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Existe un árbol cerca de mi aldea, grande y de ramas gruesas. Yo no sabía cuánto tiempo llevaba allí apostado, observando silencioso todo a su alrededor, ya que desde que tengo uso de razón lo recuerdo allí, casi sin cambio alguno, pero por lo que decían los más viejos de la tribu ese árbol era aún más antiguo que la misma humanidad.

Muchas cosas, algunas de ellas quizá nimias, me parecían extrañas en aquella torre natural de alta copa. Lo primero que llamaba la atención es que no crecía más vegetación en los alrededores, ni el más mínimo arbusto siquiera y, por si fuera poco, tampoco los animales se acercaban a la amplia sombra que proporcionaba para resguardarse del soporífero calor que habitualmente se sufría en aquella zona. Es como si supieran que era “su territorio”, de nadie más.

A pesar de la aridez provocada por la constante falta de agua que se sufría la fortaleza de sus ramas y el verde de sus hojas no menguaba, ni siquiera en la época estival donde la sequía llegaba ser más alarmante si cabe. Además su tronco era bastante oscuro, y tomaba en determinados lugares unas formas un tanto extrañas que se podían localizar fácilmente aun desde la lejanía, ya que nunca me había acercado al árbol.

Y es que nadie de la aldea lo hacía, estaba terminantemente prohibido pero, aunque no lo estuviera me cuesta pensar que el miedo que provocaba en todos y cada uno de los habitantes les invitara a ser el primero en posar sus pies cerca de las raíces del gigante. Tan solo, cada ciertos años, el chamán cubría su cuerpo de aceites para proteger que nada pudiera penetrar en su espíritu y, a una decena de metros de distancia aproximadamente, lanzaba en esa dirección las cabezas de los animales cazados con los que nos habíamos alimentado en las últimas semanas. Resultaba una ceremonia un tanto extraña que solo había presenciado un par de veces en mis doce años de vida y, al preguntar a mi madre el motivo de la misma, tan solo me respondía “esos animales ya no necesitan su cabeza hijo, nosotros sí”.

Siempre he sido muy curioso, a veces demasiado incluso pero no es algo que pueda evitar, nace de mí ese deseo de querer conocer todo lo que me rodea, las personas, el clima, la tierra, y andaba siempre buscando respuestas que me saciaran hasta que finalmente las encontraba… salvo sobre un tema, nadie quería hablar de ese misterioso árbol que tan íntimamente parecía conectado con nosotros. Ni siquiera se le mencionaba por ningún nombre, supongo que era tal el terror que debía transmitir a todos que quizá pensaban que vocalizar o representar con palabra alguna su existencia podría resultar fatal.

Durante unas de mis muchas escapadas fuera de la aldea decidí acercarme a las faldas de la agreste cordillera que se levantaba al este de nuestro hogar. Era un lugar en el que solían encontrarse muchas zarzas y podría comer algunos de sus frutos y recoger otros para compartirlos con los vecinos al volver. Estaba azotando con un palo que había encontrado antes para espantar a las posibles culebras o escorpiones que pudiera haber entre las zarzas antes de recoger cuando me percaté de que no era yo la única persona allí.

– Salam pequeño – se trataba de un hombre de unos cincuenta años y con una sonrisa amplia que dejaba ver algunos huecos en su dentadura -. No te preocupes, creo que tendremos suficiente para llenar el estómago los dos y aún así sobrarán.

– No eres de la aldea, te conocería.

– Bien, todos somos de alguna aldea – su tono sarcástico no le incomodaba del todo, parecía transmitir tranquilidad más que amenaza, pero nunca se sabía las intenciones que podía albergar un desconocido.

– Yo vivo en Al-Bishen – señalé con el dedo a mi pequeña aldea, que parecía todavía más minúscula a aquella distancia.

– ¡Ah! Curioso lugar el tuyo amiguito. Mi colega y yo tenemos ahora el desierto como aldea – siguió señalando con su dedo pulgar hacia atrás en dirección a un dromedario que sacaba juguetonamente la lengua – pero cuando era como tú vivía mucho más al norte,

La charla continuó intermitente durante un rato más mientras ambos se afanaban en pelar de frutos todas las zarzas con sumo cuidado de no arañarse con sus espinas en el intento. Al terminar el hombre le ofreció un trozo de pan invitándolo a comer algunas de las moras a la sombra que les proporcionaba el animal.

– Bien joven recolector – empezó a despedirse mientras de nuevo sonreía –. Nosotros debemos seguir nuestro camino, y tú deberías regresar a tu “aldea del árbol”.

– ¿Cómo… cómo…? – me fastidió sobremanera que mi desconcierto fuera tan evidente -. ¿Qué sabe de todo eso?

Tras mi pregunta el hombre miró la posición del sol en el despejado cielo para comprobar la hora y tomó asiento de nuevo indicándome con la mano que hiciera lo mismo. Se sorprendió al contarle yo que nadie de la aldea hablaba sobre el árbol, pero no tanto acerca de la cantidad de sucesos extraños que lo rodeaban ya que, según dijo, había escuchado alguna vez ciertas leyendas sobre el mismo.

Al parecer sí que existía un nombre: “Mchungaji”, y su vinculación con la aldea parecía atemporal, enraizada en las historias que contaban los más viejos donde ya aparecía aquel oscuro guardián, siempre asociado a extraños y fatídicos sucesos acaecidos en la población vecina, sin duda era esa la razón del temor extremo que producía en los aldeanos. Incluso existieron intentos de abandono masivo del asentamiento con el fin de trasladarlo a otro lugar y así escapar a tan opresor sino pero, de un modo u otro, aquel árbol parecía volver a encontrarlos, surgiendo de nuevo acompañado de diversas calamidades, quién sabe si a modo de castigo.

