Alien tú – I

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Al desdichado viajero trans-espacial:

Con la finalidad de que puedas entenderme, me he devanado los sesos para contarte toda esta historia en el orden cronológico preciso. O por lo menos en un orden decente. He pasado dos semanas dándole vueltas a todo lo ocurrido, tratando sin éxito de encontrar el punto exacto donde se desató el caos, y al final he desistido. Mi cabeza vuelve una y otra vez al momento en que secuestré a Sandro, aunque lo cierto es que todo se había torcido muchísimo antes. Así que, para bien o para mal, tomaré el secuestro como punto de partida en esta locura. Espero, por el bien tuyo y mío, que hacerme entender en la manera en que ambos necesitamos no me tome demasiado tiempo.

              I: SOUL ANDROID

Me llevé a casa a Sandro después del trabajo. Viendo cómo había terminado la pobre tras la última sesión de pruebas, y sabiendo que ya estaba sentenciada a muerte, creo que llevármela no podría considerarse robo. Por suerte o por desgracia, ya no iban a hacer nada más con ella después de haberla catalogado de tarada… o más bien de fracaso en toda regla, imposible de reparar en sus conexiones sutiles. Qué lástima.

Debido a mi nulo conocimiento en leyes, aún no sé si “robo” y “apropiación indebida” es lo mismo, o si existe una delgada línea susceptible de diluirse separando los términos. Así que, por si acaso, esperé hasta asegurarme de que no quedaba ni un alma viva en el edificio —o por lo menos despierta— para salir. Porque la verdad es que Sandro abultaba bastante y, bueno, aunque soy un gran aficionado a los rompecabezas de todo tipo, desde luego no estaba dispuesto a desmontarla y llevármela por piezas.

Miralles fue el último empleado en marcharse, el muy asqueroso. Siempre se quedaba hasta tarde para ganar puntos y satisfacer quién sabía qué tipo de megalómana fantasía. Yo ya había terminado mi tarea hacía eones, pero claro, fingí que bailoteaba con la mopa y luchaba contra manchas de mierda invisible en el suelo hasta que se fue.

“Trabajas demasiado, Any”, me dijo en la puerta, frente al lector de tarjetas, con una sonrisa hipócrita esculpida en su jodida cara de alabastro. Se pone cremas de nanotecnia, el hijoputa, para parecer eternamente joven. Alguien debería decirle que parece un cadáver parlante, o el novio camello de la barbie al cual una sobredosis letal de bótox le hubiera llegado al cerebro. Me tragué un buen chorro de bilis y correspondí con otra sonrisa, apretando los dientes: “no te atrevas a llamarme como lo hace la poca gente que me quiere”, mascullé hacia dentro, en total silencio, porque, mierda, el imbécil este siempre ha tenido esta manía: me llama Any en plan paternalista cuando ni me conoce, cuando sé perfectamente que lo único que quiere es, de una manera extraña y retorcida, subrayar que está por encima de mí en la escala jerárquica de la empresa. “Any, yo soy mecánico y tú no”. “Any”, así suena mi nombre, exactamente como todo eso que no dice, cuando lo pronuncia con ese tonito musical, engolado y condescendiente. Hay gente en la compañía que me ha llamado cosas muy chungas, no te digo que no, pero fíjate que ni me afecta y, sin embargo, no puedo con el gilipollas este canturreando mi nombre.

“La verdad es que has dejado todo como los chorros del oro. Te darán un premio por tu dedicación”, había añadido el desgraciado, antes de pasar la tarjeta de ADN por el lector y desaparecer por fin.

Una vez le vi por la ventana abandonar las instalaciones, con su cochino Farade Innove saliendo como un tiro por la verja principal, lancé la mopa a un lado y recorrí el pasillo a la carrera hasta la sala de espera del mueredero. Ahí estaba Sandro, con sus preciosos ojos abiertos sin vida, apoyada contra la pared de cemento desnudo, junto a unos frascos de lo que parecía el antiguo formol.

El cabello gris plata reaccionó con un leve movimiento ondulatorio cuando lo acaricié. Aproximadamente en el ochenta por ciento de su composición era orgánico… e inteligente, de modo que se trataba de materia viva diseñada para responder a estímulos, como casi todo en el prototipo.

—Dios, ¿Cómo es posible que a alguien se le ocurra desahuciar algo tan perfecto…? —murmuré. Si su cabello reaccionaba, quién me decía que Sandro no podría oírme. Soy un tonto con fe, ¿verdad?—. Seguro que tú no quieres morir.

Ahora lo pienso y creo que fue muy arrojado de mi parte decirle aquello último. Porque quién era yo para sacar conclusiones al respecto, cómo sabía yo si Sandro quería vivir o morir. De hecho, desconocía si ella estaría capacitada para responder a esa pregunta una vez yo consiguiera despertarla. Pero en fin, ni pensé, porque supongo que me urgía salir de las instalaciones de Metalas cuanto antes con ella, a pesar de haber constatado rigurosamente que nadie me vería y a pesar de haber engañado al circuito inteligente de cámaras —una mierda inteligente, hasta un niño podría trastear ahí sin dejar huella alguna—, antes de que Miralles saliera.

Metí al prototipo en un sudario aislante de su tamaño (aproximadamente metro sesenta y cinco de estatura y cincuenta kilos de peso), cerré el sudario en la máquina de vacío y me dispuse a arrastrar el peso muerto hasta el sótano. A diferencia de los mecánicos, de los investigadores y de los jefes de departamento, los empleados de la limpieza tenemos nuestros vehículos aparcados en el garaje del edificio y no bajo las bóvedas aislantes en el exterior.

No sabes la pena que sentí al meter a Sandro en la parte trasera de la furgoneta. En verdad parecía que llevaba a un ser querido muerto dentro de aquel sudario, circunstancia que, más allá de ser perturbadora, sentía que me arrugaba el alma y la disolvía como papel bajo la lluvia. Y esto, incluso sabiendo a ciencia cierta que no había sido precisamente yo quien la dejó morir.

“Está viva aún”, me dije, viéndome en la necesidad plena de autoconvencerme. Y le seguí hablando cuando me senté al volante:

—No te preocupes, pronto estarás bien. No te dolerá nada, te lo prometo.

No le mentía en lo último, y de eso estaba seguro. Era verdad que no iba a dolerle nada de lo que yo le hiciera, porque, contra lo que se dice de mí, no iba a ser tan salvaje de toquetearla a pelo con los sensores álgicos abiertos en conexión. Eso sí, que volviese a la vida o no, ya no estaba del todo en mis manos… Entiéndeme, soy bueno, muy bueno (aunque sea socialmente inaceptable que yo mismo lo diga), pero tengo mis límites. A lo mejor, en los laboratorios de pruebas le habían hecho un daño irreparable a Sandro en su CAP o en el CEE y todo lo más que obtendría yo al empalmar conexiones sería un cachivache, un androide muerto. Un cadáver mecánico viviente. El hecho es que no tenía ni idea de lo que al abrirla me iba a encontrar, pero eso no iba a frenarme.

                           II: BOB

Las instalaciones de Metalas, cuyo suelo yo limpiaba con mi propio sudor durante siete horas de turno cada día laborable de la semana, estaban situadas a las afueras de Dirdam. Normalmente, me tomaba una hora y quince minutos volver a casa a velocidad normal en la furgoneta, una Aerolanda Cuatro de segunda mano que conseguí hace tres años. Por supuesto que le habría pisado a fondo aquella noche para llegar antes, pero no me arriesgué a ello, porque esos drones hijoputas de la policía siempre están por todas partes revoloteando como moscas cojoneras y solo me faltaba que me trincasen con un prototipo robado (o apropiado indebidamente) en la parte trasera de la furgo. Así que, cuando por fin estacioné frente a mi colmena, la mezcla de frustración y agresividad reprimida por no haber podido correr me chorreaba por las orejas como si fuera sangre.

Sé que la energía de crisis es poderosísima. Me planteé usar toda esa energía crítica que llevaba encima para sacar fuerza física de donde no la tenía, tomar a Sandro en brazos y subir con ella por la escalerilla exterior. Pero no lo hice, primero porque no soy un maestro alquimista de la transmutación emocional (ya me gustaría), y segundo y fundamental: por temor a que me viera algún tarado con el que pudiera cruzarme por el camino. Ya sabes, el clásico vecino petardo con la brillante idea de bajar la basura a las tantas de la noche, o el niñato de turno viniendo de fiesta hasta las cejas de somnax. Aunque huelga decir que mi colmena no era del tipo que daría cobijo a ningún niño de papá forrado hasta los dientes, pero bueno, quién podía saber.

Decidí dejar a Sandro en la furgo y subir para pedirle ayuda a Bob, sabiendo de antemano que él no iba a ayudarme. O no al menos como yo necesitaría.

Mientras ascendía por la escalerilla exterior de la colmena, para mi desgracia empezó a llover torrencialmente. Perfecto; sin duda lo que más necesitaba en aquellas circunstancias era un chaparrón corrosivo, pero qué hacerle, así es la vida.

—¡Bob! —le llamé nada más entrar por la puerta, temiéndome lo peor. Seguro el cabrón se había meado por toda la casa porque yo me había retrasado y no había podido darle el paseo nocturno a su hora. Joder, qué ganas de abrirle la puerta y patearle el culo para que saliera él solo… aunque a quién quería engañar pensando aquello, si en el fondo me partía el corazón.

Sorprendentemente, no había ningún charco de orina en el pasillo y la casa no olía a mierda.

A los pocos segundos de haberle llamado, mi amigo Bob se acercó en tromba por el pasillo para darme la bienvenida, a cuatro patas como siempre. Se quedó parado ante mí, mirándome con su gesto plano, meneando de lado a lado aquel rabo putrefacto y despeluchado que tenía (y vaya, aún lo tiene).

—Oye, chico. ¿Cómo has estado? Tengo algo importante que contart-…

Oh, meconio de gremlin. Observé que había salpicaduras de color rosa en el pelaje de su máscara de furro.

—¡Bob, joder! No me digas que has vuelto a teñirle el pelo a Mamá…

Un maullido irritado se escuchó inmediatamente desde la lejanía en el pasillo, como pidiendo socorro.

—¡Mamá! —Salí escopetado hacia allí, y en menos de medio minuto confirmé mis sospechas. La pobre gata seguro se había defendido con uñas y dientes, pero aun así no había podido librarse de la tintura rosa que cubría a parches su precioso manto atigrado.

—Maldita sea, Bob, te voy a matar… —Tomé en mis brazos al pobre bicho, notando que aún tenía el corazoncito acelerado, aunque comenzó a ronronear en cuanto deposité algunos besos sobre su esponjada cabeza—. Ya está, Mamá, bonita, mi tartita de soufflé, ya estoy aquí…

Sí, sí. ¿Quién puede ser tan gilipollas como para llamar a su gata “Mamá”, y qué tipo de asuntos turbios sin resolver tendría en su familia? La respuesta a la primera pregunta es: yo.

Escuché un gañido a mi espalda y me giré iracundo hacia Bob, quien me miraba desde la puerta del dormitorio con un meneo flojito de rabo.

—¡Eres de lo peor! —le abronqué—. Te he dicho miles de veces que no hagas esto. —En aquel momento, como en muchos otros, tuve serias dudas sobre si Bob hacía esas mierdas como teñirle el pelo a la gata por hijoputismo, por compulsión o por puro retraso mental. Te lo juro que a ratos le odio—. ¿Por qué lo haces? ¿Tanto te cuesta dejarla en paz? ¡Es un ser indefenso! ¡…Al menos deja por una vez de gañir y dime que lo sientes!

Bob agachó la cabeza y murmuró un apocado “lo siento” bajo la máscara peluda. Lo cierto era que hablaba muy poco y, para colmo, le gustaba que quien fuera que le oyese festejase cada vez que vocalizaba, rollo: “¡Ay, dios! ¡Un perro que habla!”.

—No te oigo, gilipollas.

Mamá profirió un prolongado gimoteo acusatorio contra mi camiseta, con la cara regordeta aplastada en mi pecho. “Ha sido él, Any, ha sido él. No dejes que me toque nunca más”, parecía decir. Luego despegó la cara para lanzarle a Bob una mirada furibunda desde el lugar calentito entre mis brazos.

—Lo siento. Lo siento, Anael.

—Mira cómo llora, pobrecita —murmuré, volviendo a besarla. La había dejado hecha un cristo.

—Es que me estaba meando…

—¿Qué? Eso no tiene ningún sentido, Bob, no me jodas. ¿Teñir a la gata de rosa porque te estás meando?

—No llegabas y…

Demasiado estaba hablando el perro humano. Seguro que porque veía que yo no traía el cuerpo para bromas y, por otra parte, siempre era mejor ser un perro humano que un humano a secas respondiendo de forma normal.

—Ya. —Desistí de que la conversación tuviera algún sentido y dejé a Mamá en el suelo—. Pues te aviso, olvídate del paseo. Está lloviendo ácido ahora mismo en la calle; no vamos a salir.

Es extraño, pero yo había aprendido a adivinar los gestos humanos de Bob bajo la máscara furra. En aquel momento, apostaba el cuello a que sus ojos de humano se habían hecho más grandes, alcanzando casi el doble de su tamaño, y sus cejas se arqueaban. Casi ni podía recordar qué aspecto tenía su cara de persona, pero sus gestos sí estaba aprendiendo a sentirlos.

—Pero… ¿ni al patio de la colmena?

—Ni al patio de la colmena. Usa el váter por una vez, te lo pido por favor.

No, no estaba como para ponerme a fregar las paredes con estropajo para limpiar sus meados. No le iba a pasar nada por sentarse en el puto váter, ¿no?, o usarlo como quiera que fuese. No sería menos perro por eso.

Conocí a Bob hace más o menos un año, la noche del día en que me desahuciaron de la antigua casa donde vivía con Mamá. Yo llevaba tiempo currando de fregasuelos en Metalas, recibiendo un salario decente que me permitía pagar alquiler y facturas, pero por una serie de razones tuve que poner al día el pago de tropecientas deudas, así que me había quedado más pobre que una rata.

Aquella noche, cuando Bob y yo nos conocimos, llovía ácido igual que la noche que traje a Sandro, igual que ahora mismo mientras te escribo. Yo me había quedado en la calle, así que estaba sentado bajo el toldo metálico de una ferretería de fusión para resguardarme de la acción corrosiva de la lluvia. Había ido a la zona en los lindes del vertedero nuclear, porque prefería el peligro del veneno radiactivo al riesgo de que me asaltaran o me apalizara algún pirado con delirios de grandeza… y sabía que allí no se acercaría nadie a zorrear, salvo si acaso algún otro vagabundo imbécil como yo.

Y, pues bueno, estábamos ahí Mamá y yo —a la pobre gata la llevaba en una bolsa de plástico porque no tenía ni para comprarle un trasportín decente—, cuando de pronto vimos aproximarse a una extraña criatura. Por desgracia, no veo muy bien, sobre todo a la luz lechosa de una tormenta; qué te digo, todos tenemos defectos y yo soy miope de nacimiento; una rareza en mi familia y encima sin pasta para operarme. Al principio pensé que lo que se estaba acercando desde las sombras era un lobo; un lobo con un tamaño tremendo, hasta que Bob se colocó sentado bajo el rótulo luminoso de la ferretería y pude verle de cerca.

Era un perro, o eso parecía. Más bien, era un hombre disfrazado de perro, esa fue mi primera impresión, porque está claro que un perro normal no se sienta cruzando las piernas en modo indio. Vestía un traje completo en tonos anaranjados, peludo y raído, y tenía puesta una máscara lobuna que parecía sonreír. El hijoputa ni se quitó el guante-zarpa que llevaba para saludarme.

“Lo que me faltaba, un furro”, pensé. Un furro de los de antes. ¿Y qué coño hacía ahí al lado del vertedero? Quedé anonadado. Hasta pensé si me habrían echado droga en mi último café.

