Por Herodes pierdo el juicio

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No vuelva a recriminarme que me culpo por cosas que no he hecho. Sé que es cierto que lo hago, pero no aceptaré jamás que me lo señale como si yo no me diera cuenta, ni mucho menos que se crea con derecho a enmendarme la plana.

Le voy a contar algo. Cuando tenía un año de edad, mi padre tiró por accidente una planta que mi madre cuidaba con todo su afán: un philodendron. No sé si usted entenderá de plantas, pero tampoco me importa. El caso fue que se cargó la maceta, las raíces voltearon al aire y toda la tierra húmeda quedó esparcida por el suelo del salón. Pobre philodendro, aunque a mí me la suda si le soy sincera; por mí como si se hubiera podrido en el acto, fíjese.

No sólo es que para mi torpe padre hubiera sido imposible reparar tal estropicio, sino que, además, en aquel momento espeluznante, él escuchó las llaves en la cerradura porque mi madre estaba llegando a casa. Así que mi padre, a todo correr, me tomó en brazos y me depositó en pleno desaguisado, dejándome sentada entre los pedazos de loza, las raíces volcadas y toda la mierda. Incluso le dio tiempo a pringar mis manitas de tierra, segundos antes de que mi madre entrara por la puerta del salón.

Para que usted entienda lo que pasó a continuación, cabe señalar que mi madre sentía un amor enfermizo por sus plantas. Amor, auténtica devoción. Quería a las plantas más que a las personas, cosa que también le ha sucedido siempre con algunos objetos.

Cuando mi madre me vio a mí en mitad de aquel desastre, jugando entusiasmada con esa tierra compacta que se fragmentaba en terrones por algunas partes (¡fascinante textura!), y al lado el philodendron ahogándose, su reacción fue gritar y venir hacia mí corriendo tranquilamente a trescientos kilómetros por hora.

Sin preguntar qué había pasado, me golpeó repetidas veces en el dorso de ambas manos con tanta fuerza que los aplausos resonaron por el pasillo, alertando a mi hermano, quien me contó esta anécdota hace algunos años, porque yo no la recuerdo. Estuvo como cosa de diez minutos abofeteándome las manos de forma terrible, sin que yo supiera por qué. El caso es que, de haber sido yo quien hubiera tirado la planta por accidente, tampoco habría sabido por qué, pero qué más da.

Me salió cara la traición de mi padre en gritos, lágrimas y piel, pero aún así el peor dolor fue ver a mi madre también gritando y llorando como si hubiera perdido un ser querido. ¿Cómo sé esto, si en teoría no recuerdo lo que pasó? Porque siento que es verdad. De algún modo mi cuerpo lo retuvo, por mucho que ahora el dolor sea un nudo abstracto en la garganta. Hoy en día me da miedo que ciertos dolores no terminen nunca, seguramente porque sentí que aquel tormento sobre mis manos no iba a cesar jamás y el llanto de mi madre tampoco.

Y ahí comenzó mi tortuosa relación con la culpa incondicional, porque en aquel momento dió lo mismo si yo era inocente o no.

Años después —de esto sí me acuerdo con claridad plena—, cuando tenía como seis años, un niño mamón me acusó repetidas veces en clase por estar copiándole un ejercicio, decía. No era cierto; ya se podía meter en el culo su cochino cuaderno de matemáticas, pero le creyeron y me cayó una bronca monumental delante de todo el mundo. En cierto punto de la bronca, decidí que lo más inteligente que podía hacer era agachar la cabeza, dejar de negar que lo había hecho y asumir, puesto que de lo contrario las cosas podían ponerse mucho peor. Admitir que era culpable, permitir que una mentira acabara siendo cierta, se convirtió en el camino más corto para ser aceptada en innumerables pasajes de mi vida.

Y llegamos a mis nueve años más o menos. Un día, en el patio del colegio, una matona hija de puta llamada Liz Ortiz (de coña el nombre, ya lo sé) me apalizó contra la torrecilla de barras donde jugaban los pequeños. La matona tenía como doce años y le faltaban varias vueltas de tuerca; mientras me atizaba decía: “¡Esto por meterte con Nadia Rodríguez, si vuelves a hacerlo te mataré!”. Nadia iba a mi clase y sólo la conocía de vista; yo era una niña tranquila que me relacionaba lo mínimo cuando no podía evitarlo y jamás en la vida me había metido con ella, al contrario, en el fondo me hubiera gustado ser su amiga. Jamás lo dije, pero me dolió profundamente que ella pudiera haber sentido alguna vez que yo me había metido con ella. Nunca supe qué hice, ni en qué momento ella pudo sentirse así. “No tengo culpa, pero sé que en el fondo sí la tengo”, ¿me entiende? “No siento culpa, pero claramente debería sentirla. Debería sentirla porque he herido a un ser humano lo bastante como para que me envíe un sicario infantil, aunque no sé cuando lo he hecho ni cómo”.

Y así un sinfín de calamidades. Siempre he tenido esta maldición encima; “la maldición de Herodes” la llamo en silencio, por aquello de que mata inocentes. Cosas como estas me han ocurrido en demasiadas ocasiones. No pregunte; no entiendo los porqués de nada, sólo sé que es inútil intentar defenderse cuando todos creen que hiciste algo horrible. Así que, de un tiempo a esta parte, supongo que me culpo por adelantado. Eso hace todo más fácil, porque así la maldición no me pilla por sorpresa. Que te pille por sorpresa algo así es sencillamente un infierno, créame. Aunque para qué le cuento, si usted tampoco va a creerme una mierda. Y esto no lo digo porque usted sea usted, sino porque nadie me ha creído ni me creerá nunca. Las maldiciones a veces son válidas para explicar lo inexplicable, y todos sabemos que se perpetúan, como ahora esta se perpetuará a través de usted cuando, igual que ha ocurrido con todas y cada una de las personas implicadas en mi vida, no me crea una palabra cuando estoy siendo todo lo sincera que puedo.

Yo no le daré nunca este escrito, de todas maneras, y eso tal vez sí sea culpa mía (porque sé que usted, adivino no es). Pero, a partir de ahora, la próxima vez que venga de listo a enmendarme la plana, le voy a contar con los ojos todo esto, detenidamente y sin hablar. En las miradas reside más verdad que en el verbo algunas veces. Y después de todo, dígame, por favor, sea sincero: ¿cree que algo de esto que acabo de contarle influiría en que usted mañana pudiera defenderme de forma efectiva? Es evidente que no. El juicio está perdido; es la maldición de Herodes, perpetuándose una vez más.

¿Sabe? Usted me cae bien. Sé que no hace las cosas con mala intención, y me consta que es terriblemente bueno en su trabajo, pero encuentro asqueroso su paternalismo. Yo me culpo por cosas que no he hecho, sí, pero usted, mi apreciado abogado, no sabe nada de mi vida. Yo no maté a mi marido y los dos lo sabemos, pero, gracias a Herodes, el juicio ya está perdido.

Autor: Reyes

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Reyes

8 comentarios en “Por Herodes pierdo el juicio”

  1. A todos nos pasa, que nos acusen de algo que no hemos hecho.
    La Maldición de Herodes, todos la llegamos a sufrir, ya sea de chicos o de grandes.
    Excelente relato que nos hace pensar sobre lo injusta que es la vida, pero aun así tenemos qué seguir adelante.

  2. Ciertamente es tremendamente más difícil, pero no imposible, mentir con la mirada que con las palabras.

    Me encanta cómo la duda se hace fuerte al final, bonitamente instalada en esa última frase y encima con pareado.

    Muy bueno Reyes… 🙂

  3. Bicerofonte, verdad que sí?
    Para mí es una sensación terrible!! Quizá somos desconfiados en el sentido de que nos creemos antes la maldad que la inocencia…?

    Gracias, amigo, por leer y comentar :*

  4. Martin J. Ville… y tanto. Quien sepa mentir con los ojos, ya es un maestro del embuste!!

    Muchas gracias por tomarte tiempo de leer a la desquiciada personaja xd, y por supuesto por comentar.

    Un abrazo.

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