Di que te gusta
Tiempo de lectura:17 Minutos, 35 Segundos

Al fin llegó el día en el que completé mis ahorros para comprar el perfume perfecto para mí. Leí todas las reseñas de perfumes que encontré en internet, pues quería uno que me identificase del resto, que no fuera común, pero tampoco inaccesible y finalmente lo encontré. Con toques cítricos y frescos para este clima caliente y espeso del caribe, capaz de hacer que las mujeres que caminen a mi lado volteen la mirada o que los compañeros de mi trabajo al yo pasar y dejar la estela de mi aroma supiesen de inmediato, solo por el olor, que yo estoy ahí.
Tenía el dinero en mi cuenta bancaria y entré en una página web de compras conocida, de confianza. Busqué mi artículo en mis productos favoritos, pues lo había identificado y fichado meses atrás. Hice clic en el gran botón azul de comprar y copié los datos de mi tarjeta de débito en la ficha. La compra se procesó correctamente y a los pocos minutos me llegó un mensaje a mi celular de que ya se estaba preparando el envío de mi producto.
Caminé hasta mi nevera, deseoso de encontrar una cerveza para celebrar mi triunfo. Cuando abrí la puerta me di cuenta de que mi frigorífico no difería mucho de una fuente pública: solamente había agua y la luz del bombillo. Son esos momentos de extrañeza, donde la mente jura que los días anteriores había comida, ¡había cerveza! No teniendo más que hacer, fui a mi ropero para cambiar mis ropas de calle y comprar algo de comer. Mi armario estaba no tan vacío como mi nevera, pero sí lleno de cosas paupérrimas y viejas, ropa desgastada que no sería bueno usar en la calle a menos que se quisiera ser confundido con un indigente.
No tenía ropa. Tampoco comida. Mi sueldo se había acabado días antes y la llegada del próximo parecía muy lejana para mi estómago. No viendo de otra y ante la necesidad imperiosa, me vi obligado a cancelar de inmediato mi compra, solicitar un reembolso y abastecerme de lo necesario.
“Su dinero será devuelto a su tarjeta, el tiempo mínimo de espera son treinta días”
Sentí una tremenda angustia. No podía esperar tanto, necesitaba mi dinero. Busqué la dirección de la tienda y encontré que tenían una sede cerca de donde vivía. Apurándome, pues el tiempo apremia, tomé lo menos malo de entre todo lo malo que tenía en mi closet y salí en dirección al lugar.
Quedaba en un veinteavo piso, en un edificio viejo, con ascensorista. Subí por el ascensor que traqueteaba con cada piso y cuando llegué a mi destino sonó el típico timbre. Era una única oficina blanca, tanto el piso como el techo, las paredes y el muestrario donde había una sola secretaria. No había nadie, ni siquiera sillas. Caminé hasta ella.
—Buenas tardes—saludé yo.
La mujer que tecleaba en una computadora de las caras solo se limitó a alzar la vista con aire de fastidio.
—Diga.
—Señorita, tengo un inconveniente con un reembolso. Cancelé una compra y la página me dijo que mínimo treinta días de espera.
—Así es, todos nuestros reembolsos son en treinta días—y siguió tecleando.
—Es que ahí está mi problema. Verá, tengo una necesidad imperiosa y necesito mi dinero ahora mismo. La compra la realicé y cancelé casi en el mismo momento.
—¿Imperiosa? —dijo extrañada—si tiene una queja o reclamo deposítelo en el buzón de quejas y reclamos en nuestra página web.
—Imperiosa, quiero decir, de extrema urgencia.
—Bueno, como le dije, si quiere puede exponer su caso en nuestra página web, en el buzón de quejas y reclamos. Ahí le atenderemos lo más pronto posible.
—¿Y eso es cuanto, exactamente, en tiempo?
Su cara de fastidio se remarcó mucho más. —Pues no sabría decirle, a veces son tres o cuatro…
—¿Horas?
—Días.
Al ver que no obtendría mayor cosa de aquella mujer, decidí hacer lo que me recomendaba. Ya prestaría algo de dinero a mis padres para poder sobrevivir.
Al llegar a mi pequeño departamento lo primero que hice fue abrir mi computadora y entrar a la página web. El formulario que se desplegó frente a mí era insufrible: primer nombre, segundo nombre, primer apellido, segundo apellido, tipo de identificación, número de identificación, teléfono fijo, teléfono móvil, correo electrónico, dirección, código postal…
Fui rellenando, intentando mantener la paciencia hasta por fin llegar a un pequeño rectángulo donde me permitía exponer mi caso. Intenté explicar lo mejor posible, pero en un momento dado no pude seguir escribiendo debido a que solo se permitía un número limitado de caracteres. Tuve que volver a empezar intentando ser lo más conciso posible y aun así no fue suficiente. Finalmente, luego de intentos fallidos, tuve que escribir un caso mutilado donde si se me hubiese permitido sería más claro y conciso, pero al parecer leer mucho no es del gusto de quien recibe. Envié todo y me dispuse a esperar.
Por suerte mis padres me prestaron algo para sobrevivir, no mucho, pero sí suficiente. Compré comida y algo de ropa. Al día siguiente volví a mi trabajo de sol a sol como redactor en una revista. Mi trabajo era sencillo, escribir, corregir y volver a escribir. Cuando terminó la jornada, mis compañeros me invitaron una cerveza, pero desistí viendo que podría descuadrar mis cuentas. Regresé a mi departamento a cenar y quizás ver una película antes de dormir.
Debía de ser el cuarto o quinto día desde que había llenado el formulario, cuando recibí un correo electrónico. Me había olvidado un poco del asunto, metiéndome en mi trabajo y la rutina del día a día, así que me sorprendí gratamente, pues significaba el posible regreso de mi dinero.
“Señor… le informamos que en relación con su caso hemos decidido devolver el dinero diez días hábiles después del recibo de este correo. Que tenga feliz día”
Me desilusioné al saber que aún tendría que esperar para tener devuelta mi dinero, pero al menos no serían los treinta días del comienzo.
Las cuentas empezaban a llegar y el dinero escasear. Desde hacía días venía contemplando la posibilidad de renunciar a mi empleo y poner en práctica el título de abogado, pero por lo que veía en el periódico y las noticias, el trabajo estaba escaso y dejar mi empleo para emprender en solitario sería una decisión que podría poner en riesgo lo poco que había ganado y la independencia de mis padres que había logrado apenas un año atrás. Como pude me rebusqué en páginas web como traductor del inglés al español y así ganaba algo extra. Desde pequeño sufrí de ansiedad, por lo que viendo la situación tan apretada económicamente en la que me encontraba, tuve que recurrir nuevamente a los ansiolíticos para poder sobrellevar los días, pero mi rendimiento laboral se vio afectado.
Pasaron los días. Mis padres al verme tan ansioso aconsejaron que me fuese a vivir junto a ellos nuevamente, hasta que la situación cambiara, pero no quería regresar al nido ya una vez fuera, lo sentía como un retroceso y no quería caer, no tan rápido. A los diez días, tal como lo indicó el correo electrónico, revisé mi balance bancario y para mi desilusión encontré que el dinero aún no había sido devuelto.
No queriendo volver a ir a enfrentarme a la indiferente secretaria, busqué un número telefónico para que alguien atendiese mi problema. Lo difícil no fue encontrarlo, sino los casi veinte minutos de espera detrás de la línea, únicamente acompañado por una música de ascensor que con el paso de los minutos se volvía más y más insoportable.
—Buenas tardes, hablas con Angélica, ¿en qué te puedo ayudar? —reconocí de inmediato el acento del interior del país, un acento chillón acompañado de una amabilidad practicada de guion.
—Hola, como te va, hablas con… Tengo un problema con un desembolso de una compra, envié mi caso hace unas semanas y me dijeron que en diez días hábiles me lo harían. Ya pasó el límite de tiempo y en mi cuenta aún no se refleja. ¿Podrías ayudarme?
—Indíqueme su nombre, cédula y número de teléfono—respondí a sus preguntas—deme un momento para validar sus datos.
La mujer volvió a arrojarme a la sala de espera con la musiquita insoportable. Apareció a los cinco minutos.
—Señor… Le informamos que el desembolso por la compra ya fue devuelto a su tarjeta finalizada en… Le recomendamos que verifique.
—Ya verifiqué y no hay nada.
—¿No hay nada? Bueno, entonces mándeme el extracto bancario de este último mes para comprobar.
—Deme un momento.
—No podemos esperar en la línea. Por favor envíelos a este número y ahí será atendido por chat. Gracias.
Colgó.
No pude evitar mosquearme ante la actitud de la chica. ¿Ella no podía esperar unos minutos y yo tuve que esperar casi una hora? Abrí mi portal web bancario y logré expedir mis extractos. Escribí al número que me había dado y mandé las fotografías.
—Nombre, cédula y correo electrónico—me respondió el chat.
—Soy… Estaba en llamada hace unos minutos con la asesora Angélica, me solicitó este extracto para ayudarme con un desembolso.
—Nombre, cédula y correo electrónico.
Ya molesto escribí lo que me pedían.
—Señor… Me confirma el sistema que la devolución ya se realizó. Verifique con su entidad bancaria. Le adjunto un certificado de devolución.
No me contestaron más.
Decidido a obtener mi dinero ese mismo día, me comuniqué con mi banco. Igual que la línea anterior, tuve que esperar eternidades para que alguien me contestara, bombardeado por publicidad del banco, créditos, cdts y más. Finalmente, una asesora, con el mismo tono de Angélica, me atendió. Expuse mi caso lo mejor y más rápido que pude.
—Señor… Necesito que me conteste unas preguntas para verificar su identidad.
—Pero ya le di mi cédula, mi número, mi nombre, soy yo, ¿qué más necesita?
—Por seguridad.
La asesora me hizo preguntas sobre créditos que no eran míos, me preguntó por planes móviles en fechas que ya no recordaba. Con dudas respondí lo que creí saber hasta que finalmente terminó el cuestionario.
—Señor… En el sistema no figura ningún reembolso a nombre de quien nos dice. Si desea puede enviar su solicitud a nuestro correo electrónico y ahí analizaremos su caso.
—Me expidieron un certificado de devolución. Si quiere se lo envío a algún número móvil para que así sea más rápido. Necesito mi dinero.
—Me temo que no es posible, señor. Como le digo, si desea, adjunte dicho certificado al correo electrónico y ahí recibirá respuesta. ¿Hay algo más con lo que pueda asesorarlo?
—No.
—Gracias por comunicarse con nosotros. Por favor, escuche una pequeña encuesta sobre la satisfacción de su llamada. Que tenga buena tarde.
Colgué. No estaba de humor para pequeñas encuestas.
Hice lo que me pidió y redacté un correo electrónico. Adjunté toda la información que tenía, fotos del chat con la asesora de la tienda web y el certificado. Lo envié esperando que me contestaran lo más pronto posible.
Empezaron a recortar personal en la revista donde trabajaba. Tanto mis compañeros y yo pendíamos de un hilo y la zozobra se sentía por toda la oficina. Poco a poco los ansiolíticos se volvieron algo fundamental del día a día. La vida empezó a volverse borrosa, onírica, todo era absurdo, sin sentido. Por las deudas tuve que recortar gastos: gimnasio, salidas, citas, poco a poco me volví alguien más sedentario, pasaba las noches comiendo y viendo la televisión, buscando algo bueno en las miles y miles de series y películas, pero simplemente parecía que todo era basura, que nada entretenía, miles de opciones y nada para ver.
Nunca recibí respuesta del correo que envié.
Desesperado por tener mi dinero, en especial en aquellos tiempos de crisis, volví a contactarme con la tienda y el banco respectivamente. Ninguno me dio solución a mi problema y cada uno se echaba la pelota al otro. “Si pagamos, no pagaron” eran las respuestas que me daban. Incluso, la tienda solicitó que llamase al proveedor de mi tarjeta débito.
—Aquí solo hacemos bloqueos de emergencia, señor, no manejamos dineros—me respondió el asesor. Tiré el teléfono de rabia.
¿Cómo era posible que mi dinero se perdiese, se esfumase en mis narices y supuestamente, en las narices de la tienda y el banco? No era mucho dinero, era algo ínfimo para ellos, quitarle un pelo a un gato, para mí, la comida de un mes más. Los días siguieron pasando y cada vez, como un adicto, revisaba mi cuenta bancaria cuando podía, se convirtió en algo obsesivo: entrar, ver, enojarse. Entrar, ver, enojarse. Y así. Cansado de la situación, decidí recurrir a las autoridades legales competentes: las superintendencias.
Cuando abrí la página web, el formulario que se desplegó ante mí era diez veces más largo que el primero que realicé en el buzón de quejas y reclamos de la tienda web. Preguntas que no llevaban al caso, cosas sobre el monto, la renta, cosas sin sentido y que no agregaban algo a la búsqueda de una solución. Finalmente, pude terminarlo y enviarlo con todo el material probatorio que tenía, todo lo que me diera la razón en algo evidente.
