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Su cutis era tan terso como el mármol recién pulido. Sus ojos de halcón, en busca de su próxima presa. Su cabello, labios y vestido ceñido al cuerpo eran del mismo rojo intenso que desviaba la atención de todos los hombres. Su caminar era propio de aquella que sabe que tiene el poder de controlar al hombre que desee. Cansada de dominar con facilidad, saboreaba el reto frente a ella.
Ohm, el sacerdote, ocultaba bajo la sotana un misterio que ella planeaba resolver en la noche más oscura. El cura era alto, de manos amplias con dedos gruesos. La ausencia de cabello hacía que ella se fijara en los ojos y la piel. Los ojos de color aceituna, atractivos y cálidos, con brillo y profundidad. La piel de un caramelo derretido por el sol. La combinación le daba un aire exótico y familiar al mismo tiempo.
Una vez la misa había terminado y los fieles estaban en sus casas, ella se acercó hasta donde él estaba y le susurró que quería hablar en privado. Sin hacer preguntas, la condujo a la sacristía, detrás del altar. Una vez solos él le preguntó su nombre y de la boca de la ramera salió una mentira.
— María. Perdóneme, padre, porque he pecado. — dijo con una sonrisa pícara.
— Conozco tu voz. He oído de ti, hija mía.
Sorprendida por la inesperada afirmación, la mujer se quedó en silencio. La rasposa voz de Ohm era grave y fuerte, pero en ella había una amabilidad que se podía palpar. Cada palabra del padre era dicha con una entonación dedicada. El español que hablaba tenía un acento extranjero; de seguro era de algún país al otro lado del Atlántico. Las erres eran audibles; las pes, fuertes; las eses la confundieron, pues una vez le pareció oír el “ejque” madrileño. Esa voz penetraba en sus oídos, haciéndole erizar su piel.
El sacerdote continuó:
— Creo que todo el que quiere la salvación la tendrá. No importa su pasado. Si te arrepientes de tus pecados y aceptas a Dios en tu corazón, serás salvada. Debes decirme tu pecado y arrepentirte de él. Estoy seguro de que no volverás a pecar.
El calor de las palabras del sacerdote entró en el cuerpo de la mujer. Sentada junto al padre subió un poco su vestido y sujetó su muslo, porque era lo único entre su deseo y la silla.
— Disculpe, sus palabras me han prendido. — Dijo la mujer.
— Puedo sentir el fuego en ti, hija mía.
Los ojos. Esos malditos ojos. Las puertas del alma. Quedó perdida en ellos. La mano de Ohm tocó su mejilla y ella no pudo evitar cerrar los suyos. Un gemido suave se le escapó y él retiró su mano de inmediato. Tenía al oso a punto de pisar la trampa y retrocedió.
— Lo siento. — Dijo la mujer, a punto de salir corriendo.
No se suponía que sería de esta manera. Pero algo la había atraído a esta iglesia. Volvió para ver al cura, pero la primera vez que llegó no supo por qué. Esa tarde las invitaciones de sus amantes habían llegado como de costumbre, pero no tuvo ganas. Quiso darse un tiempo y salir a caminar.
Usó a sus amantes para tratar de olvidar la iglesia. Pero no lo lograba. Su deseo era más fuerte entre más asistía. Había probado en otras y no era lo mismo. Deseaba ver y oír a ese hombre.
— ¿Quieres dejar de pecar? — preguntó el sacerdote.
— No estoy segura. Si el pecado se siente así, quisiera pecar con usted.
— No. Para dejar de pecar, debes tener el valor de decir tus pecados. Dios te perdonará. Adelante. Dime tus pecados.
Apretó sus labios tratando de resistir las ganas de subirle la sotana y saltar sobre él. Pero aquellos malditos ojos le impedían moverse. Contra su voluntad, la mujer empezó a hablar con honestidad.
En su niñez su fuego era castaño y el único que le demostró pasión fue el novio de su madre. Cuando sus senos crecieron, notó lo fáciles y predecibles que eran los hombres. Antes de que se diera cuenta era una experta en controlarlos y mucho después se convirtió en esclava de sus propios deseos. A pesar de todo, no se consideraba una prostituta. Con frecuencia rechazaba los hombres que le resultaban asquerosos y colocaba altas sumas de dinero en sus requisitos. Pero el dinero no era importante, no tenía significado para ella. Sólo necesitaba un hombre por día. Hasta que su deseo reencarnara a la mañana siguiente. Era aleatoria, un misterio.
Siempre cambiaba su nombre. No daba apellidos. A veces repetía los que eran buenos amantes. Primero los hacía rogar y luego ella los obligaba a volver.
Tenía apetitos cambiantes. Tuvo una temporada de médicos, otra de policías y en medio de esas dos una de hombres casados. Se enteró de haber provocado tres divorcios, pero ahora estaba segura de que podían haber sido más.
A medida que hablaba de todo esto, unas silenciosas lágrimas bañaban su mármol. En cambio, el sacerdote se revolvía en su asiento. Tenía la cara limpia, rasurada. La mujer intuyó debilidad y cambió su tono con sutileza.
— El sacerdote. Otro, usted no. Siempre me miraba. Me gustaba saber que me miraba. Un día se lo dije y nos quedamos tarde en la noche. Así como estamos usted y yo ahora. Le pedí que me bendijera, le dije que lo deseaba y él me tomó. Me excitó cuando el eco de la iglesia gritaba mi nombre. Aquel hombre me hizo sentir más importante que nadie. Más importante que Dios. Porque había roto su promesa por mí. Eso me hizo sentir especial. Amada.
— ¿Quieres que rompa mi promesa de celibato por ti?
La expresión de Ohm era fría. Ella asintió sonrojada. Él continuó:
— De seguro aquel sacerdote ya no era célibe.
— ¿Y usted?
— Yo siempre lo seré.
Nunca se había acostumbrado al rechazo. Le dolía en la sangre. La enviaba a un frenesí de inseguridad. La transformaba en la niña ingenua que siempre había sido.
La tibia mano del sacerdote la consoló. Las luces de la iglesia se apagaron, como si fuera una señal divina. En la oscuridad y el silencio, la mano que la sujetaba la guio fuera.
La Luna brillaba en su más espléndida intensidad sobre la ciudad dormida. Ella supo que habían tomado la salida trasera, la más discreta, la menos concurrida. Puso sus manos en el pecho del hombre que no la soltaba. La luz de la luna no apagaba su verde terroso. Manchó su labial en él. El sacerdote le correspondió. Se alegró de sentir unos pectorales bien formados. Tomó la iniciativa, con calma, tratando de mantener el mismo fervor del célibe, que apenas se movía. Lo acarició y lo besó, con calma, con furia, con deseo, con suavidad. Con locura.
Él la detuvo sin aviso. Las manos, ahora frías en los hombros de la mujer, le impedían a ella sentir el calor del cuerpo. La desdichada se quedó sin poder articular palabra.
El sacerdote empezó a llorar. Ella no entendía lo que había hecho mal, pero él le hablaba con voz tierna y quebrada.
— ¡Pobre niña! ¡No es tu culpa! Has cometido muchos pecados, pero pueden ser limpiados. Tu pasado, tu presente, tu futuro. Veo salvación en ti. Pero debes creer.
La mujer quedó fría, pensativa. El cura le explicó que ella se atragantaba de sexo por deporte porque lo que necesitaba era afecto y amor.
Si fuera así… Dios entendería eso. Dios entendería el sufrimiento de alguien que se ha vuelto un agujero por pura necesidad, por la desgracia de la ausencia de amor. Que duele tanto que uno se ciega y busca amor en todas partes… hasta donde no lo hay. Hasta con el cuerpo y el tiempo que dura la cercanía del acto sexual. Pero una vez acababa volvía a sentirse vacía.
El sacerdote continuó:
— ¿Quieres obtener la salvación? ¿Quieres ser pura?
La mujer dudó. De su corazón salía una voz que nunca había oído antes, una voz que le gritaba “Sí”. El sacerdote repitió la pregunta:
— ¿Quieres obtener la salvación? ¿Quieres ser pura? Debes decirlo desde tu corazón, con tu boca.
— Sí. — dijo en voz baja la mujer.
Sus rodillas empiezan a fallar debido al enorme peso en sus hombros.
— Debes estar convencida.
— Sí. — Repitió la mujer. — Sí.
— ¿Quieres dejar de pecar?
La mujer cayó de rodillas ante él.
— Sí. Quiero dejar de pecar. — dijo confundida.
Ella lloraba sin poder detenerse. Gritaba de asombro y de dolor.
Recuerda su niñez, y su adultez, y llora. Se lamenta no haber tenido una mejor vida. Piensa que fue horrible tratar de seducir al buen hombre frente a ella. De repente el enorme peso en sus hombros desaparece y se siente libre, renovada, renacida. Sus manos tocan el suelo frío y tiembla.
— Ahora eres pura. Vete y no peques más.
Ella se sacude, intenta decir algo, pero falla. Ohm lo nota y le pregunta:
— ¿Qué pasa?
Las palabras del padre la hieren. No quiere decepcionarlo, pero tampoco quiere hacerle saber que su deseo por él late más fuerte que nunca. Planeó irse y volver otro día para terminar su cometido. Se dice a sí misma que no puede abandonar su rojo. Entre sollozos responde:
— ¿Usted… cree… que no volveré a pecar?
Su cara estaba en el suelo. Sin fuerzas. Sujeta la mano que se extiende para ayudarla y, poco a poco, se va irguiendo hasta mirar a los ojos al padre. Ohm rodea su cabeza con las manos. Las palmas del hombre parecen una trampa para osos.
— Estoy seguro de que no volverás a pecar — dijo el sacerdote.
Sus pies abandonaron el suelo. Se llenó de paz. Las palabras del cura la purificaron. Ella quería ser salvada, ella quería creer en él. No vio los ojos sedientos de muerte, ni sintió su cráneo quebrarse.
El cura sonrió, con la sotana manchada de rojo. Dios le había permitido salvar otra alma de este pecaminoso mundo.

Autor: Alex Pallares

Un especial agradecimiento a Reyes, por toda su ayuda.

Sobre el autor

Alex Pallares

4 comentarios en “Rojo”

  1. Cuando el radicalismo es la solución, no puede terminar bien la cosa. Qué lastima que tantas veces los “hombres santos” maten en nombre de su dios, desde los templarios a los talibanes pasando por los sacerdotes mayas. Tantos muertos ¿verdad?. Un buen relato bien contado y bien acabado. Gracias por participar Alex.

  2. Alex, gracias a ti por la confianza y por dejarme leer el relato antes de subirlo aquí… Me gusta muchísimo cómo quedó y el mensaje de fondo que tiene. Cura loco asesino…

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