– Recuerda pequeño amigo que es solo una leyenda – comentó ya a lomos del dromedario antes de retomar su viaje sin fin por las arenas -. Cierto que toda historia o mito suele contener una parte real, pero suelen verse exageradas con el paso del tiempo, eso provoca que las disfrutemos más al escucharlas, por ejemplo, a la luz de un buen fuego… o que las temamos terriblemente en otros casos.

Mi cabeza era un hervidero de pensamientos que no llevaban a ninguna parte mientras caminaba de manera casi inconsciente de vuelta a la aldea con la suave luz del atardecer despidiéndose a mi espalda. Pero en un momento dado mis pasos se detuvieron cuando ya estaba a escasa distancia de las primeras viviendas, una intensa convicción me obligó a girar la cabeza y contemplar aquel tupido y nocivo amasijo de ramas, hojas y maldad.

Instintivamente mi mano se fue a mi cintura y el nerviosismo menguó un poco al notar el tacto de la vieja madera y el frío metálico de la hoja de la navaja larga que mi padre me había obsequiado tiempo atrás. Mientras recorría con la máxima decisión y determinación posibles el trecho que me separaba de mi destino tenía la certeza absoluta de estar siendo de algún modo observado por eso, como si fuera consciente de mis intenciones y no puedo decir para nada que la sensación no resultaba de lo más desagradable y sofocante.

Sería rápido, mi objetivo no era otro que el de comprobar que también aquello podía sufrir daño, que era capaz de hacerlo sufrir al igual que lo había hecho él con la gente de la aldea a lo largo de los tiempo. Nunca había estado tan cerca en toda mi vida, y tuve la impresión de estar entrando en un lugar a medio camino entre lo onírico y lo real cuando ya estaba bajo su ramaje, muy cerca del oscuro y retorcido tronco.

Mis últimos pasos resultaron los más difíciles, la duda y el miedo hacían que mi pulso y respiración se hubieran acelerado sobremanera y que la mano en el mango de la navaja no pareciera tan firme como momentos atrás. Eché la mirada atrás para observar mi hogar y, en determinado modo, los recuerdos y sentimientos, ese era mi mayor impulso para tratar de penetrar aquella negra superficie con el acero, para hacerle ver que no estaban tan indefensos, para notar el efecto que podía tener en ese maldito árbol y mostrar a la gente de la aldea que, todos juntos y sin temor alguno, podríamos terminar con él de una vez por todas.

Con cierto vértigo apreté más aún el arma que empuñaba y la hundí su afilada hoja todo lo fuertemente que pude en la corteza esperando que una dureza considerable pero… sin embargo cedió con facilidad, como si se tratará de barro, abriéndose al paso de la navaja de tal modo que incluso parte de mi brazo se introdujo en su interior. Mi sorpresa era indescriptible debido a la aparente debilidad del árbol, pero también una sombra de decepción asomaba en mí debido a que, en contra de lo esperado, no captaba efecto alguno en su temible adversario.

Pero sin duda el sentimiento más profundo, el que eclipsaba casi por completo al resto de ellos, fue el de pavor, un pavor que nadie debería experimentar nunca, uno que me anuló por completo al comprobar que no podía retirar el brazo, que me encontraba atrapado, preso, fijado ineludiblemente a lo que más había temido a lo largo de mi corta existencia. Comencé a notar como de manera progresiva menguaba mi energía, como si me estuviera vampirizando de alguna manera que trascendía a mi entendimiento, usando mis últimas fuerzas para gritar lo más fuerte que pude en un desesperado intento de recibir ayuda… pero sabiendo perfectamente que nadie de la aldea se lo brindaría por miedo a pesar de que llegaran a escucharlo.

Aquel ser empezó entonces a engullirme, tan lentamente que podía parecer casi imperceptible, pero iba tirando de mi cuerpo hacía su amplio y desconocido interior. Abandonado a mi suerte, sabiendo que el proceso resultaría además de demencialmente desagradable también lento y en un estado casi catatónico, mi semiinconsciente atención se fijó en las caprichosas formas de aquel oscuro tronco, decenas de ellas por todos lados, las formas de rostros con expresiones terribles, de dolor, de espanto, de agonía que, seguramente como yo mismo, habían tratado de evitar el destino que aquella aberración les tenía reservado. Y antes, justo antes de que mi cabeza empezara a desaparecer irremediablemente dentro del tronco, el más grotesco y tétrico de esos rostros, uno exactamente idéntico al de aquel nómada con el que había conversado tan solo unas horas antes.

Al amanecer nada había cambiado aparentemente, y tan solo un pequeño zurrón repleto de frutos, descasando en el suelo en las cercanías del tronco de un solitario árbol, era el testigo mudo de una historia imposible que casi nadie más allá de aquella aldea maldita creería.

Autor: Martin J. Ville

Sobre el autor

Martin J.Ville

2 comentarios en “Raices”

  1. ¡Vaya! ¡El misterioso árbol resultó caníbal! Probablemente, la gente comió frutos nacidos de la carne y sangre de otras personas que habrá devorado el árbol de lúgubres raíces.

    1. Muy maleducado el gigantón de madera en sus hábitos, sin duda, pero quizá con esos frutos se redimía en parte, o eso creía él. XD

      Espero que aún así te haya entretenido un poco su gusto por la carne y el miedo humanos.

      Un saludo y gracias por comentar Biceforonte…

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