Dioses oscuros – Lagrimas heladas

Di que te gusta
Tiempo de lectura:8 Minutos, 9 Segundos

Desde la ventana de la taberna puedo verle, agachado en cuclillas al borde del acantilado, medio desnudo a excepción de los pantalones de piel de cabra, con sus anchas espaldas cubiertas de nieve, la vista puesta en el horizonte cómo si todo lo que existe estuviera allí, más allá de la niebla, más allá del mar, más allá de esta isla que lo mantiene prisionero. Nadie sabe cómo ni cuándo llegó, nadie le había visto antes y eso es difícil, porque estamos en Foula, en medio del mar del Norte y aquí todo el mundo se conoce. ¿Cómo ha llegado? ¿Quién es? ¿Qué quiere? Eso nos preguntamos todos y por eso nos hemos congregado aquí en la taberna esta fría mañana. Intentamos decidir qué hacer y quién va a hablar con el gigante negro.

Esperamos que termine de llegar la gente, al fondo, en su mesa de siempre, el cura mancha de espuma de cerveza negra su bigote. Está malhumorado, él piensa que deberíamos reunirnos en la iglesia para tratar estos temas. A falta de ayuntamiento y excluyendo los graneros, solo hay dos sitios para reunirnos; la iglesia y la taberna. Teniendo en cuenta que aquí hay una buena estufa de carbón y cerveza, el santo hombre nunca ha conseguido que la gente le secunde. Todos me miran, esperan que tome la palabra. Siempre esperan algo de mí, dan por hecho que resolveré la situación. Desde niño, incluso mis padres delegaban en mí las responsabilidades de la casa. Tengo que decir que las botellas de wiski y cerveza que se amontonaban tras la casa tenían gran culpa de esta delegación de responsabilidad. Tuve que tomar las riendas entonces y en este momento parece que tengo que hacer lo mismo porque todo el mundo está más pendiente de su pinta que del tema que nos ocupa. Parece que estamos todos, y si no es así tampoco importa, nunca estamos todos.

Me levanto y hablo.

– Estoy encantado de teneros a todos aquí consumiendo buenas pintas de amarga cerveza y arrimando vuestros culos helados al negro carbón de la estufa. Siempre es reconfortante encontrarnos y charlar, pero hoy nos reunimos para hablar de lo que hay ahí fuera mirando al infinito y decidir qué hacemos. Apareció ayer, ¿os habéis acercado, lo habéis visto? -muchas cabezas niegan y se levanta un pequeño murmullo que confirma la negación- Yo sí, me acerque esta mañana al verle ahí. Pensé que era una estatua, alguna broma de alguno de vosotros, tal vez de Bernie que siempre anda con sus gilipolleces. Pero no, no es una estatua, es una persona o un puto demonio. Negro cómo la noche, alto cómo la torre de la iglesia, fuerte cómo un buey. Ni se inmutó con mi presencia, me miró con esos ojos azules profundos e inhumanos y volvió a mirar al mar. Yo permanecí allí, a pocos metros de él, helado, aterrado. ¿Le habéis visto? ¿Alguien ha visto su cara? -nuevos murmullos de negación se mezclan con el denso ambiente del local- El muy jodido hijo de puta tiene la boca cosida, se la ha cosido él mismo.

– ¿Cómo sabes que se la ha cosido él?

– Bill, tu siempre tan perspicaz. Si te hubieras acercado habrías visto esa enorme y reluciente espada y las dos dagas que decoran su cinturón. ¿Tú crees que no podría haber liberado sus labios si hubiera querido? Si tiene la boca cosida es porque quiere, ni más ni menos. No parece importarle en absoluto. Y luego, eso lo podéis ver desde aquí, está casi desnudo, lleva allí toda la noche, sin moverse. ¿Qué ser humano aguantaría sin morir congelado? Nadie, nadie aguantaría ya lo sabéis, con un buen abrigo de foca lo pasaríamos mal a la intemperie, él está ahí con la piel cubierta de sal y hielo tan a gusto como Mery está ahora mismo junto a la estufa.

– Bien, ya vemos que es un tío raro, ¿Qué hacemos? habría que llevarle comida o una cerveza ¿no?

– ¡Que tiene la boca cosida, Glend! ¿Le llevo una pajita también?

– Bueno, no te pongas así, es por aportar ideas.
Desde el fondo del bar, con sus pícaros ojos reluciendo de maldad, habla el cura.

– Yo creo, querido Finley que poco podemos aportar más allá de lo que tú nos cuentas, está claro para todos los presentes que eres un auténtico experto en el hombre del acantilado y creo hablar también por todos cuando digo que eres de lejos la persona más adecuada para tratar con él.

Si los ojos pudieran incendiarse los míos estarían en llamas en este momento. Odio a este hombre con pecado insano, solo me para el hecho de saber que cuanto más viva más puntos ganará para el infierno. Solo por eso no le he matado ya. Miro a mi alrededor y veo que los que no están tan borrachos cómo para no poder asentir, reafirman las palabras del cura. ¿Es esta mi gente? una panda de palurdos alcohólicos asustados sin más pretensión en su vida que pasar el día esquilando y ordeñando ovejas y venir luego a la taberna a beber cerveza hasta no poder coordinar dos pasos. Apuro mi pinta, me pongo mi abrigo y salgo mientras escucho a mi espalda la ratonil risita del cura.

El gigante está igual que le dejé. Me acerco a él y me siento a su lado. Mantiene la vista en el horizonte, bajo sus ojos hay pequeñas lágrimas heladas. No creo realmente que sean lágrimas, seguro que es agua de la llovizna helada que nos rocía o agua salada que el mar nos arroja al chocar contra las piedras ahí abajo. Desde cerca puedo ver profundas cicatrices en su piel que forman curiosos dibujos o palabras de un extraño lenguaje. Negro sobre negro. No le tengo miedo, no tiene una actitud hostil, de hecho, no tiene actitud alguna hacia mí, en este momento no existo, solo está él y lo que sea que hay más allá del horizonte en el sur. Se me están helando las pelotas aquí sentado y tengo la certeza de que podemos estar así meses, hasta morir o hasta que este enorme cabezota encuentre una salida. Aquí no me queda nada así que me levanto y le digo -Sígueme, te llevo- vuelve su cabeza y me mira, sus ojos glaucos recorren todo mi interior, no dejan nada sin observar, mi presente, mi pasado, mis anhelos y mis pecados. Todo. Entonces le escucho. No mueve los labios, pero le escucho dentro de mí.

– ¿Por qué?

– No me queda más remedio, aquí no hay nada para mí, nunca lo ha habido, y no soporto verte aquí consumiéndote, mirando con pena lo que sea que te espera allí lejos.

– Puede ser la muerte, la mía y la tuya.

– Pues bienvenida sea si me saca de este aburrimiento.

– Aprovisiona entonces tu barco, el destino es lejano. Piensa en mí cuando estés listo e iré a tu encuentro.

Es parco en palabras o debería decir en pensamientos, porque toda la conversación se ha producido en silencio. Bajo al puerto y gasto lo que tengo en aprovisionar el Sol del Norte. Era el barco de mi padre, de negra madera, marinero, pescador y curtido en mil temporales de este inclemente mar que tantas almas se ha cobrado. Vayamos donde vayamos esta nave nos llevará. Mientras llevan las cosas que he comprado a bordo me acerco a casa de Aldith, es la única persona de la isla de la que deseo despedirme. Aldith es mayor, pero fuerte y jovial, debió ser muy bella de joven, aunque yo siempre la he conocido cómo es ahora, cómo si su cuerpo se hubiera estancado en esa estética indeterminada que no se sabe nunca qué edad tiene. Llamo a la puerta esperando que esté en casa.

– Finley, ¡que sorpresa! ¿no estás en la taberna con todos?

– Estuve, pero ya no queda allí nada que me retenga. Vengo a despedirme y a darte esto.

Le pongo en la mano una llave vieja de hierro oxidado, es la llave de la taberna y de mi casa que a todos los efectos es lo mismo. En la isla no andamos con papeles, la llave de un sitio es cómo un documento, cómo un contrato de propiedad de un sitio, aunque la verdad es que nadie cierra su casa con ella. Esta llave me la dio mi padre al morir, su herencia, la taberna en que dejó su vida, todo lo que yo tengo ahora.

Aldith me mira

– ¿Te vas?, ¿dónde?

– No lo sé, lejos, con el gigante negro de la montaña.

Me mira comprendiendo

– Si, esperaba que esto sucediera un día u otro, nunca has sido un isleño, siempre cómo un pajarillo enjaulado mirando el mundo a través de los barrotes. Ese hombretón ha abierto la puerta. Si, vuela Fin, vuela.

No hay lágrimas en sus ojos, sí en los míos.

– Cuida la taberna Aldith, si vuelvo te buscaré allí.

– Descuida, ya sabes que me gusta más estar en la taberna que en casa.

Efectivamente, Aldith es capaz de tumbar bebiendo a cualquiera de la isla y seguir tan tranquila cantando tristes canciones marineras durante toda la noche. La echaré mucho de menos, es lo más parecido a una familia, padre, madre y hermana que haya tenido.

Pienso en el gigante y voy hacia el Sol del Norte, cuando llego ya está ahí esperándome. De pie es mucho más grande e intimidante que cuando estaba en cuclillas. Pienso si necesitará algo especial, algo de comer, beber o lo que sea y recibo por su parte una negativa, no necesita nada, ¡debe alimentarse del aire!, aun así cargué víveres para los dos. Embarcamos y partimos, él se pone en la proa y apunta al sur con su cayado.

Empieza el viaje.

Autor: Ignacio Chavarría

Sobre el autor

Ignacio Chavarria

2 comentarios en “Dioses oscuros – Lagrimas heladas”

  1. :OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO

    Entendí muchas cosas aquí…
    Me he dejado envolver por la historia en la superficie y me ha encantado. Escribes relatos multidimensionales y mágicos. El viaje de Finley tal vez sea una búsqueda o tal vez no; tal vez así lo sienta luego de millas o tal vez no; tal vez regrese a casa o tal vez no. Cuál sería su casa, si la tuviera.
    (esto por no mencionar al gigante de las lágrimas heladas).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *