Aviso parroquial:
Este relato contiene expresiones soeces y alguna escena que podría ser desagradable para el lector sensible.
Si alguien detectara en el texto algún guiño o referencia a ciertas personas o hechos reales, que no le quepa duda de que todo es intencionado. Del mismo modo que los anacronismos (si los hubiera) también lo serían, porque esto es ficción, y cualquier parecido con la realidad es sólo pura coincidencia.
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7 de Marzo de un año cualquiera. 21,15 h.
Si se había refugiado en aquel antro mientras su vida se desmoronaba había sido sólo por causa de la lluvia. Pero, total, su vida se desmoronaba igualmente… así que aprovechó la intimidad del rincón oscuro que ahora la resguardaba para apoyar los codos en la mugrienta mesa, sepultar la dulce carita entre las manos y echarse a llorar. Era una mujer de treinta años y en aquellos instantes parecería una niña de diez, pero qué importaba eso si allí nadie la había visto nunca ni sabía quién era.
Sorbió fuerte por la nariz, respirando contra la piel cálida y humedecida por las lágrimas de las palmas de sus manos. Experimentó algo parecido a seguridad al esconderse por fin, aparte del alivio de liberarse. La negrura tierna contra sus ojos era la madriguera dentro de la madriguera, y sentir su cara empapada, igual que lo estaba la calle ahí fuera, resultaba coherente… mucho más coherente que la armadura quebradiza bailoteando a instantes de desprenderse; mucho más coherente que la elegancia desvitalizada, amarga, en los ojos de quien no soltaría bajo ningún concepto su cetro (su muleta) de alabastro. La coherencia producía el más inesperado bienestar, sobre todo si una llevaba demasiado tiempo aguantando contra las cuerdas.
Mientras se dejaba ir, una música suave le llegaba desde la tarima que hacía las veces de escenario contra la pared opuesta del antro. Una voz difícil de clasificar, demasiado dulce para pertenecer a un hombre pero demasiado grave para salir de una garganta femenina, entonaba una canción cuyas notas se trenzaban con el acompañamiento del piano. Una voz magnética que fluía a ritmo lento, algo triste pero con la determinación de las olas rizándose hacia atrás para tomar impulso y luego romper y avanzar, romper y avanzar hasta besar la playa.
Con la cara aún oculta entre las manos, dejó que la música penetrara en ella. No sabía de qué hablaba la canción (estaba sumergida en sí misma lo bastante para no seguir el hilo dorado de la letra), pero sí distinguía la palabra “sirena” repitiéndose a menudo entre los acordes. Sin darse cuenta, permitió que aquella melodía la abrazase bajo el agua en su imaginación… La tormenta interna se disolvió en el océano evocado, y ella sintió calma por primera vez en aquel fatídico día.
Levantó la vista a tiempo para ver a la persona que cantaba en la tarima. No era que sintiera curiosidad, pero un camarero indiscreto se había acercado a la poco iluminada mesa para preguntarle qué quería tomar y eso le hizo salir de su trance. Sollozaba aún en los últimos coletazos del llanto cuando pidió la bebida —licor de avellana con hielo, todo en un vaso de tubo—y, en aquel instante, sus ojos hicieron click sin remedio con los del cantante.
Se trataba de una silueta menuda, de mirada luminosa y parcialmente oculta bajo el ala de un sombrero gris. Vestía un chaleco formal del mismo color, pantalones holgados y camisa negra con estampado difuso a aquella distancia. Sus rasgos se veían rotundos a contraluz bajo el único foco cenital, quizá demasiado marcados en el rostro, lo que a ella le hizo pensar en trazadas de maquillaje sobre el contorno facial.
El cantante le guiñó un ojo de pronto y sonrió débilmente, y entonces ella cayó en la cuenta de que se había quedado con la mirada fija en él de un modo que seguro resultaría poco educado. Embargada por la vergüenza, rompió de golpe el contacto visual y clavó los ojos en los desconchones de la mesa ante sí con obstinación, hasta que terminó la melodía mágica y el camarero le trajo la bebida.
Ya no lloraba. No sentía la necesidad de volcarse ni de llover hacia fuera. Era grato, por una vez, no experimentar el tirón nervioso de tener que reprimirse. Resultaba irónico en cierto modo que, ahora, el único esfuerzo se hubiera reducido a no mirar hacia el escenario otra vez… como si ella de pronto temiera, más que ninguna otra cosa en el mundo, quedar subyugada ante aquella figura de voz suave y potente. Sólo volvió a mirar cuando sintió que el cantante ya no estaba allí, y que una nueva melodía (diametralmente opuesta) comenzaba a insinuarse entre el murmullo del antro.
Tomó el vaso y acercó el borde a sus labios. La torre de cubitos de hielo se movió en bloque como iceberg dulce chocando contra su lengua. Cerró los ojos, esta vez con goloso disfrute; no sabía si la lluvia había amainado en la calle, pero, fuera como fuese, no quería irse a casa aún.
El primer trago del licor bajó por su garganta rápido, cálido y sedoso. El ánima se iluminaba de pronto con el suave resplandor de una lucerna; luciérnagas prendidas al tejido silencioso despertaban. Aún sentía con regocijo aquel vaivén interior de océano cuyas olas, en secreto, la acunaban tan firme y dulcemente como siempre —sin saberlo— necesitó. La canción del mar seguía viva aunque ya no era audible, y ella la bailaba todavía sin moverse ni un milímetro de la silla que ocupaba. Pensó que, al final, había merecido la pena terminar en un lugar cutre como aquel sólo por eso… sólo por haber podido escuchar aquella voz, y por seguir disfrutándola dentro de su mente aunque ya existiera tan sólo en la memoria, en el recuerdo, como la huella del sabor de la avellana fuerte y dulce al primer trago.
Tanto se relajó que se le aflojaron las tripas. Presa de un repentino y violento retortijón, se levantó como un tiro y miró alrededor desesperada en busca de un cuarto de baño. La magia cesó de forma abrupta, eclipsada por la imperiosa necesidad de soltar el pesado mojón y la ventosidad previa que amenazaba con abrirse paso a voces.
Dejó el vaso en la mesa y salió escopetada hacia el letrero luminoso donde se leía “W.C”. Jadeaba cuando topó con la única puerta medio escondida tras un biombo y accionó el picaporte con manos temblorosas. Gracias a dios, el baño estaba libre; de haber tenido que esperar, sin duda habría echado tremenda bosta ahí mismo.
Con un resoplido animal se sentó sobre la taza del váter, o más bien cayó a plomo sobre esta. Al cuerno si alguien con hongos vaginales —o cualquier otra monstruosa enfermedad— se había sentado allí primero.
El truño empezó a deslizarse lentamente fuera de su cuerpo tras un pedo sonoro de trombón. Ah, joder, qué gusto dar rienda suelta al poderoso espasmo que rompía el bajo vientre para empujarlo.
Rio con flojera mientras soltaba lastre, sin poder evitar el pensamiento de que aquello que sentía era un verdadero orgasmo anal. ¿Hasta qué punto resultaría cívico escribirle un poema al goce del ano abierto y palpitante?, se preguntó. No. Sus poemas eran insulsos y su prosa también, bordeando lo aceptable socialmente, si acaso rozando el contorno del sexo aséptico y hetero por el coño aunque ella saborease a diario la satisfacción de tener un segundo coño en el culo. Tal vez debería seguir los pasos de Quevedo; quizá sus escritos fueran, de ese modo, finalmente valorados y acogidos por la hambrienta horda de lectores cavernarios que poblaba el mundo. Pero qué valor, qué osadía por su parte suponer que poseía la excelencia del genio, la clase necesaria para escribirle un poema al feroz monolito de mierda y a los placeres secretos de su otra boca, ¿verdad? Y qué vergüenza, qué insoportable pudor si alguien supiera, aunque fuera sólo por leer entre líneas, que una dama como ella disfrutaba al hacer de cuerpo como marrana feliz en charco de barro. Nadie, absolutamente nadie tendría en un pedestal a la chanchita pedorra que gozaba haciendo caca. Una mujer que admitiera sin tapujos ser sensible en su culo (serlo de una manera u otra) sería deseada por otros motivos, pero no precisamente por encarnar el ideal paradójico de la delicadeza mostrándose poderosa, fuerte y vulnerable a la vez. Era como esos memes de “lo que pides en Amazon vs lo que te llega”; lo terrenal versus lo inalcanzable, e inalcanzable como precioso objeto era lo que ella anhelaba ser… la belleza residía allí y era su máxima expectativa para consigo misma, así que no, no había discusión ni conflicto al respecto. Las mujeres deseables no disfrutaban tirándose pedos al estilo metralleta, punto. Para empezar, ni por asomo asentarían posaderas en un váter infectado por los culos de otra gente, ¿no?
Se limpió con un penacho ajado de papel que colgaba del portarrollos y se dispuso a levantarse. Observó con reproche la zurraspa en sus braguitas antes de subírselas de nuevo; en casa las lavaría a noventa grados o más, o mejor las tiraría a la basura por no escaldar el ribete de encaje.
Y entonces, tras la placentera y bochornosa experiencia de cagar en aquel baño público, sucedió algo terrible. Cuando fue a tirar de la cadena, la cisterna no funcionaba.
Miró con espanto el mojón que aún no terminaba de reptar hacia el fondo de la taza. El mojón la miró a su vez, triunfante.
Presa de la desesperación, la mujer perfecta accionó la cisterna de nuevo una vez y otra. Nada. Y para empeorarlo todo un poco más, ni siquiera había objeto que fuera remotamente parecido a una papelera allí.
En aquel momento de espanto y bloqueo mental, unos golpes apremiantes sonaron en la puerta del baño, como si todo lo vivido anteriormente hubiera sido poco. Golpes seguidos de un coro de risas ahogadas al otro lado; voces a caballo entre la niña de El Exorcista y Chiquito de la Calzada: “¡Ay, tía, está ocupado!”, “¡No me aguanto más, socorro, me meo toda, no puedo!”.
Con el corazón a punto de saltarle del pecho, la escritora inalcanzable comprendió que no podía dejar ahí aquel truño si quería seguir siéndolo. No, porque ajá, no habría forma de esconder que ella y sólo ella había sido la autora de aquella obra de arte. Así que urdió un plan rápidamente a fin de resolver el problema con estilo, con dignidad y siendo fiel a todos los tótems ancestrales de poder ligados a lo femenino, como siempre solía hacer. Agarró otro jirón de papel higiénico y, casi con mimo, envolvió la caca (lo bastante compacta como para ello, gracias a dios) en él.
No tuvo el valor de meter aquel paquete en su bolso de marca, así que salió del baño con la mierda en la mano. Nadie tendría que saber lo que era en realidad, ¿cierto? Nadie se fijaría en que lo que sujetaba entre los dedos no se trataba del gurruño de papel con el que acabara de sonarse sutilmente los mocos. Y, ya fuera del baño, tiraría el mojón por ahí en alguna parte; de hecho, ¿por qué no al suelo? “De noche todos los gatos son pardos”, decía siempre su madre, y aquel bar estaba oscuro en grado suficiente para cometer un pecado demencial.
De noche todos los gatos eran pardos, claro que sí, como todas las mujeres eran bellas. Y, desde luego, las mujeres bellas no podían ser acusadas de hacer caca. ¿Presión social? Por dios, ¡qué va! Ella y sólo ella lo decidía, ¡antes muerta que cagona! Antes muerta que que alguien la pillara cometiendo una atrocidad fecal.
Salió del baño y esquivó al grupo de mujeres que esperaban sin mirarlas. Ellas entraron en estampida al cubículo y la escritora se movió cual gacela entre las sombras, con la intención de soltar su papelajo con regalo sorpresa lo más rápido posible.
—Sabía que no te habías ido —susurró entonces una voz que se sintió demasiado cerca. Una voz que por desgracia ella pudo reconocer.
Levantar la mirada para encontrarse con aquellos ojos chispeantes casi le costó la vida. Tuvo que respirar conscientemente para liberar la súbita tenaza en su garganta, pero ni aun así pudo articular respuesta.
—Perdón —murmuró el cantante del mar sin apartarse un centímetro (y sin cortarse un pelo al escrutarla ahora él a ella)—. No quería asustarte.
La escritora logró recomponer los pedazos de su saber estar y sonrió mientras sujetaba el pedazo de caca. Su traidora imaginación le jugó una mala, malísima pasada en aquel momento, y de repente se vió a sí misma preguntándose cómo se sentiría que aquella voz neutra, decidida y hermosa le diera por el culo. Sus piernas temblaron; las ruinas de su vida incólume ya no tenían la menor importancia en tanto en cuanto el mundo estaba al revés.
—No pasa nada —mintió en la oscuridad del pasillo tras el biombo, esbozando una sonrisa nerviosa.
—¿Te apetece que tomemos una copa? —preguntó él—. Lo último que quisiera es molestarte, así que no tengas cuidado en decir que no.
¿Cuidado? ¡Por supuesto que no lo tendría, no hacía falta que el retaco aquel se lo dijera! Pero, lamentablemente, ella se veía en una situación donde le habría sido imposible tan siquiera mirarle con suficiencia, así que sólo suspiró. Porque en verdad sí quería tomarse una copa con él… bueno, sólo quizá.
Sintió que el truño se reblandecía peligrosamente contra el calor de sus dedos a través de la precaria cubierta de papel higiénico. “Esto no puede estar pasándome”.
—Cl-claro, sí… —se le rompió la voz frágil como alas de mariposa muerta. Tragó saliva—. Me encantaría.
Algo dentro de ella, un chispazo de certeza muy extraño, le gritaba que jamás había estado cara a cara con un hombre así. Aquel sujeto irradiaba una energía masculina distinta, exótica, tranquila. No podía, no quería dejar pasar la oportunidad de conocerla (de sentirla) un poco más. Necesitaba no decir que no aunque le jodiera en lo más hondo —caray, las expresiones figuradas las carga el diablo—, y ni siquiera sabía por qué. O tal vez sí lo sabía pero no quería afrontarlo.
Se encaminaron ambos hacia el área de las mesas, y por el camino ella soltó al fin su mierda en una maceta donde alguna vez agonizó una planta. Lo hizo con disimulo magistral, así que nadie se dio cuenta.
—Sé que es un poco cliché lo que voy a decirte, pero nunca te había visto por aquí antes —sonrió el cantante, una vez ya sentado frente a ella a la mesa donde antes había estado sola.
En la distancia corta, la escritora podía verle mejor y constatar que en efecto iba bastante maquillado, casi como si hubiera salido de la película “Cabaret”. Líneas firmes en khol resaltaban el contorno de sus ojos, ya de por sí grandes. Los labios relucían perfilados y coloreados, también en negro, por debajo de la línea de vello que vagamente se intuía bajo la base pálida de fondo. Si no fuera por la corrección y sobriedad de su atuendo, el cantante del mar parecería un burdo mimo de la calle.
La escritora se arregló el pelo, nerviosa. Qué guapo era.
—No he estado aquí antes —confirmó, esforzándose en no apartar la vista de aquellos ojos que hacían mil preguntas—. ¿Tú sueles venir a cantar aquí?
Él sopló hacia arriba para apartar de delante de sus ojos un rizo oscuro y rebelde que asomaba bajo el ala del sombrero.
—Sí —asintió y sonrió de nuevo—. Vengo todos los viernes por la noche. No pagan mal —añadió, encogiéndose levemente de hombros.
—Cantas muy bien —musitó ella el elogio, y sus labios temblaron tras el arrojado acto de decirlo.
—¿De verdad? Qué va.
—Sí, en serio. Ojalá te paguen como mereces. —¡No que ella pudiera decir lo mismo de su propia situación, claro! Pero tampoco deseaba habitualmente el mal ajeno—. No es un halago vacío, sólo es lo que pienso.
—¿Sueles decir lo que piensas? —preguntó él entonces, tras un breve lapso de vacilación.
La escritora enrojeció sin saber por qué. Seguro no se notaría, pero era incómodo sentir el calor inapropiado ascendiendo a sus mejillas. Se obligó a ser sincera, cediendo al impulso de dejarse llevar. Después de todo, qué diantres importaba decirle la verdad a un guapísimo y raro desconocido de confianza.
—No lo sé. No. Creo que no.
Él se rio, juzgando que sería agresivo decirle a esa mujer que sus preciosos ojos ya hablaban por ella.
—¿Y lo que quieres? ¿Sueles decirlo?
Ella negó con la cabeza y rio otra vez, sin comprender por qué demonios se sentía a gusto y excitada al mismo tiempo.
—Vaya. Pues quizá deberías. Te puedes perder muchas cosas buenas si no lo haces.
Oh. De modo que incluso se atrevía a darle consejitos el mimo de pacotilla.
—Me da vergüenza —reconoció, esta vez sin poder evitar esquivarle la mirada.
—Pues piérdela. —Como si eso fuera fácil—. La vergüenza y la dignidad no tienen nada que ver.
El cantante había asestado un golpe certero al clavo al decir aquello. Los ojos de la escritora se abrieron mucho, fijos aún en la superficie de la destartalada mesa. La corona en su cabeza se tambaleaba floja, y de pronto fue para ella muy tentadora la posibilidad de dejarla caer.
—Ah, sí, claro que tiene que ver —contestó sin embargo, antes de concluir—: Lo que quiero… lo que quiero habla de lo que soy. —”Una zorra furiosa y ardiente en este momento”, pensó de inmediato. Vaya cosa. A su pesar, se dio cuenta de que, ahora y más que nunca, deseaba sentirse como una fulana mientras él le rompía el culo con la misma dulzura con la que acababa de hablar… lo cual era sencillamente monstruoso, aparte de cualquier cosa menos femenino.
“Necesito desnudarme”, le dijo con los ojos sin embargo, antes de poderlo evitar, temiendo que tal vez él la entendería y a la vez deseando que por todos los dioses lo hiciera. “No sé lo que soy. Sólo deseo ser libre, quitármelo todo y enloquecer en tu sueño de una noche”.
—Vaya cara de susto, je. ¿Tan terrible es lo que quieres?
Ella no pudo sino reír por enésima vez. “Oh, sí. Definitivamente lo es”.
—No lo sé.
—¡Pagaría mucho dinero por saber de qué se trata!
La escritora alzó ambas cejas sin dar crédito por lo irónico del asunto. ¡Este ser de rasgos ambiguos pagaría por su historia! Este ser acaso la estaba leyendo a ella en aquel mismo momento sin que hiciera falta una sola palabra.
Mojó las bragas de golpe. Se agitó deliberada y sutilmente contra el asiento, separando las piernas por debajo de la mesa y rozando por accidente la rodilla de él con la propia.
—¡Uy! —le pidió perdón con los ojos por el toque.
El cantante frunció el ceño sin perder la sonrisa.
—Tengo otra actuación ahora… —murmuró con fastidio—. Justo cuando la conversación se ponía más interesante.
La escritora le miró mientras él se levantaba, sin ser consciente del anhelo húmedo y frustrado que le estaba mostrando en las dilatadas pupilas. ¿En serio había barajado la posibilidad de decirle a aquel sujeto quién quería ser ella aquella noche para él? Una mujer fuerte no se volvía loca por un hombre, ni mucho menos reconocía abiertamente su deseo. ¡Una mujer no era un animal! Quedaba mucho mejor escribir sobre “compartir piel” sin soltar su cetro de alabastro; no era lo que vendía, pero sí lo que se esperaba de ella: una mujer de alma sensible y frágil como pompa de jabón cuyo núcleo era titanio. Sí, eso era lo perfecto, eso era ser mujer.
—Al final no te has tomado nada… —le dijo.
Él se inclinó sobre la mesa para dejarle un beso en la mejilla. El roce tenue de sus labios se sintió como un temblor de tierra sobre antiguos surcos de lágrimas. La despedida se volvió estúpidamente desgarradora.
—No importa —murmuró antes de separarse, al tiempo que deslizaba una tarjeta por encima de la mesa y la dejaba junto al vaso de licor aguado—. Todas las madrugadas a partir de las doce estoy aquí. Si preguntas por Bling-Bling, te dejarán entrar sin hacer preguntas —añadió—. Bling- Bling soy yo.
Y tras decir esto, sin que ella acertase a responder ni a nada que no fuera aceptar la tarjeta, el drag king le sonrió y puso rumbo de nuevo al escenario.
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Ocho de Marzo del mismo año (noche del día siguiente). 23, 45 h.
“ConSentimiento”, así se llamaba el local según la tarjeta que le había dado Bling-Bling. Pero cuando la escritora bajó del taxi en la dirección que se indicaba de forma exacta en la misma, no vio por ningún lado rótulo ni referencia alguna a tal nombre. Lo único que había ahí era una puerta metálica, pintarrajeada y semioculta tras tres bidones al final del callejón solitario ante sí.
A punto estaba de darse la vuelta para regresar a casa, pensando que había sido víctima de una broma, cuando escuchó voces elevándose a su espalda. Al volverse, atisbó dos figuras femeninas aproximándose en la oscuridad, la más alta trastabillando y apoyándose de lado sobre la otra. Quizás aquellas mujeres estaban borrachas.