Fuese alucinación o no, aquel ser alargó la mano-pata e hizo un gesto como pidiendo permiso para sentarse ahí con nosotros. Por supuesto, me hice a un lado para hacerle sitio y compartir con él el espacio cubierto por el toldo, Mamá acurrucada en mis brazos como un gran queso de bola dentro de su bolsa.

Saqué el paquete de tabaco, y el cabrón me pidió un cigarro sin hablar. No sé si lo sabes, pero si fumas te recomiendo que lo dejes, porque el tabaco de verdad cuesta un ojo de la cara… y yo me había gastado mis últimos ahorros en aquel paquete de mierda, sólo porque el sucedáneo sintético prensado es insoportable. Pero aún así no le negué un cigarro al furro de los cojones.

—No mires, que voy a fumar —fueron las primeras palabras que me dedicó, con voz de ultratumba.

Comprendí que para fumar necesitaba quitarse la máscara que le cubría la cabeza, al menos parcialmente, así que me giré como pude para brindarle intimidad. Y sin mirarle, me presenté.

—Me llamo Anael.

—Qué bueno conocerte, Anael.

—¿En serio? —No es por nada, pero no estoy acostumbrado a que me consideren una compañía agradable, ni lo estaba entonces.

—Pues claro. ¿Quieres ser mi amigo?

—La verdad es que no.

—Soy Bob.

No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio mientras duró la tormenta. Varios drones, la mayoría meteorológicos, nos sobrevolaron sin reparar en nosotros. También creí avistar el vientre plateado de una nave de tecnología híbrida sobre nuestras cabezas, afortunadamente sólo durante un par de segundos.

Mamá se comió una lata de babosas al infierno con salsa picante y se quedó dormida dentro de su bolsita. El picante no era lo que mejor le sentaba a su delicado estómago por norma general, pero yo no tenía otra cosa para darle y saltaba a la vista que el tal Bob tampoco.

Al parecer, para Bob era aburrido permanecer callado bajo la lluvia durante mucho tiempo. Así que, después de fumarse aquel cigarro, cuando ya se conoce que no fue capaz de aguantar la tensión ambiental, empezó a contarme su vida entera. Se había vuelto a poner la máscara, de modo que yo ya podía mirarle mientras él hablaba; al principio me resultaba bastante inquietante escucharle sin ver que movía la boca, pero rápidamente me acostumbré.

Bob me contó que, cuando era humano, sus padres y amigos le llamaban Frascuelo Fender. También me dijo que era un trans-especie y que, cuando se había dado cuenta de que en realidad era un perro, había dejado el trabajo que tenía en la fábrica de armamento militar y ya no podía pagar el alquiler. Vivía en una colmena blindada en la calle Plancha Lado —”Iron Side”, como dirían los que se tiran el pedo más grande que el culo—, en uno de los peores barrios del extrarradio, pero, según me dijo, ya no podía volver. Se le había acabado el dinero y ya finalizaba el último mes que podía pagar, así que seguramente el banco virtual le daría su agujero en la colmena a otra persona. Sabía yo bien cómo iba el tema; ni dos horas habían pasado desde mi desahucio para que la chabola donde yo vivía fuera cedida a una familia de mestizos. No te digo que no me alegré por ellos, al margen de que yo me hubiera quedado en la mierda; se veía a la legua que no tenían dónde caerse muertos.

Yo, por mi parte, le presenté a Mamá, y le pregunté, con todo el respeto, qué diferencia había entre un trans-especie y un hombre disfrazado de perro. Pensé que Bob me contestaría algo como que me fuera a la mierda si yo no sabía que todo se llevaba por dentro, pero no. Ante mi sorpresa me mostró en vivo la diferencia: su rabo.

Conclusión: ¿qué diferenciaba, al menos para él, a un trans-especie de un hombre disfrazado? Los implantes. Pero claro. Tenías que ser millonario para hacerte implantes de ese calibre en un sitio medianamente serio, y el bueno de Bob había ido con cuatro perras al sacamuelas de la parte de atrás de la vicaría (figuradamente hablando, pero ya me entiendes). No sé si le habían colocado el rabo de algo muerto, pero aquella cosa que él agitaba —a voluntad, tristemente, según me explicó, y no por instinto— olía a cadáver descompuesto. Casi parecía que se le fuera a caer, aunque él me aseguró que esa cola estaba bien fijada a la fusión de las vértebras sacrales humanas, con empalmes de tejido nervioso y todo. Qué fuerte.

Viendo que Bob estaba bien jodido, aunque aún se mostraba esperanzado por conseguir un día una fortuna que le permitiera hacerse más implantes, me ofrecí a pagarle la renta de su piso en la colmena y que viviera ahí conmigo. Tal vez, si la casa no se la habían levantado aún, todavía estábamos a tiempo.

Él se puso muy contento y accedió sin planteárselo, ordenándole a su rabo implantado que se moviera desaforadamente de lado a lado.

Que su piso pudiera seguir vacío era una buena razón para atravesar una tormenta de ácido, así que nos pusimos en marcha inmediatamente, él a cuatro patas y protegido por su traje peludo, yo con Mamá guardada en la bolsa bajo mi chaqueta.

En el portal nos encontramos a un insectoide tipo mantis que, si bien tenía una gran belleza, también poseía al parecer la educación suficiente para no asaltarnos a punta de pinza. Nadie comentó nada de nuestro advenimiento; lo bueno de aquel barrio del inframundo era eso: que absolutamente nadie iba a llamar a la policía ni se iba a sorprender siquiera por la llegada de dos bandarras a horas intempestivas, uno de ellos vestido de perro y el otro… el otro un mendigo harapiento de la peor calaña y con la peor reputación, que para colmo llevaba un gato en una bolsa.

La verdad es que aquella primera noche en el pisito de la colmena fue memorable. Lo único que había de papeo allí eran castañas, de esas que tirab los pocos árboles famélicos que aun quedan en la ciudad. Tenían una pinta de mierda, pero Bob insistió en que eran comestibles porque él las había probado, así que, sin su ayuda, reviví un brasero que tenía por ahí, lleno hasta arriba de cochambre, para asarlas. Casi provocamos un incendio de la manera más tonta, pero en fin, mentiría si dijera que no era agradable y acogedor el olorcito que al final flotaba por todo el piso.

Mientras tomábamos la cena y Mamá degustaba un plato de mini anguilas con sucedáneo de tomate, Bob me dijo que estaba feliz, porque en el fondo siempre había fantaseado con ser un perro abandonado (y adoptado por alguien en algún momento, claro). Yo me comprometí a pagar cada mensualidad del alquiler y —craso error— a sacarlo de paseo un par de veces al día, una antes de irme a trabajar y otra cuando volviera del curro. Con lo que nos sobraba de alquiler, según nuestras cuentas, compraríamos material para porros, el pienso de harinas cárnicas que se empeñaba en comer —no muy distinto de algunos preparados baratos para humanos—, y la comida de Mamá.

Y así fue como terminé en la colmena blindada viviendo con Bob.


—Ahm, esto… Bob. Tengo algo que decirte.

El trans-especie me miró expectante y, tras algunos segundos, sacó de vete a saber dónde un cartel tamaño paleta de ping-pong en el que podía leerse con su letra churrigueresca: “pizza!!!” Lo había escrito él en algún momento, claro, y por lo que parecía sin quitarse el guante zarpa.

Agitó el cartel a centímetros de mi cara y se puso a jadear como loco.

—Ay. —Recordé que hacía un par de días le había prometido pizza para cenar, cierto. Estaba desesperado ya porque dejásemos de comer el pienso ese de mierda, y a Bob no le había parecido mala idea. Vete a saber cuánto tiempo llevaba sin probar una, y yo ni te digo—. Vale, sí, lo había olvidado, es verdad. Pediremos pizza, no hay problema. Aunque, Bob, si hicieras otra cosa aparte de fumar maría transgénica en esta casa, no sé, algo productivo, sería más fácil pagarla.

Bob ladró un par de veces y empezó a moverse en círculos por el suelo del salón, expresando su alegría, a tres-dos-uno de hacer la croqueta.

—Pero no es eso lo que quería decirte.

Esperé un poco a que se tranquilizase y, mientras lo hacía, aproveché para moverme hacia la mesa y liarme un porro.

—Verás, Bob. Ah… Hay… hay alguien en mi furgoneta. Una chica. Bueno, no es una chica exactamente.

Algo en lo que dije le hizo hablar al perro.

—¿No es una chica exactamente? ¿Y entonces qué es? ¿Hermafrodita? ¿Intersexual? —inquirió con un giro de suspicacia en su voz. Seguro los ojos humanos le brillaban por debajo de la máscara.

Encendí el canuto. Joder, cómo explicárselo.

—No, bueno… Verás, no… no lo sé. El caso es que necesito traerla a casa, pero… —”Pero me da miedo que alguien me vea arrastrando hasta casa un prototipo del que me he apropiado indebidamente, Bob. Y no creo que pueda hacerlo yo solo sin llamar la atención”.

El perro ladeó la cabeza sin entender.

—¿Está muerta? —preguntó. Me apresuré a quitarle esa idea de la cabeza lo más rápido posible.

—¡No, no! Por dios, no. Está… en fin, está dormida. Sólo está dormida. Necesita que un ingeniero la despierte —aclaré, explotándome de risa al momento en mi interior porque, vaya, me había escalado tres pueblos de gratis en la línea de mi carrera. Si le preguntas a Miralles de mierda, él es mecánico y yo no; si me preguntas a mí, sí soy mecánico (y con sobrada experiencia en droides), pero “ingeniero” ya son palabras mayores. Joder, ingeniero nada menos. Ojalá lo fuera.

—¡GUAU! —respondió Bob, sentándose muy recto en el suelo. Supuse que era su manera de decirme que había comprendido… a saber el qué.

—Hay que bajar a por ella. Pero Bob, sin correa, ¿vale?

Aunque seguíamos teniendo el problema de la lluvia. Qué calvario de noche.

El perro volvió a ladrar para mostrar su aquiescencia, y además asintió.

—Entonces puedo mear en la calle —comentó alborozado, dirigiéndose a la salida—. Persona que duerme en la furgo de Any, ¡gracias a ti no tendré que usar el váter!

                III: ANAEL BÔRKAR

Subir a Sandro por la escalerilla exterior de la colmena no tuvo precio. “La colmena”; tal vez debería explicarte antes de seguir por qué al edificio donde vivimos Bob, Mamá y yo lo llamamos así. De hecho no es una manera de llamarlo, es que es una colmena como tal, como la que hacen… bueno, da igual. Es sencillamente una mole con forma ovoide más o menos, engrosándose hacia la base y apuntada como un huevo por la parte superior. Por la forma y el color, la verdad es que se parece bastante a un zurullo humano o reptiloide, lo siento por la analogía. Un mojón modelado artesanalmente por la naturaleza, por las mismísimas manos de Dios. Está hecha de un conglomerado de tierras blandas y residuos orgánicos reciclados —esto es, lo has adivinado, una manera cordial de decir “mierda”—, y desde lejos se ven los agujeros dispuestos en diagonal hacia arriba, en hileras perfectas, que son los accesos a los diferentes compartimentos que llamamos “pisos”.

En realidad, la colmena es un coloso de caca viva. Viva por los microorganismos y los insectos que la habitan y la limpian y la regeneran por debajo de la cubierta blindada, transparente y etérea, a cada segundo que comen y defecan. Supongo que lo que te cuento es muy fuerte a lo mejor, ¿no? Quiero decir, que ahora venga un don nadie a descubrirte que la gente hemos terminado viviendo en casas de mierda, en la era futura de máximo apogeo tecnológico sobre la que seguro habrás colocado las más altas expectativas. Pero en fin, ya lo siento, viajero; por impactante que pueda resultarte, esto es lo que te espera. Al menos si eres un ciudadano de a pie, perteneciente a la clase media tirando a baja. Tampoco está tan mal. A todo te acostumbras.

La forma más fácil de llegar a tu agujero en la colmena es subir por la escalerilla de caracol que la rodea. Se puede subir también por dentro, pero no te lo recomiendo, a menos que lleves una mascarilla en condiciones para aislarte del olor. Esta escalerilla metálica exterior es la vía más agradable y es lo único que no es orgánico en el edificio. Se supone que está revestida con materiales protectores anticorrosión, pero lo cierto es que, al menos en la colmena en la que nosotros vivimos, se ha quedado hecha un asco. Herrumbrosa, desvencijada y temblorosa a cada movimiento; en puntos del trayecto hace un ruido que te cagas de miedo porque te hace pensar que se va a desprender, y no como que si esto pasase pudieras agarrarte a las paredes resbaladizas de la colmena para sobrevivir. En broma suelo decirle a Bob que a los que vivimos en un lugar alto, cerca de la punta del huevo, nos gusta el riesgo.

Bueno, como te decía, subir a Sandro por la escalerilla no tuvo precio. Aunque he de admitir que, cuando planeábamos la subida dentro de la furgoneta como dos partners in crime forzosos, me di cuenta una vez más de lo mucho que siempre subestimo a Bob.

—No puedes cargar con ella metida en el sudario hasta casa —me dijo—. Si un dron te caza o alguien te ve, pensarán que llevas un muerto a cuestas.

Pues tenía razón.

—Bueno, ¿y qué diablos quieres que haga?

—Sácala de la bolsa y súbela en brazos. Así parecerá que ella está dormida o muy colgada o algo. No tengas miedo, yo te animaré. Y luego te deshaces de la bolsa.

La verdad es que no me costó ningún trabajo desgarrar con las uñas el sudario de vacío y quitárselo al prototipo.

Por supuesto, con “yo te animaré”, Bob se refería literalmente a darme ánimos mientras yo subía la escalerilla con Sandro cogida a pulso. Bob ladraba y vitoreaba haciendo fiestas a cuatro patas por delante de mí, mientras yo ascendía penosamente a paso de tortuga bajo la lluvia. Tuve que pedirle que no armara escándalo y que no saltara, porque con la tontería estaba haciendo tambalear la puta escalera en los tramos chungos y sólo nos faltaba terminar despeñándonos los tres. Gracias a dios, contuvo su alegría lo bastante para evitar un accidente fatal.

Llegué por fin a nuestro agujero, hecho polvo pero contento. Contento porque no nos había detectado nadie (al menos aparentemente), porque Sandro estaba sana y salva, y porque acababa de descubrirme a mí mismo que tenía más fuerza física y más resistencia de la que yo pensaba. El caso es que físicamente yo no debería ser débil, o eso dicen los manuales verdes de anatomía, pero la realidad es que estoy en muy baja forma por culpa del exceso de trabajo intelectual.

Una vez de nuevo en casa, dejé a Sandro sobre una de las colchonetas que usamos para relajarnos. Le quité mi chaqueta de encima (se la había puesto para que no sufriera quemaduras en la piel, aunque ya llovía bastante menos) y dejé la prenda a un lado, acomodando luego al androide como mejor pude.

—Bueno, Bob. Te presentó a Soul Android, S-Andro —murmuré con la devoción de quien entra por primera vez a la más sagrada catedral gótica—. El último prototipo de industrias Metalas, y el primer androide que lleva instalado un CAP con conexiones sutiles.

—¿La estás arropando? —inquirió Bob con tonito de incredulidad.

Me acababa de cortar todo el rollo, pero estaba en lo cierto. Miré mis propias extremidades superiores, que sujetaban la colcha reversible en color plateado y dorado brillante y la estaban extendiendo sobre las piernas desnudas de Sandro.

—Me has cortado el rollo, gilipollas.

—Any, no creo que pase frío. No es una humana de verdad.

—Claro que no lo es. Es un androide, la propia palabra lo dice: parece un hombre, pero no lo es.

—Querrás decir una mujer.

Me exasperaba, te lo juro.

—¡Un hombre como especie, Bob! ¡En genérico! Y tú un perro, ¿no?

—Así es.

—Pues entonces a ladrar.

En aquel momento, con un maullidito tímido, asomó la cabeza de Mamá por la esquina roma de la pared. Nos miró con gesto de reproche por estar hablando en voz alta a una hora absurda, pero, en cuanto descubrió el nuevo regalo que habíamos traído para ella, se apresuró a acercarse correteando a la colchoneta. Ya sabes cómo son los gatos; hay cosas que nunca cambian: todo lo que uno mete en la casa es un nuevo obsequio para ellos, automáticamente de su propiedad.

—¡WAF! …¿Qué es un CAP, Any?

—Circuito Álmico Principal —recité de mala gana, observando cómo Mamá procedía a sentar su orondo culo sobre el pecho del androide dormido. Sonreí. Lo siento, Sandro: siete kilos de monosidad gatuna encima de tu tórax; el mío no va reforzado con doble capa de pyroflex, pero tranqui que sé cómo se siente.

—Wala… —Bob se llevó la mano enguantada en zarpa a la boca y se puso a dar vueltas sobre sí mismo, esta vez a dos patas. Como una puta cabra, sí, lo sé. Le faltan dos tornillos y unos cuantos veranos, pero aun así le tengo cariño y me jodería que cambiara en lo más mínimo. En aquel momento podían haberle salido corazoncitos pixelados y chispeantes a chorro de su peluda cabeza.

Mamá le dio un par de lametones de lija a Sandro en la mejilla y luego se retiró con cara de asco, aunque aún rehusaba a bajarse de su pecho. Por mi parte, pensé que lo mejor que podía hacer era esperar a que Bob se acostara y se durmiera, y entonces ponerme a trastear con Sandro sin que me molestara nadie. Tengo turno de tarde en el trabajo y nunca he de madrugar, pero, aunque ese no fuera el caso, los de mi especie no necesitamos dormir mucho.

He dicho “los de mi especie”, sí. Perdona, viajero; sé perfectamente que aún no te he contado apenas nada sobre mí, sobre quién soy y qué soy, y eso no resulta muy coherente puesto que, ya que te estoy escribiendo una puta biblia (que igual te importará tres cojones pero para mí es crucial), qué menos que haber empezado por ahí. Pero intenta entenderme. Si todo ha salido bien y estás leyendo esto, es muy probable que seas humano… y sabes, resulta que la gente de tu raza y la mía no se llevan bien. La culpa la tienen los medios y todo el rollo conspiranoico, y hasta algunas series locas de la tele. Eso es pura mierda y lo ha sido durante años, y créeme, no es que yo ahora quiera desmontarte un mito con lo que voy a decirte, pero seguramente lo haré.

De verdad que no tengo interés en venderte la moto diciéndote que los reptiloides somos seres de luz en la tierra. Ambos sabemos que no es así, pero joder, tampoco es que seamos unos monstruos. O no todos, por lo menos. Es como con los humanos, qué puedo decirte; hay de todo, tienes gente normal y, por otro lado, gente vil que son el mal en persona. El caso es que los humanos sois un poco la leche en esto, porque vamos, a la primera que encontráis un cabronazo de marca mayor en vuestras filas os falta tiempo para acoplárnoslo a nosotros: que si Adolf Hitler era reptiliano, que si el papa Fulano también, que si la reina madre… Te diré una cosa, ¡eso es basura! Si los reptiles somos sanguinarios y malas personas cuando se nos cruza el cable, vosotros estáis al mismo nivel o peor.

Perdona, me he venido un poco arriba. Pero es que esta movida me saca de mis casillas. Claro que hay peces gordos de nuestra especie que son deleznables, y sí, es verdad que llevan tiempo, mucho antes de la Super Era, ocupando puestos importantes en el gobierno o al frente de grandes empresas… pero en fin, ya nos gustaría a todos ser tan brillantes como para llegar hasta ahí. “La inteligencia de un reptiliano es afilada y calculadora”, dicen en algunos círculos, pero de verdad te digo que por lo general no damos para tanto. Pasa como con vosotros.

Sinceramente, llevo mal que me prejuzguen, pero hay algo que llevo aún peor: que me tengan miedo. Mamá no me teme y Bob tampoco, y eso es precisamente lo que me hace sentir en casa dentro del agujero en el que vivimos. De alguna forma, el miedo es lo contrario al amor. No puedes sentir cariño por alguien a quien tienes miedo, o por lo menos yo no podría. No existen los monstruos entrañables; si un monstruo es entrañable, es porque ha dejado de ser monstruo.

El desprecio tampoco lo llevo demasiado bien. Seguramente lo merezco, pero joder, por razones profundas y no por mi aspecto. Con Bob tengo un pacto desde el primer día: yo no le llamo furro y él a mí no me llama lagarto, así que convivimos en paz, al menos sin despreciarnos abiertamente el uno al otro. Pero, ajá, ¿te has preguntado por qué Miralles de mierda es mecánico en Metalas y yo no? Te doy una pista: no es por falta de conocimientos. Sólo es que, al menos en esta región del mapa donde vivo, a un reptiliano ni se molestan en hacerle una entrevista de trabajo. Y te digo algo: limpiar suelos, paredes, techos y otras superficies tiene su técnica, sí, pero no te exigen saber matemática aplicada para ello, ni tener conocimientos básicos de mecánica cuántica; ni siquiera saber escribir.

Llevo mal que me tengan miedo. Pero también tengo que ser honesto y decir que, si yo fuera humano, probablemente me lo tendría. Digamos que no me encanta lo que veo en el espejo, dejémoslo ahí. Ten en cuenta que los reptilianos llevamos conviviendo con vosotros una barbaridad de tiempo, por mucho que durante siglos nos hayamos camuflado para no mostrar nuestro aspecto real. Ahora todo el mundo va por ahí a calzón quitao’, pero hace ciento cincuenta años no era lo mismo. Y de ahí que la mezcla de razas haya estado siempre presente, y cuando te digo “siempre” quiero decir “siempre”; de hecho, siento ser yo quien te lo señale pero sí, es muy posible, altamente probable, que tú tengas hebras de ADN reptiloide en los núcleos de tus propias células. Desde hace la hostia de tiempo, los humanos se han acostado con reptiles y ni se han enterado. Hemos estado siempre tan cerca de vosotros que ahora casi todos somos mestizos, con ADN mixto, tanto vosotros como nosotros. Y por eso es que, seguramente, yo no tengo el aspecto típico que tú asociarías a uno de los de mi raza. No sé si habrás buscado en google alguna vez sobre nosotros, pero, si lo has hecho, habrás visto ilustraciones cojonudas que son fruto del imaginarium popular, las cuales, durante mucho tiempo, nos han venido de perlas para no ser reconocidos, no te diré que no. Imágenes de criaturas perfectas y casi mitológicas; pupilas verticales en ojos amarillos y blablablá, incluso cráneos de serpiente en cuerpos humanos. Yo no soy como eso. El reptiloide promedio a día de hoy, y lo siento por la quebradura continuada de esquemas, no es como eso.

Para empezar, tengo pelo. Me sale de un color verde moribundo que odio, así que me lo tiño de rosa (en efecto, de ahí saca Bob el tinte cuando hace sus gamberradas). Lo llevo largo porque sencillamente paso de cortármelo; si me es incómodo me pongo una cintita en plan Rambo y a correr, pero siempre procuro llevarlo peinado e hidratado convenientemente.

Lo de las pupilas verticales es cierto, las tengo. Como también eso que llamáis “membrana nictitante”, que es algo así como un tercer párpado (no es tan repugnante, los gatitos lo tienen también). Pero mis ojos son azules y no amarillos. Y es verdad que mi piel es más dura que la de un ser humano, pero no tengo escamas en todas partes, sólo algunas agrupadas en ciertas zonas como los hombros, la espalda, el torso y la parte baja del abdomen. De todas formas esto no es algo que vayas a ver, porque normalmente voy vestido y no en pelotas, gracias.

Y no, tampoco soy verde. Es decir, verde-verde, verde sapo, no. Soy más bien paliducho, aunque sí tengo manchas verdosas y marrones por algunos sitios de mi cuerpo, y estas sí son visibles a pesar de la ropa, porque en la cara también están.

Tengo manos humanoides, sin embargo los dedos terminan en uñas coriáceas de color negro. Me las limo para no parecer un criminal, pero qué hartura, no veas lo rápido que crecen. La boca procuro no abrirla demasiado, porque mis dientes son afilados y, aunque cuando tenía pasta me hacía sesiones de blanqueamiento de cuando en cuando, supongo que no son muy tranquilizadores. Y por otra parte, la lengua la tengo larga y bífida. Pero vamos, que fuera de todo esto soy un tío normal… seguramente bastante parecido a ti. Pelirrosa teñido, de piel pálida y dura, con unas uñas y unos piños interesantes que podrían destrozarte… pero no tan distinto al fin y al cabo.

La verdad es que socialmente hay mucho prejuicio y desprecio de cara a los reptilianos y a los insectoides. En el tema de los insectoides no voy a entrar —soy consciente de que quizás es demasiado para ti que ahora me meta en ese jardín—, pero joder, ¿nosotros? Es injusto que por cuatro cabrones ya nos tomen por monstruos que desde eones hemos querido gobernar La Tierra. Aunque excuso decirte que La Tierra siempre ha sido nuestra, eso ni se te ocurra dudarlo. Nosotros ya hacíamos ecuaciones diferenciales cuando el primer humano corría en taparrabos por los bosquecillos.

En fin, ahora que ya sabes lo que soy, será más fácil para mí seguir contándote todo este rollete. No sabes qué peso me he quitado de encima al decírtelo. Más del que yo creía, sí que es verdad.

Pues nada. Le dije a Bob que pediríamos pizza, y se puso tan contento que casi se olvidó del prototipo en las colchonetas. Busqué en la pantalla holográfica el contacto de una pizzería cercana y pedí una de sucedáneo de carne cruda (mi favorita), otra hawaiana (la de Bob, al maldito le gusta la piña) y una mini burguer de pescado del océano para Mamá. Hay que salir a la puerta en cuanto pides todo y estar rápido para cogerlo, porque, como te descuides, el dron de reparto te lo tira a la cara y se va zumbando, puesto que los drones de reparto son lo más cutre que existe, se encuentran en un estado lamentable y por lo común tienen la puntería en el culo.

Una vez nos comimos las pizzas al lado del brasero y Mamá y Bob ya descansaban uno al lado del otro en las colchonetas, me dispuse a bichear con el androide.

              IV: BICHEANDO

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Autor: Reyes

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