Los mil y uno ‘cracks’

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No he vuelto a comer nueces desde que trabajé en la clínica San Vicente de neurorehabilitación para pacientes con daño cerebral adquirido. No puedo comerlas, y no es por el sabor; siempre me han encantado. Pero el aspecto que tienen me recuerda demasiado a un cerebro, como si —¡crack!— al cascarlas quebrases la bóveda craneal que lo protege, dejándolo a la vista. Me enerva escuchar el satisfactorio “crack”, y verlo. Me duele en mi propia piel y en mi propia cabeza. Me recuerda a algo muy parecido a morir.

Una de mis pacientes recibió daño muy grave durante el atentado del once M. Le faltaba literalmente media cabeza. Tenía mi misma edad entonces: veinticinco años. Siendo la clínica privada, el neurocirujano sin escrúpulos dio esperanzas a la familia y les cobró una millonada, cuando todos sabíamos que sin un hemisferio cerebral ella jamás volvería a ser la que era. Por secreto profesional no puedo dar el nombre de la paciente; llamémosla L.

En San Vicente teníamos un periodo de un año para que un paciente “despertase”. Despertar incluía reacciones y no solo apertura de ojos (L tenía los ojos abiertos; estaba en síndrome de cautiverio dentro de su estado vegetativo). Si pasado un año el paciente no despertaba, era derivado a una clínica especializada en cuidados paliativos, sin abordaje terapéutico para su situación. Se consideraba que después de ese periodo de tiempo ya no había recuperación posible, así que todas las medidas se centraban en reducir el sufrimiento y aumentar en lo posible la calidad de vida de la persona.

A L le hicieron una craneoplastia, es decir, una reconstrucción del cráneo vacío. Solo para que se viera estético. No terapéutico. Como una medida por consideración a quien la mirase, o a los padres, no lo sé. Supongo que para sus padres era un dolor terrible tanto su situación como su aspecto.

Recuerdo a otro paciente, J. Su cerebro parecía estar intacto, pero no respondía. Accidente de tráfico; su padre sobrevivió, venía todas las tardes a verle. La única reacción que vi en J fueron lágrimas cuando escuchaba música, y me costó que el médico de guardia me hiciera caso (“Reyes, ¿está usted segura de que no es por un cuerpo extraño?).

¿Era consciente J de su estado? No lo sé, pero obviamente daba por hecho que sí al acercarme a él. Lo mismo que a L. Era la manera… es la única manera de dar cuidados que conozco: no tratar a una persona como el vestigio de lo que fue.

Podíamos conocer la vida anterior de nuestros pacientes a través de la ropa que habían llevado, fotografías que traían los padres, muñecos de peluche favoritos si eran niños. Preguntábamos sobre sus gustos en la comida, en los colores, en la música. Todo eso estaba, por supuesto, presente, como tratamiento crucial no farmacológico, para volver a “traerles” si era posible. Gracias a dios soy enfermera y no médico; los diagnósticos, las pastillas, las técnicas novedosas a veces fallan… pero los cuidados —esto es lo que hace un enfermero: cuidar— los cuidados constantes siempre funcionan. Holden Caulfield habría sido un buen enfermero.

Estaba también M.J. Una paciente de treinta años, que intentó quitarse la vida tirándose por el hueco de un ascensor. Lejos de descansar en paz como hubiera querido, quedó viva con daño cerebral irreversible. Al menos podía hablar a su manera. Aunque tenía daño en el área motora del lenguaje, sensitivamente funcionaba todo a la perfección. Eso sí, no volvió a caminar jamás.

P.G no corrió la misma suerte. Mujer de veintitrés años, modelo de pasarela, también intento de suicidio pero esta vez con los antidiabéticos de su abuela. La bajada de azúcar fue incompatible con el funcionamiento cerebral, más cuando la reanimaron varias horas después. Corazón latiendo, reacciones rudimentarias presentes, funciones superiores (cognitivas) completamente perdidas. Silla de ruedas, pañales, lágrimas, balbuceos, sordidez y consciencia.

Considerando que un cuarenta por ciento de nuestros pacientes allí debían su daño cerebral a intentos de suicidio frustrados, uno acababa llegando a la conclusión de que matarse no debía de ser fácil en absoluto. Tal vez esto suena demasiado fuerte, pero dios mío, tan vulnerables y solos estamos hasta cuando creemos desear morir. Sin atisbo de esperanza y sin compañía, sin el verbo que pudiera distraer dolor, sin la posibilidad de recibir el abrazo que tal vez podría disuadir, al menos hasta el día siguiente, y luego al siguiente, como las historias de Sherezade pero para salvar la vida de otro y no la propia. Te aseguro que si tu vida estuviera en peligro y yo lo supiera, te contaría una historia cautivadora, tanto que tendrías ganas de seguir vivo para escuchar cómo continúa. La historia interminable.