—Una manifestación pacífica, dicen. ¡Y una mierda!
Era difícil no prestar oídos a la conversación, porque la figura que trastabillaba hablaba casi a gritos.
—Se me tiraron al cuello las muy zorras —proseguía—. Jódanse, perras, ¡yo soy más mujer que todas ustedes juntas, aunque me cuelgue el badajo!
—Ay, nena. Tenías que haberlas ignorado y ya está —le respondía la otra, casi maternal, en voz más baja y ligeramente ronca—. Liarla no merece la pena.
—Pero Paca, ¿y que iba a hacer? ¿Quedarme callada?
—Pues sí, porque mira qué pena. Te han dejado como un cromo, hija mía. Y mira qué carita, y tu mejor vestido… todo destrozado.
La mujer llamada Paca, de silueta rechoncha, hablaba en tono reposado aunque triste mientras trataba en vano de calmar a su compañera, caminando a su lado para hacerle de soporte y acariciándole el largo cabello. Iba enfundada en un abrigo de piel sintética que le hacía parecer una osa de peluche; una osa cargada de perlas y bisutería fina que se adivinaba bajo las solapas.
—No me jodas, Paca. ¿Sabes lo que me dijo la rubia esa mientras me atizaba, la muy asquerosa? Por cierto que menudo gancho de izquierda tenía la hijaputa.
—Cristina…
—No va y me dice… ¡¿No va y me dice: “Opérate”?! ¡¡Opérate!!
—¡Cristina!
Paca se había dado cuenta de la presencia de la escritora y se había detenido a unos pasos de la puerta metálica, clavando tacones en el suelo y tirándole del brazo a su compañera para llamar su atención.
—¡Opérate! ¿Qué pasa, hija de la gran puta, que para ser como tú me tengo que poner una vagina entre las piernas? Pues entérate, ¡no pienso operarme, porque me da miedo! Y porque no me sale del coño. ¡Digo! Hombre ya, sólo faltaba. Será la hija del loco ese del autobús del demonio, ese de la secta con el lema “Hazte oír, que no te engañen”. Ni hazte oír ni pollas, ¿Quién eres tú para negarme a mí el derecho a ser quien yo soy?
La mujer alta calló en seco al darse cuenta de que su amiga y ella no estaban solas en el callejón. A la luz de la única farola en varios metros, se apreciaban, bajo el ensortijado cabello rubio, sus ojos de mapache a causa del rímel corrido, uno de ellos achicado por la inflamación, y la gota de sangre seca rubricando la comisura de sus labios.
—Hola, bonita. ¿Y tú quién eres? —preguntó con prudencia la llamada Paca.
La escritora aún estaba juntando piezas para entender el puzle completo de lo que veía ante sí.
—Hola. Yo sólo… —Por el amor de dios. Sentía que estaba interrumpiendo un momento terriblemente delicado, y no quería hacerlo. ¿Qué diablos hacía ahí? Se había quedado en blanco.
—¿Eres de la tele? —preguntó a bocajarro Cristina—. Mira qué oportuno, Paca, ahora que me estoy cagando en el ocho de Marzo —añadió, dirigiéndose a su amiga antes de volver a mirar a la dama—. No te veo el lacito morado por ningún sitio, ¿no has ido a la manifa, guapa?
La interpelada tragó saliva.
—No, no, qué va. No soy de la tele —se apresuró a aclarar—. He venido a ver a Bling-Bling. —Inesperadamente, se estremeció por debajo de la ropa al decir aquel nombre en voz alta por primera vez.
Paca sonrió de oreja a oreja, aunque la desconfianza no se borró de su rostro.
—¡Ah! A Bling-Bling. ¿Eres familiar suyo? —preguntó, entornando los ojos como para enfocar mejor.
—Soy… soy su amiga. Me dijo que viniera a verle —respondió la escritora, sintiendo que era importante señalar que tenía el permiso del cantante para irrumpir en aquel lugar. Por si no fuera suficiente, sacó del bolsillo de su abrigo la tarjeta del “ConSentimiento” y se la mostró a las mujeres.
—Oih. Con tarjetita y todo —cloqueó Paca—. Pero quién será esta guarra importante, por dios.
—Mujer, no seas cotilla, ¿no ves que sólo se lo quiere follar?
—Ay, pero chica y yo qué sé. Yo qué sé si es su hermana o su prima la de Murcia queriendo reconvertirle.
Cristina se echó a reír, aunque su expresión tornó de inmediato a una de dolor por haber expandido la boca.
—¿Quieres dejar de decir tonterías? —regañó a su acompañante—. Si se le nota en la cara a la pobre muchacha, por favor. Esa ingenuidad.
—Bueno.
Sin tenerlas todas consigo, Paca soltó a Cristina para acercarse a la puerta tras los bidones. Palpó la pared con las manos impecables, llenas de anillos como pedruscos, y pulsó un timbre minúsculo que a cualquiera habría pasado inadvertido.
—Mira a la Paca, llamando al timbre. No se sacará la llave del coño la muy puta —rio Cristina, y agregó, dirigiéndose a la escritora—: Tranquila, nena. — Se abrazaba el propio cuerpo porque sin su amiga al lado tenía frío. Sólo llevaba un vestido rojo de tirantes en pleno Marzo, cuya falda estaba desgarrada por encima de las medias de fantasía—. Es un poco rara la Paca, pero es buena gente. Yo la quiero mucho, y también a Bling-Bling —señaló, sonriendo con cautela para no dañarse de nuevo—. Es un hombre encantador, ¡de lo mejorcito que hay aquí! Y un artista, te lo digo.