Poco a poco la ciudad se fue llenando de personas sin trabajo. La delincuencia creció, robos violentos y asesinatos manchaban de sangre los titulares de las noticias. La gente parecía cada vez más loca, más ausente. Veías a los cientos de personas yendo y viniendo como hormigas, embrutecidos en sus pantallas y zombis con la música en los buses. El dinero escaseaba al igual que la seguridad y la felicidad. Mi ansiedad se disparó todavía más, al punto que los ansiolíticos ya no funcionaban. Me inscribí a programas del gobierno y tuve que mentir para que me pudiesen aceptar en algunos, pues, tenías que ser alguien en la ruina o si no no eras admitido. Que trabajase como un burro y apenas tuviese para comer no era algo muy distinto a la ruina en mi opinión, pero no bastaba, tenías que no tener nada. Páginas y páginas de términos y condiciones, de formularios, de requerimientos. Eras fichado y encapsulado en unos números, en un estado civil, en un barrio, en un estrato. Millones como tú, otros más parte del sistema.
Una noche, cansado y queriendo despejarme, tomar un trago o comer algo distinto, cuando quise salir me di cuenta de que no tenía nada de plata conmigo. Mi rabia se enfocó en la fuente de dinero más próxima: el reembolso de mi perfume. Salí como pude a las oficinas de la superintendencia para llevar el asunto personalmente y esperando que con mi presencia todo se movilizara más rápido.
A pesar de la hora aún había gente esperando. El guarda no me permitió pasar porque ya estaban cerrando. Le insistí y le insistí, pero el tipo fue inflexible, duro, frío. Me ordenó que me fuera y que viniese al otro día temprano. No tuve más remedio que guardar mi odio y frustración por dentro. Caminé amargado a mi departamento sin ver por donde me metía. Sin quererlo llegué a un barrio peligroso, de esos que tienen fronteras imaginarias y cualquiera que entre sin permiso puede salir mal parado. Cuando caí en cuenta y aceleré mis pasos, observé al otro lado de la acera que alguien venía siguiéndome. No quise verlo directamente para no llamar su atención y seguí a buen ritmo. El tipo no desistía y vi sus intenciones de cruzar hacia mi lado, por lo que empecé a correr. Corrí y corrí hasta donde mis pocas fuerzas me lo permitieron.
Llegué jadeando a una pequeña estación de policía.
—¡Ayuda, por favor! ¡Me persiguen!
El policía que estaba de turno salió a mi encuentro. Me hice a su espalda. El hombre que me perseguía al ver al policía se fue corriendo en dirección contraria.
—¿No va a perseguirlo? —le pregunté.
—No. Esa lacra ya la conozco, luego será.
—¡Pero me quería robar!
—No hay pruebas de eso, señor. Cálmese.
El policía me esperó hasta que conseguí un taxi.
—¿A dónde vamos? —me preguntó el taxista. Cuando dije mi dirección dijo con desparpajo: —Serán 25 mil pesos.
—Pero es aquí cerca, además siempre me cobran diez mil pesos menos.
—Es la tarifa, jefe. Además, mire la hora y el barrio.
—Señor, ando algo escaso de dinero. ¿No podría ser tan amable de llevarme por los quince?
—¿Y es que yo trabajo por caridad? Esa es la tarifa, cójala o lárguese.
Tuve que aceptar ante mi precaria situación. Llegué a mi departamento echando chispas. Estaba furioso, me temblaban las manos y el pulso. Golpeé paredes y tiré pequeñas cosas al suelo. Me sentía terrible, atrapado, sin salida. Odiaba que me tratasen así, odiaba a la gente, odiaba a todo el mundo. Fantaseé con tener una ametralladora y asesinar en masa. Matar a todos los bastardos, los groseros y los inútiles de toda la maldita ciudad. Estaba cansado de comer lo mismo, de ver lo mismo, de trabajar por lo mismo.
Los meses fueron pasando. Perdí mi trabajo y tuve que aceptar la oferta de mis padres. Mi ánimo cayó por los suelos y caí en la depresión nuevamente. Ideas de suicidio y de muerte rondaban mis noches.
—Eso está dando, mijo—me decía mi madre. —a la hija de la vecina la internaron en el loquero por lo mismo.
De ahí en adelante no volví a mencionar como me sentía.
Sin embargo, la espina de mi dinero perdido seguía ahí. Podría ser una pequeñez, pero era lo que representaba, lo correcto, lo que era mío por derecho y no dejaría que se perdiese así como así. Para mí era importante, ya no tanto el dinero, sino que se hiciera lo correcto, justicia. Decidí entonces hacer un último intento y acercarme a las oficinas de la superintendencia a ver si habían visto mi caso. Llegué temprano y aun así había fila. Nos dieron a cada uno un turno. La pantalla con números rojos muertos iba avanzando a paso de tortuga. Tenía diez personas por delante de mí y se sintieron como cien. El aire acondicionado del lugar era pésimo y las pocas sillas que había eran incómodas. Pensé en desistir y largarme de ahí, intenté convencerme de que no valía la pena tanto por tan poco.
—Siguiente— oí que llamaban. Salí de mi ensimismamiento para darme cuenta de que me tocaba. Salté como resorte y camine hasta el cubículo asignado.
—Buenos días—saludé.
—Buenas—respondió la secretaria, con ojos cansados y mascando chicle como vaca.
Le expliqué mi situación. Expliqué todo lo que había hecho, los formularios, las llamadas, le mostré fotos en mi celular, de los chats, del extracto bancario, de los correos electrónicos y las múltiples solicitudes. La mujer me miraba con aburrimiento, viendo su celular a cada tanto, mascando chicle como una vaca.
—Señor, me temo que su caso fue remitido al departamento legal, pero debido a que se acerca el fin de año, los juzgados están cerrados. Tendrá que esperar hasta el próximo año.
—Pero señorita, han pasado meses. Nadie me dijo nada, nunca obtuve respuesta. ¿No puede ayudarme?
—Me temo que no, señor. Pero haremos todo lo posible por darle una respuesta.
—Siempre dicen eso y nunca lo hacen—respondí con rabia.
—No podemos hacer más, señor. ¿Puedo ayudarlo con otra cosa?
Tuve suficiente. Estaba tan cargado que exploté. Tomé el vasito con lapiceros sobre el escritorio de la bruja esa y los lancé contra la pared. Grité como un loco embravecido. Pataleé y arrasé con todo lo que estuviese en mi alcance.
—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Son todos unos hijos de la gran puta!
Vociferé obscenidades que ni yo mismo conocía. Me resistí a los guardias que se abalanzaron sobre mí. Golpeé a uno con los puños, pero me sometieron con sus cachiporras. Fui reducido como un perro. Mientras me llevaban hecho una furia, observe como las otras personas no hacían absolutamente nada. Me veían con extrañeza, con vergüenza, con frialdad. Eran simples borregos, zombis inútiles sin voluntad.
Llamaron a una patrulla de policía y fui llevado a una estación cercana. Tomaron mis datos, mis huellas, me tomaron fotos y me metieron en una carpeta. Me echaron a una jaula con otros. Mis nuevos compañeros eran animales con forma humana. Me observaron, me olieron como perros. Olían mi miedo. Grité por ayuda, pero nadie acudió a mi rescate. Resistí como pude a los intentos de aquellos sujetos de robarme mi ropa y dejarme desnudo para quien sabe que más atrocidades. Fui golpeado innumerables veces, escupido e incluso orinado. A la mañana siguiente llamaron a mis padres. Debido a mis antecedentes me internaron nuevamente en un psiquiátrico.
Techo blanco, paredes blancas, batas blancas. Procesado, fichado y observado como otros, locos. Sedado hasta el punto de no saber el día, quién soy. Queriendo llorar, pero sin poder. Castrado mentalmente, sumiso.
Haciendo filas para los medicamentos. Haciendo filas para comer. Despertando y durmiendo a la misma hora. Viendo el minutero corriendo en el comedor. Con cada minuto que pasa mi vida se diluye. Con cada suspiro.

Autor: Tomás Cárdenas

Sobre el autor

Thomasius_2000

3 comentarios en “El sistema”

  1. Tomás, qué alegría leerte aquí!
    Sí, es verdad que recuerda a esa locura de Astérix de: “el formulario color rosa!!”, pero buf, recargado de angustia. Pobrecito el hombre, qué pesadilla…
    Un abrazo, está muy bello escrito en la forma, gracias por compartirlo aquí!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *