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Nací de una taza de leche tibia cubierta de dulce nata, porque así era mi madre, blanca como la nieve recién caída y dulce cómo el beso de un niño. Y soy noche sin luna cómo mi padre. Fui lava incandescente que lentamente destruyó sin conciencia la familia de mi madre y finalmente acomodé mi calor en las oscuras y cálidas manos de mi abuela paterna. Ella me bautizó, Obsidiana, negra como los sueños de un ciego, fría como la muerte bajo la lápida, afilada como una palabra malintencionada. Llenó su desdentada boca con el destilado de su petaca y regó con el mi piel y mi alma. Obsidiana, el inerte frio de la lava muerta que encierra el alma de todo aquello que destruyó en su corto viaje.  Mi piel es tan oscura que no refleja, mi cuerpo tan perfecto y pulido que incomoda, mi mirada tan ardiente que disuade, mi sonrisa tan franca que desarma.

Pensó el negro que sería una presa fácil, solo veía mi grácil cuerpo caminando perdido por el oscuro camino. Solo pensaba en el fuego de mi interior. Seguramente el calor de la noche, la asfixiante humedad de la orilla del rio, los zumbones mosquitos atacando su cuerpo, el alcohol consumido. Sí, eso es, seguramente fue todo eso lo que nubló su mente y le hizo valiente. No vio mi fuerza, no vio mi pasado, no entendió las señales, no vio el negro cuchillo de piedra que cortó su garganta.

 

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

2 comentarios en “Obsidiana”

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