Había personas que salían adelante, sin embargo. Por ejemplo, S. Una chica de veinte años que llegó en estado de coma y con una gastrostomía percutánea (una sonda de alimentación conectada al estómago). Accidente de moto. En unos meses consiguió hablar, y su primera palabra fue “puta” cuando una auxiliar llamada Jacinta intentó drenarle un grano. En cuatro meses ya podía sentarse erguida y comer sola; tal vez tuvo que ver el empeño que pusimos los compañeros en ayudarle a sujetar la cuchara, en que ella recordara el camino del alimento a la boca. Y eso que el jefe de medicina interna decía, con cariño: “no se moleste, Reyes. No vale la pena intentarlo”. Dos meses después, S había recuperado tono muscular y función motora lo bastante para caminar. Está claro que nunca volvería a ser la misma persona que era antes del accidente, pero ella quería transitar esta segunda oportunidad. Me pregunto ahora si yo hubiera querido. En ese trabajo no te preguntabas demasiadas cosas porque ibas muy enfocado con tu paciente, pero ay, después… después, al llegar a casa, eso era otra cosa.

“Después”, nueces. Cerebros.

Me siento como esa nuez sin cáscara que veo ante mí. Sensible a todo en mi sistema nervioso intacto. Qué voy a hacerle si las corazas me estorban para sentir. El punto medio entre la carcasa y la nada no lo he encontrado; no sé, igual algún día me doy cuenta de que siempre ha estado ahí y no he sabido utilizarlo.

¿Se puede vivir sin cáscara? Claro que sí. De no ser así, no podría escribirte.

Se puede vivir así. Hay razones por las que merece la pena morir un poco después del “crack”. Perdí el miedo a andar con la sensibilidad desnuda. Y me dicen: “qué inocente, qué ingenua”; suponen que yo soy así desde siempre, que soy como un Juan Sin Miedo estúpido que no detecto el mal, o si lo detecto no retrocedo porque soy idiota; no se imaginan que yo lo elegí. Si para tanta gente ir así por la vida es un acto anómalo de candidez o imbecilidad, me importa una mierda. Me callo. Sonrío. No voy a explicar el porqué de mis prioridades; explicar me cansa.

Nueces. Cerebro. Cáscara.

Dicen que el corazón emocional, el alma, los sentimientos, viven en el cerebro. Los impulsos también. Las ganas de vivir también. Entre haces neuronales, bioquímica incomprensible y células de glía cual relleno de cojín; puede que ahí se aloje la personalidad, la vida, el placer, el dolor, el poder o no poder, el sentir. Todo.

Pero volviendo a lo que importa, ¿de verdad se puede vivir con cerebro y sin cáscara? Como decía, lo eliges. Lo mismo que eliges no anestesiarte, no acostumbrarte al dolor. Pienso que la única manera de “hacer algo” “aquí” es acompañar, reconocer y unirse a otras personas.

¿El infierno son los demás? Meh, depende de lo que te importe el juicio ajeno. Si está dentro de tus preocupaciones primordiales, supongo que lo será.
¿El infierno es el dolor? En absoluto. Aunque mantenerse en equilibrio puede ser agotador.
El infierno, tal y como yo lo temo al menos, es lo que nos separa. El infierno es la ausencia, la cáscara de la nuez. Es la coraza.

“Crack”.

Autor: Reyes

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Reyes

4 comentarios en “Los mil y uno ‘cracks’”

  1. Hola Reyes, lo leí esta mañana temprano que es cuando tengo un rato, al llegar a la oficina con un café en la mano antes de empezar la jornada. Es un momento que me doy para volver a entrar en el mundo. No he podido hasta ahora escribir porque la cantidad de pensamientos, sentimientos, dudas, recuerdos, miedos, pretensiones y empeños que ha provocado no me dejan decir nada. Me veo solo ante la pantalla ahora también y lo único que se me ocurre es. UFFF.
    Y que me alegro de ese CRACK final 🙂

  2. Muchas gracias, Nacho.
    Dudé antes de mandarlo porque más que un relato son sucesos narrados… pero con la imagen fue lo que vi.
    Me maravilla la conexión que tenemos siempre, en serio, “hola con la vida?” jajajjaja
    Un beso grande.

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