
El calor es asfixiante, el techo de planchas de metal recalentadas, la poca ventilación, la aglomeración de cuerpos sudando alcohol y el llanto de esa guitarra no ayudan a la supervivencia en el local. La música desgarra el alma, trasciende la conciencia y me eleva por encima de la masa humana haciendo que navegue entre densas volutas de humo de marihuana. Ahí abajo los cuerpos se mueven hechizados. Marionetas que bailan al son de la armónica que exhala la soledad y la tristeza cubiertas del polvo del camino y las noches en vela regadas de ron barato y compañías de paso. Cada nota me hiere y me da vida a la vez. La marea de cuerpos sudorosos es hipnótica, olas sensuales que van y vienen, roces de pieles desnudas sobre las que surfeo. Me siento poco y todo, nada y polvo, humano y eterno. Entre esta inmensa multitud aglomerada, en este apestoso antro de Luisiana, envuelto en la música del diablo, en este cruce de caminos me siento absurdamente abandonado por esta masa etílica y asombrosamente acompañado en mi soledad.

Sobre el autor
Ignacio Chavarria
