—¿A qué le tienes miedo? —susurró Amelia, inclinándose hacia el rincón oscuro de la cocina. Su voz, firme pero suave, se desvanecía entre las sombras, como una oración que intentaba abrirse paso en medio del caos.
David estaba allí, acurrucado en el suelo, con los puños apretados y las manos manchadas de sangre. Su cabello, enmarañado y desordenado, ocultaba su rostro casi por completo. Cada sollozo, apenas audible, hacía temblar sus hombros sin control. Intentó hablar, pero sus palabras parecían atrapadas, como si el aire en la habitación se resistiera a dejarlas pasar.
—Estoy maldito —murmuró el niño con una voz que no parecía suya, grave y oscura, como si viniera desde lo más profundo de su ser.
Amelia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Dio un paso atrás, su mano buscando apoyo en la pared. El tono de David no encajaba con el niño aterrorizado que tenía frente a ella. Era como si algo o alguien más estuviera hablando a través de él. Los labios de David se movían, pero no parecía que fuera él quien pronunciaba esas palabras.
El aire en la cocina se volvió pesado, difícil de respirar. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas del orfanato con insistencia, y su sonido rompía el silencio que se había formado entre ellos. En el umbral de la puerta, una monja de rostro pálido y manos entrelazadas observaba a David. Había llegado al orfanato solo dos días antes, encontrado en una casa vacía, sin señales de su familia.
Desde su llegada, las noches en el orfanato se llenaron de llantos ahogados y susurros que recorrían los pasillos. Ningún niño quería acercarse al “mudo”, como lo llamaban. Algo en él les producía un miedo inexplicable. Amelia, siempre fuerte en su fe, había asumido la responsabilidad de cuidarlo, aunque ahora, frente a él, sentía algo nuevo y aterrador: una duda fría y creciente.
—David —dijo con suavidad—. ¿Qué te ha pasado?
El niño no respondió. No había hablado desde que llegó, y ahora el padre Clemente, quien lo había acogido, yacía en el hospital tras un accidente inexplicable. Nadie sabía lo que había sucedido, pero su rostro, golpeado brutalmente durante la noche, sugería que algo fuera de lo común había ocurrido.
Amelia no apartaba la vista del pequeño, que se estremecía en la penumbra. Hizo una rápida señal de la cruz sobre su pecho, pidiendo fuerza en silencio. Sabía que el orfanato podía ser un lugar difícil, pero lo que sentía ahora superaba cualquier desafío anterior.
Había crecido entre esos mismos muros; conocía cada rincón y sombra de los pasillos. Las imágenes de los santos colgaban inertes en las paredes, sus rostros observándolo todo en silencio, indiferentes al miedo que llenaba el lugar. Amelia recordaba sus propios llantos infantiles, las noches frías y solitarias. Había aprendido a mantener esos recuerdos a raya con oraciones y una voluntad inquebrantable.
Sin embargo, algo en David la descolocaba. Había una oscuridad en su presencia que no pertenecía a este mundo. Estaba convencida de que él había sido responsable de lo que le ocurrió al padre Clemente, pero no lo veía como culpable. Era solo un niño asustado, con los puños cerrados, no por el frío, sino por un miedo tan profundo que lo consumía.
Se acercó a él con pasos medidos, sintiendo el peso del aire a su alrededor. David parecía más pequeño de lo que era, su cuerpo delgado se encogía en la esquina de la cocina, intentando desaparecer en la oscuridad. Amelia extendió una mano, y con una ternura que no sabía que poseía, acarició su cabeza.
En un instante, todo cambió.
Los ojos de David, antes opacos por el miedo, se encendieron con una furia inexplicable. El débil niño se transformó en una criatura de una fuerza desmedida. Sus manos, pequeñas pero poderosas, se lanzaron hacia Amelia, rasgando el aire con una violencia que no correspondía a su tamaño. Ella retrocedió justo a tiempo cuando los dedos de David rozaron su hábito.
—¡No! —gritó él, con una voz que resonó en toda la habitación.
Amelia cayó de rodillas, sorprendida, pero no retrocedió. David seguía sacudiéndose, respirando de manera errática, como un animal acorralado. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Amelia, pero no por miedo, sino por compasión. Sabía que detrás de esa furia había un niño roto, un alma destrozada, igual que la suya cuando era pequeña.
—Shh, tranquilo, David —susurró entre sollozos—. No estás maldito. No estás solo.
—Estoy maldito… —repitió el niño, su voz quebrada y sus ojos perdidos en algún lugar lejano—. Tengo esta voz… no es la mía. Cuando me enojo, no puedo controlarme… Algo dentro de mí toma el control.
Amelia, todavía arrodillada, secó sus lágrimas con el dorso de la mano y, con una calma renovada, tomó las manos de David entre las suyas.
—David, escúchame —dijo con dulzura—. A veces, cuando estamos heridos o tenemos miedo, sentimos que no tenemos control. Pero eso no significa que estemos malditos. La verdadera fuerza no está en no sentir miedo o rabia, sino en aprender a enfrentarlos.
El niño la miró, sus ojos llenos de lágrimas y confusión. Amelia continuó, su voz firme y llena de una convicción inquebrantable:
—Yo también crecí aquí, rodeada de oscuridad. Muchas veces sentí que no podía controlar lo que me pasaba. Pero aprendí que no estaba sola. Dios y las personas que me rodeaban estaban aquí para ayudarme. No estás maldito, David. Solo tienes que encontrar tu luz en medio del caos.
David comenzó a sollozar, pero esta vez no era un llanto de miedo, sino de alivio. Amelia lo abrazó con fuerza, sintiendo su cuerpo pequeño relajarse en sus brazos.
—Tienes un corazón grande —susurró, acariciándole el cabello—. Y estaré aquí para ayudarte a encontrarlo.
La lluvia seguía golpeando las ventanas, pero ahora la cocina, tan oscura momentos antes, parecía un poco más ligera.
Autor: Alex Pallares