La puerta rechinó al abrirse. Una mujer despampanante, con el rostro decorado en negro sobre blanco (esta sí parecía un auténtico mimo, pero de carnaval), vestida con un mini vestido de lentejuelas tan ceñido que le haría vomitar los intestinos, sonrió al otro lado.
—Gottmik, mi vida, estás fantástica —saludó Paca, poniéndose de puntillas para besarle ambas mejillas a la mujer.
Los ojos de Gottmik se abrieron como platos cuando vislumbró el aspecto de Cristina.
—Pero mi niña, ¿Qué te hicieron? —preguntó escandalizada, con marcado acento gringo.
—Nada, ya sabes, la perra esta siempre liándola —resopló Paca, volviendo a tomar del brazo a Cristina para tirar de ella hacia dentro del local—. Pues no se le ocurre mejor idea que irse a la manifestación del ocho de Marzo vestida de gala, no te digo. Ahí con su coño moreno. Pues qué le va a pasar, nada bueno. Mira como viene.
—Gotty, no hagas ni caso, que estoy perfectamente. ¡Estamos apañadas si nos callamos todas, como hace la Paca! —exclamó Cristina, y giró la cabeza hacia la escritora antes de ser arrastrada hacia la oscuridad del local—. Anda, pasa, belleza. Bling-Bling se alegrará de verte. Ahora le avisamos.
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Una vez dentro del local, Gottmik tomó el abrigo de la escritora para dejarlo cuidadosamente colgado en el guardarropa. Paca se adelantó al mostrador en el pequeño vestíbulo, a paso rápido sobre los zapatitos de tacón, y de alguna parte tras él sacó un maletín de plástico blanco con una cruz roja en la parte superior. Sin quitarse el esponjoso peluche de mamá osa, indicó a Cristina que tomará asiento en un taburete alto, mientras abría el botiquín y sacaba un paquete de gasas para limpiarle la cara.
—Anda, Gottita. Acompaña a esta niña abajo, por favor —masculló, señalando las escaleras iluminadas en fucsia con un gesto de barbilla—. Es amiga del Bling-Bling. O eso dice.
La escritora miró a cada una de las mujeres (o ya no sabría si lo serían) que estaban en el vestíbulo. Cristina y Paca eran dos hombres travestidos, de eso no cabía duda. En cuanto a la estilizada Gottmik no sabía qué pensar… pero lo que más le impresionaba de todo era la cara rota de Cristina, ahora visible al detalle bajo la luz que proyectaba la lámpara de araña colgada en el techo. No era que se hubiera olvidado de Bling-Bling —¡eso ni en un millón de años!— pero, en aquel escenario, lo único que sentía era el impulso irrefrenable de decir “lo siento”.
—Lo siento.
Gottmik frunció levemente el ceño sin comprender. Para él (sí, él) no era ningún problema acompañar a la chica al piso de abajo, donde reinaba la fiesta.
—¡Anda! ¿Y por qué lo sientes? —preguntó Cristina mientras Paca le escurría la gasa húmeda en la cara—. ¡Coño, Paca, que me estás metiendo el agua oxigenada en el ojo, cabrona!
—Cállate ya, mujer. Si no te movieras como la compresa de una jodía coja no se te metería. Ay, yo no sé si será mejor ir a urgencias por esto…
—Que no, Paca, que no. Sí, hombre; a urgencias dice la localcoño, que me quiere hospitalizar por un ojo pipa y un cortecito de nada.
La escritora deseó que la tierra se la tragase.
—Lo siento por haber venido en mal momento —respondió en voz baja.
Todas rieron. Gottmik soltó una risita discreta, Cristina una carcajada y Paca un murmullo de palomo hacia dentro.
—¡Anda ya, qué dices! —exclamó Cristina, elevando el tono—. ¿Cómo que mal momento, mi vida? ¡Es un momento perfecto, pues el que tiene que ser! Por cierto, reina, ¿Cómo te llamas?
—Vera —contestó la escritora, agradeciendo con la mirada y ya caminando tímidamente hacia Gottmik, que esperaba al inicio de las escaleras. No supo por qué dijo aquel nombre que no era el suyo; ¡no fue por ocultar el de verdad! Sólo aquella palabra quiso salir y lo hizo. “Vera”.
—Uy. Vera, Vera. A tu vera, siempre a la verita tuya… —canturreó Paca mientras daba toquecitos con la gasa sobre el labio partido de su amiga.
—Pues oye, Vera. No le digas a Bling-Bling que estoy aquí, por favor. No quiero que me vea así y se le amargue la noche. Y tú tampoco digas nada, perra gringa, que te conozco.
Gottmik elevó los ojos al techo y rió, negando luego con la cabeza. Sin decir nada, sonrió a la escritora y le tendió la mano enguantada en satén negro, para guiarla por fin hacia la planta baja del local. En aquel momento, una versión disco de “voglio vederti danzare” se elevaba desde ahí, ahogada pero latiendo en las paredes.
—Dentro de una hora tenemos espectáculo en vivo —informó Gottmik mientras descendía peldaño a peldaño contoneándose—. Relax, que no es porno. El sado es para los domingos, por ir acorde a la confesión de los pecados y todo eso de la penitencia y la… ¿cómo le dicen? ¿Expiación? —Rio y elevó el tono para hacerse oír sobre la música en lo siguiente que dijo—: El porno duro suele ser los lunes por la tarde. Ya sabes, la semana laboral es jodida y hay que empezarla bien… ¡Pero con esto que te digo me refiero a los espectáculos solamente! Si gustas, tenemos cabinas, reservados, dos mazmorras y una máquina de karaoke. Puedes hacer lo que quieras, siempre que sea bajo consenso… menos cantar temas de Roberto Carlos. Eso está terminantemente prohibido aquí porque todo el mundo se pone a llorar.
Ya habían llegado abajo. Gottmik había soltado todo aquel rollete con su acento de Arizona sin despeinarse, prácticamente al oído de Vera, quien la miraba sobrecogida. ¿Sado? ¿Porno en vivo? Por dios santo, ¿Qué tipo de sitios frecuentaba Bling-Bling?
—Oye, que era una broma, tía. Que puedes cantar Roberto Carlos si quieres en el karaoke, o los Beatles o David Bowie. Lo que te dé la gana.
La vivaracha Gottmik condujo a Vera despacio hasta la interminable barra, sorteando a la multitud entre el mar de luces de colores de la planta baja. Todo habría estado completamente a oscuras, salvo lo que era blanco, de no ser por los haces rosas, verdes, violetas y azules que surcaban la pista de baile y por los remaches fluorescentes en las mesas aquí y allá. Para terminar de ambientar la zona donde algunos danzaban hasta descoyuntarse, de vez en cuando se elevaban humaredas de vapor desde unos orificios dispuestos en hileras en el suelo, mezclándose con el olor a perfumes varios y a humanidad. Escotes brillantes, pieles con purpurina y cuerpos chocando, alguna peluca estrambótica en tonos de fantasía y también atuendos de lo más corriente, tetas bamboleándose, rellenos de gomaespuma, tal era la biodiversidad que Vera podía apreciar a sesgos entre fogonazos, si se giraba en el taburete que ocupaba frente a la barra junto al de Gottmik.
A Bling-Bling no se le veía por ninguna parte, y Vera se alegró de que la mujer-mimo no se fuera. Su compañía le resultaba agradable. Gotty era expresiva y discreta a su manera y, a pesar de que se notaba que el español no era su lengua materna, lo dominaba estupendamente al punto de no parar de darle conversación con su dulce voz de contralto.
—Oye, Gottmik. ¿Puedo hacerte una pregunta? —aventuró, animada y valiente tras el segundo cóctel afrutado—. Hay algo a lo que estoy dándole vueltas.
—Oh, yeah. Dispara, baby.
Vera se tomó unos segundos para escoger en su mente las palabras adecuadas. Después de todo, no era tonta y sabía que el mínimo derrape en ciertos asuntos podría resultar ofensivo, si acaso no era ofensivo ya el propio acto de preguntar por no poder refrenarse.
—Cristina… —dijo en voz más baja, acercándose más a la cabellera negra de Gottmik para que esta pudiera oírla—. ¿Es un hombre… o es mujer como tú?
De Paca no dudaba en lo más mínimo.
Los ojos azules de Gottmik se abrieron como platos. No era que le hubiera molestado la pregunta, pero sí le sorprendió. Tardó unos instantes en responder, y lo que dijo le dejó K.O a la escritora.
—¿Mujer como yo? —sonreía divertida, y una vez más hizo aquel gesto loco de girar los ojos hacia arriba como quedándose muerta—. Yo no soy mujer, cari. Soy un hombre trans, como Bling-Bling.
Vera la contempló estupefacta. Menudo cortocircuito cerebral. Frunció el ceño mientras trataba de atar los cabos que se le escapaban.
—¿Hombre tú? Pero, entonces, por qué… ¿por qué vas vestido de mujer? ¿Por qué te hablan como si fueras una mujer? —”Estás fantástica”, “perra gringa”, recordaba bien las palabras que habían empleado Paca y Cristina en el vestíbulo momentos antes.
Gottmik hasta sintió un ramalazo de compasión por ver a la escritora de pronto tan perdida. Se estiró un poquito la minifalda y juntó los labios en una mueca de concentración, también esforzándose por hallar las palabras más concisas a fin de explicarse lo mejor posible.
—Porque “Gottmik” es mi Drag —respondió al fin—. Ella es un personaje vivo, sólo eso.
—¿Como un alter-ego?
Él reflexionó durante unos segundos.
—Mmm. En mi caso no tanto así. Gottmik es una reina, un zorrón desinhibido que me hace sentir bien. Me encanta jugar a ser ella, maquillarme y vestirme de su rollo. Me encanta la energía que siento dentro cuando la veo en el espejo. Creo que ella es… que ella expresa, solo con existir, cosas importantes que yo me guardé muy dentro desde niño.
—Te refieres a ser gay —dedujo Vera, embalada e inocente. Sabía que estaba siendo horriblemente maleducada, pero ya no podía parar el carro.
El hombre bajo el maquillaje de Gottmik se echó hacia atrás en su asiento y rompió a reír.
—¡No! No soy gay. Soy bisexual, cariño. Pero vamos, que aunque sí lo fuera, no me refería a eso. Hablaba de actitud, de forma de ser. —”Incluso de naturaleza”, pensó.
