¡Que frio!

Di que te gusta
Tiempo de lectura:6 Minutos, 23 Segundos

Amanecía, una vez más, en aquella tierra grisácea siempre cubierta por un techo de densas nubes henchidas de nostalgia. La ausencia del sol deprime el alma y aunque su recuerdo puede evocar cierta alegría, este era tan lejano que Eduardo había olvidado el sentido de su belleza. De la misma manera, puede que no se tratara de una casualidad, no era capaz de evocarse a si mismo con energía y vigor, pues hacía demasiado tiempo que su cuerpo era pesado e indisciplinado, siempre acumulando males y abrazando cada día más el estatismo propio de una roca. No se explicaba cómo era capaz de levantarse de su cama todas las mañanas y dirigirse hasta un trabajo que, al final de la jornada, lo dejaría dolorido y con las fuerzas precisas para respirar.

En el aeropuerto, el tráfico de los aviones le ensordecía y mutilaba unos oídos que ya no eran capaces de escuchar las melodías bellas de las calles, como el discreto canto de los gorriones o las ramas que se rozan y enredan cariñosas empujadas por el viento. La única ventaja que ofrecía su sordera era que le permitía escapar de las frecuentes quejas que su jefe repetía cansinamente. Esto le ayudaba a cargar las maletas sin derramar lágrimas que, en algunas ocasiones, eran irreprimibles. Así era su vida y la de muchos de sus compañeros. Siempre se marchaban a casa demolidos, pero nunca faltaban a su puesto al día siguiente.

Y, sin embargo, si a Eduardo le hubieran preguntado qué era lo más duro de su empleo, no habría contestado la extenuación de cargar insistentemente con pesados equipajes, tampoco la fealdad de las tristes pistas del aeropuerto y ni tan siquiera el tener que tragar el mal carácter de hombres infelices, sin modales ni sensibilidad, que fueron nombrados superiores únicamente por ser más veteranos que sus subordinados. Lo peor de su trabajo, no le cabía duda, era lidiar con las crueles sonrisas de los viajeros, que le herían profundamente al enfrentarle en sus propias narices y sin ninguna piedad con su mayor frustración: la felicidad. Ellos reían mientras su alma sollozaba. A menudo acompañados de gente amada cuando él tan solo conversaba con el eco de sus propios pensamientos. Entre ellos y Eduardo existía un contraste demasiado desigual, demasiado injusto, pues, aunque él se torciera el cuello por alzar la vista hacia lo más alto para poder vislumbrarles, ellos ni tan siquiera se percataban de su existencia.

Aquel día, mientras aún amanecía, hacía un frío polar que se clavaba como agujas en la piel. Desde hacía meses, los pulmones de Eduardo emitían un fúnebre silbido que hacía pensar en la primera nota de un réquiem. Y aquella mañana hostil para la vida, el silbido se hacía tan intenso que incluso Eduardo podía escucharlo, pero sus pensamientos estaban congelados y eran incapaces de generar alarma alguna sobre su salud. Cada vez que cerraba las manos para agarrar una maleta, parecía que las falanges se quebrarían en varios pedazos.

De pronto, su nariz aleteó exaltada. Un aroma que hacía revivir el corazón había aparecido desde tiempos lejanos. Eduardo miró a su alrededor confundido cuando, desfilando ante su gélido cuerpo, se topó con ella, Carlota. Reía alegre mientras andaba cogida de la mano de un apuesto hombre con el que, para evitarse sufrimiento y bochorno, no se atrevió a compararse. “Está jodidamente idéntica…” se dijo apesadumbrado. Su delicada figura se desplazaba sin apenas rozar el suelo a través de movimientos llenos de ligereza y finura. Su porte continuaba robando el aliento del mismo modo que hacía veinte largos años atrás. Y, sobre todo, su sonrisa seguía conmoviendo como un cachorro que llora de alegría tras nuestra llegada. Pero la sonrisa de Carlota ya no iba destinada a Eduardo, sino a un mísero desconocido que, no lo dudaba, no merecía su atención. ¡Ay, los primeros amores, son los únicos que cuentan!

Entonces, ocurrió lo más temible, sus miradas se reencontraron después de tanto tiempo. Mientras él se llevaba la mano al pecho que estaba a punto de estallar, ella le miró como quien ve a un desconocido que actúa de manera extraña, ya que, en efecto, Eduardo no fue reconocido por su antigua amante. No era de extrañar, el garboso trazo de su silueta se había deformado en un esbozo curvilíneo e irregular. Su mirada llena de vitalidad había sido vaciada como minas hace siglos abandonadas. Los dientes, que apenas dejaba entrever, estaban ennegrecidos por el tabaco y el café, además de desastrosamente desordenados tras el caos de los años pasados. Podrían citarse muchos más destrozos en su cuerpo, y también en su alma, pero no es necesario humillar todavía más el recuerdo de aquel pobre trabajador. Eduardo, taciturno, cerró los ojos para no ver más aquella dolorosa efigie del bello pasado. Tenía las ganas, pero no pudo llorar, pues las lágrimas se habían congelado antes de caer desde las cuencas de sus ojos.

Retomó su tarea con el alma helada y bajo la melodía de un silbido fúnebre. Sus movimientos eran lentos, tanto que permaneció quieto durante varios minutos rodeado de montones de lustrosas maletas de viaje. Igual que no se explicaba cómo era capaz de levantarse de su cama todas las mañanas, no supo cómo recobró las fuerzas necesarias para continuar con la tarea, pero lo hizo. Dejó la última maleta que había cargado y se dio la vuelta cuando, para su terrible sorpresa, descubrió la puerta de la bodega cerrada. Entonces, el frío se convirtió en un ardor que le abrasó entero. Se deshizo en desesperados golpes contra las paredes, tratando de ser escuchado por algún pasajero, manteniendo viva una esperanza que era inútil.

Sintió como el avión empezaba a desplazarse mientras él, luchando por su vida, entregó todo el brío ahorrado durante lustros a apalear las paredes hasta que, finalmente, aquella ave monstruosa alzó el vuelo hacia las gélidas alturas. Echando un vistazo atrás, tal vez no se erra al afirmar que había malgastado la mayoría de los años vividos, pero, vaya, precisamente ahora, había recuperado súbitamente todas las ganas de vivir. Y estas ganas no emergían solo por evitar el punzante dolor del frío, sino que llegaban tuteladas por el deseo de reencontrarse con el amor, la alegría, el placer… Eduardo no flaqueó, luchó como un bravo guerrillero desprovisto de armamento ante el ejército más descomunal. Angustiado, deshizo todas las maletas en busca de ropas que lo protegieran del choque térmico, mas todo lo que halló fueron bañadores y pareos, su destino, como el del vuelo, estaba decidido.

Le sobraban las ganas, pero no pudo llorar, pues las lágrimas seguían congeladas en las cuencas de sus ojos. El silbido que cantaban abatidos sus pulmones se hacía cada vez más estridente y angustioso. Rendido, pero sediento de vida, se dejó guiar por el olfato hasta su última alegría… Su nariz aleteó extática frente a una camisa que encontró perdida entre el montículo de prendas. La abrazó con fuerza mientras evocaba las bellezas de su gran amor de la juventud. De pronto, sus labios volvían a rozar el cuello de Carlota, temblando al saborear con la punta de la lengua su deliciosa piel. Sus manos se cobijaron en su denso y oscuro cabello. Y los cuerpos, olvidando el frío que los arrastraba a la muerte, volvieron a fundirse una vez más. Así, perdido en la memoria, Eduardo exhaló su último aliento acompañado por un único pensamiento: “Carlota… te amo”, frase que mucho tiempo atrás nunca pensó que dejaría de pronunciar.

Las lágrimas finalmente fueron derramadas, el silbido de los pulmones vencidos silenciado y el cuerpo mortificado por el trabajo esclavo cubierto de escarcha.

Autor: Paula Brunot

Sobre el autor

Paula

Un comentario sobre “¡Que frio!”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *