Di que te gusta
Tiempo de lectura:4 Minutos, 12 Segundos

Sus pasos resuenan imperativos en los pasillos de la biblioteca. Su presencia implica orden y su mirada sentencia silencio. Los estantes de vieja madera de roble que atesoran el saber son testigos de su implacable guardia. Vive en y para la biblioteca.

Todo comenzó años atrás, muchos años atrás cuando acudía con su madre a limpiar. La primera vez que entró le pareció un templo, un lugar sagrado, se sintió sobrepasada por el silencio, por la luz que desde los ventanales acariciaba el aire pintándolo de pequeños puntos luminosos, por el olor, el inquietante olor a vejez y conocimiento. Esa sensación continua todavía en ella como un dibujo eterno que se tatuó en la niñez. En las mesas los visitantes estudian, conversan en voz baja, discuten y divagan; en el ágora se celebran interminables sesiones de erudita deserción sobre temas prohibidos; en los estantes se acumula el saber de antiguos fantasmas que dejaron su impronta encuadernada para la posteridad. La biblioteca.

Y a ella todo se le escapa. Nunca pudo comprender ni retener nada, su cerebro no funciona como el de los demás. Las palabras escritas, las letras, la ortografía o la misma caligrafía están fuera de su alcance. Nunca aprendió a escribir o leer, su mente lo rechaza cómo nuestro cuerpo un alimento descompuesto. Se acerca a la gente para escuchar con intención de aprender, vive para los libros, ansía descubrir su interior, pero cuando los abre solo ve marcas sin sentido. En un mundo que se rige por la escritura ella es una apestada. La llaman la bibliotecaria, a ella le gusta pensar que lo es, pero no, imposible serlo sin distinguir los títulos, sin conocer a los autores o saber del año o la editorial. El cuidado de los libros, su orden y clasificación está destinado a otros. Imposible. Es tan solo un fantasma que dilapida sus años entre libros que no la quieren y que ella no puede dominar.

Duerme en un cuarto del edificio, controla el acceso y limpia como su madre lo hizo y le enseñó. Su herencia. ¿Qué otra cosa podría dejarle? un camastro y un trabajo. Suficiente. La buena mujer murió tranquila sabiendo que, a pesar de su discapacidad, dejaba a su hija en lugar seguro, fuera del alcance de los lobos en el santuario de los libros que tanto amaba. Nunca entendió el porqué de esa pasión de la niña, nadie lo entiende. Pero para ella el olor de la tinta y el papel, el viejo perfume que desprenden las hojas al pasarlas es bálsamo de paz y tranquilidad, es estar en casa. Sin embargo las sombras están ahí. Dualidad. Dolor. Resentimiento. Ansiedad. Desde que murió su madre busca desesperada algún que otro trovador que la lleve al mundo de los sueños. Su madre leía en voz alta y ella disfrutaba del contenido de cada libro. Lo echó enormemente de menos cuando murió. Fue una doble perdida, su madre y los mundos ocultos que ella le descubría. Anhelaba las noches en que, tras cerrar la biblioteca al público, recorrían ambas los estantes y su madre le leía los nombres de los pasillos por los que andaban; Ciencia; Novela; Poesía; Economía; Ensayo; Matemáticas; Teatro; nombres que despertaban su interés de niña pequeña, ventanas opacas a lo desconocido. Elegía un libro, se sentaban bajo una de las lámparas verdes que vomitaba luz en las blancas páginas y empezaban juntas un nuevo viaje. Lo sigue haciendo, sola, perdida. Recorre las estanterías sin saber qué elegir, toma un libro cualquiera, lo abre y llora. Piensa, loca ella, que en algún momento mágico las pequeñas manchas negras se harán comprensibles y le contarán las historias que el fantasma de su madre se niega a leerle. Ya es adulta, quizás hasta vieja, aunque eso solo se ve desde fuera. Ha pasado su vida en la biblioteca, ha consumido su juventud y su madurez se quema entre los tozudos libros. Ha intentado aprender a leer, pero su cerebro no procesa lo que sus ojos ven. Su necesidad sobrevive de las lecturas públicas que algunas veces se hacen en el aniversario de algún autor, pocas, cada vez menos. Desiste.

La pequeña mancha apareció un día, extendió su mapa en la piel y se reveló como un hijo malcriado. El médico no tuvo siquiera el ánimo de regañarla por no haber acudido antes, total estaba condenada. Semanas, tal vez un mes, no mas. Al atardecer cerró las puertas de la biblioteca cómo cada día, preparó su infusión de hierbabuena como siempre, caminó entre pasillos cómo cada tarde, tomó un libro sin esperanza cómo solía hacer y en su lugar puso una vela ardiendo que pronto empezó a expandirse y a consumir el papel; el fuego se hizo dios revelando letras doradas y creando alas en las encuadernaciones, pájaros flamígeros que se retorcían y volaban desmembrados empezaron a cubrir el cielo, el aire se llenó de volutas de humo y ella se sentó con su libro abierto para disfrutar de su olor a viejo como nunca.

Autor: Ignacio Chavarría

Sobre el autor

Ignacio Chavarria

8 comentarios en “La bibliotecaria”

  1. He sentido una bofetada de compasión inmensa por esta bibliotecaria, desde el principio y acompañándome luego en todo el relato. Me conmueve muchísimo la particular forma de amar a los libros, incondicionalmente (aunque ellos no la quieren a ella); amarlos o necesitarlos de forma primaria y sensorial, aún sin entenderlos, nutriéndose por otros canales.

    Lo encuentro un relato precioso, muy triste. Una perla oscura.

      1. Bueno me lo has vendido muy mal, nada de eso que me cuentas me llama la atención estos días. Pero bueno, debo conseguirlo en físico si quiero leerlo bien, trabajo frente a una pantalla que quiero algo diferente para leer.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *