un cuchillo y la sangre ardiendo como un volcán. Mariko era la única capaz de estar sola entre miles, la única capaz de silenciar en sus oídos el volumen de la música aunque estuviese tan alta que temblaran los cristales de la discoteca. Mariko era un rumor en el viento, humo entre los labios, fuego en la punta de los dedos,
Javier la conoció porque ella así lo quiso.
Mientras ella bailaba, rodeada de tigres oliendo carne descompuesta, ella con su mirada lo enfocó en una de las mesas. Javier nunca supo por qué, pero siempre atribuyó la razón a algo superior, ¿Dios? ¿Conexión de almas? ¿Predestinación? Nunca lo supo y eso jamás lo dejó tranquilo.
La esperó afuera del antro. Llovía esa noche. Con rabia, con la furia del llanto de un niño.
Mariko sacó un cigarrillo y lo puso entre sus labios. Las gotas mojaron su rostro y desparramaron su maquillaje, pero ella no las sentía, y quería, quería sentir algo.
—¿Fuego? —preguntó Javier agazapado en su cazadora.
No esperó respuesta. Con las manos acunó la llama y encendió la punta. Iluminados por la luz tenue, Javier contempló sus ojos de pecera y desde aquel momento, sin mediar más de una palabra, supo que estaba condenado.
Mariko no hablaba con la boca, era callada como ratón de biblioteca.
Ella prefería hablar con los ojos, con las manos, con los pies. El toque de sus dedos era cálido y triste como una canción de la infancia; la ternura de su cuerpo calentaba el alma como Javier nunca creyó que fuese posible. Era tan suave que temió romperla. Era tan frágil que tuvo deseos de llorar por intentar poseerla.
Al otro día ella se había ido.
Javier intentaba abrirse la cabeza y que el líquido cefalorraquídeo se derramase en las hojas en blanco, manchándolas de las letras que sus dedos, incapaces, no podían plasmar. Vivía frustrado queriendo ser algo, como si la vida le hubiese hecho una promesa en el primer momento que plasmó una historia en el papel cuando tenía diez años. Desde entonces perseguía la musa, siempre lo desairaba. Pero la mañana después de haber estado con Mariko pudo escribir mil palabras sin pestañear y las ideas que escupieron sus dedos atrofiados por la máquina tuvieron un sabor que sabía, no le pertenecía. Porque jamás había sido así de bueno, ni para hilar dos ideas, una coma y punto.
La noche lo descubrió merodeando por el antro, buscando a Mariko.
No era de tomar, pero tenía una opresión en el pecho, como un perro ansioso que no ve a su dueño y quiso ahogarlo.
La buscó.
Miró en todos los rincones.
Examinó todos los rostros, pero ella no estaba ahí.
La madrugada se reflejó en el destello de la luna y Javier vagó por las calles sórdidas de la ciudad sin nombre, como un lobo convertido en hombre, tambaleándose mientras nadaba en alcohol.
Aulló a la luna.
Rompió botellas.
Lloró en un rincón.
Al otro día, acostado en el viejo catre de la pensión donde vivía, apenas pudiendo entreabrir uno de sus ojos, tocaron a su puerta.
—¡Váyase, no estoy!
Pero insistieron.
—¡Váyase, no estoy y no tengo dinero!
El pomo cedió y parada en el umbral estaba Mariko con los ojos morados como remolachas. Su piel porcelana estaba rajada como si el jarrón se hubiese partido en mil pedazos y el fuego de sus pupilas estaba helado como el infierno. Cuando Javier reaccionó, la mujer cayó a sus brazos.
Durmió varios días.
Tuvo fiebre y escalofríos. Y cuando llegaba la noche balbuceaba tímidamente palabras inteligibles.
Javier la cuidó. La abrazó cuando tuvo frío y le dio todo el ventilador cuando sudaba de calor. Sanó sus heridas con pomadas y paños de agua tibia. Deshincho sus ojos con hielo y besos. Mientras Mariko se recuperaba, Javier escribía.
Al cuarto día ya estaba de pie, vestida, preparándose para marcharse. —¿A dónde vas? —la detuvo Javier.
Ella le explicó que no podía quedarse. —Pero quiero que te quedes —le dijo Javier.
Mariko se negó, y aunque el hombre casi suplica, la mujer salió del cuarto y lo dejó más solo de lo que nunca hubiese estado. Un cuerpo sin alma.
Vagabundeo por los callejones pestilentes y peleó contra gatos por un espinazo de pescado. Maldijo al destino por obligarlo a quererla. Se mentía así mismo que la despreciaba y buscaba las siempre esquivas palabras para odiarla, pero era un embustero.
La contemplaba bajo la lluvia por el cristal del antro restregarse entre los hombres. La siguió hasta las entradas de moteles con uno y hasta con dos. Fumó bajo la ventana donde estaban, buscando escuchar sus gemidos.
Con Mariko se fue la poca gana de hilar siquiera las vocales.
Vendió la máquina y olvidó su frustrado sueño.
De cuando en cuando la seguía y ella percibió su mirada furtiva.
Y una noche la esperó bajo la lluvia a la salida del antro. Mariko dejó que el maquillaje se escurriese con las gotas buscando sentir algo. Apagar el fuego que siempre la quemaba. Posó un cigarrillo en sus labios.
—¿Fuego?
No esperó respuesta. Con las manos acunó la llama y encendió la punta. Iluminados por la luz tenue, Javier contempló sus ojos de pecera, sin mediar más de una palabra, supo que estaba condenado.

Autor: Tomás Cárdenas

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Thomasius_2000

3 comentarios en “Nada por ser”

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