Vera suspiró y apartó la vista, de nuevo avergonzada para no variar. Gottmik era un encanto de persona y odiaría molestarla… molestarle, bueno. Lo que fuera.
Hasta aquel momento, la escritora había creído que todos los travestidos eran homosexuales por definición. Pero claro, no tenía por qué ser así. Incluso, pensándolo bien, la palabra “travestido” no tenía significado más allá de patrones culturales; esa palabra significaba algo sólo porque se suponía que los hombres se vestían de una forma y las mujeres de otra, de acuerdo con a saber qué ley tácita en sociedad, o tal vez simplemente por costumbre, porque de siglo a siglo nadie había osado transgredir los límites tradicionales. La lucidez de Vera a pesar de las copas era asombrosa para asimilar nuevas perspectivas, pero al fin y al cabo esto tampoco era difícil de entender para ella porque, como buena escritora de silencio, sabía bien que si algo no tenía límites era la imaginación humana. Según esa línea de razonamiento, lo que coloquialmente era llamado “travestirse” podría ser, por qué no, sólo atreverse a divertirse y hacer arte en uno mismo.
—Por favor, disculpa mi ignorancia. Me temo que me falta mucho mundo por conocer —apenas murmuró las palabras, pero Gottmik pudo leerlas en sus labios.
—No pasa nada, te puedo explicar, no es problema.
»Yo nací con genética XX, quiero decir, con un cuerpo femenino por biología. A los nueve años me di cuenta de que no era una mujer… y a los diecinueve empecé mi transición.
Vera le escuchaba extasiada.
—Dios. Tuvo que ser muy duro. ¿Te has operado? —¡Bang!
—Bueno. Más duro habría sido quedarme como estaba, créeme. Me quité las tetas —respondió a la incómoda pregunta—. Y antes de eso, empecé a hormonarme. Lo único que Gottmik tiene que ver en este proceso es que ella tiene que ver conmigo; pero ella es otra historia.
—Entiendo…creo.
La Drag Queen se encogió de hombros suavemente y tomó un trago de su copa. Luego sonrió a Vera. Lo cierto era que no daba alegremente este tipo de explicaciones a nadie; como hombre, estaba un poco harto de tener que responder preguntas íntimas al cuñao’ de turno que, por lo general, interrogaba a bocajarro sin el menor cuidado, opinaba sin que se lo pidieran y, para colmo, no callaba ni por recato cuando le decías “soy hombre y tengo un coño como un camión”. Pero se notaba que Vera era buena persona y que preguntaba porque en verdad quería entender —seguramente porque le interesaba Bling-Bling—, no por cotillear o por mero morbo. Así que con ella valía la pena ponerse en palabras para auto-traducirse.
—Hay hombres y mujeres con todo tipo de cuerpos —añadió—. No tienes que hormonarte ni operarte si no lo necesitas, simplemente eres lo que eres y ya está. Cristina y Paca son mujeres. Sabes quién eres porque lo sientes, y no siempre la biología te acompaña.
Vera se terminó su copa, y Gottmik pidió una tercera ronda.
En aquel momento, la escritora no pudo por menos de soltar la pregunta que inevitablemente le vino a continuación, y que de hecho la había estado zahiriendo desde antes de entrar en el ConSentimiento:
—¿A Cristina le han… le han agredido por eso, en la manifestación? —Era imposible poner paños calientes sobre aquellas dudas que le ardían en la boca. Quizá fuera el alcohol estrujándole la sensibilidad, pero notaba que algo se le estaba quebrando dentro y le rasgaba el alma—. Porque algunas manifestantes pensaron que era… menos mujer que ellas, ¿es eso?
Gott asintió.
—Hay intolerancia en todas partes.
—Pensaron que ella no tenía derecho a estar allí.
—Así es. Menudas zorras.
Y tanto, Qué sabían ellas quién era Cristina. Qué sabía nadie de nadie.
La escritora guardó silencio unos momentos. Una parte de sí misma quería desaparecer de allí, fundirse con las luces y con la humareda sobre la pista de baile. Otra parte ardía en deseos irracionales de abrazar a Gottmik muy fuerte, y también a Paca y a Cristina. Y otra parte —una muy, muy grande— ansiaba terriblemente besar en la boca a Bling-Bling. Sin darse cuenta, bebió otro sorbo de su tercera copa.
—Lo siento de verdad por hacerte tantas preguntas.
—No pasa nada. —Gottmik le oprimió suavemente el brazo y a continuación hizo una mueca de duende malicioso—. Tranquila, que ahora me toca a mí. Cuéntame, ¿tienes algo con Bling-Bling? ¿Cómo le conociste?
Vera respiró hondo. Oh, sí. Ahora podría saldar su deuda respondiendo a Gott con absoluta y completa sinceridad. Antes de abrir la boca para contestarle, sin embargo, se dio cuenta de que eso de “saldar deudas” era tan sólo una excusa, porque, en realidad, por primera vez en su vida deseaba desnudarse en palabras y contarlo todo. Y “todo” era TODO.
—Pues, verás. Ayer, como a las nueve de la noche, acababa de pillar a mi novio poniéndome los cuernos con la que hasta ese momento había sido mi mejor amiga…
—Joder. Qué Cabronada.
—No tienes idea. El caso es que bajaba la calle queriendo llorar, pero las lágrimas no me salían. Y de repente empezó a llover.
—Oh, shit.
— La estación de metro estaba aún demasiado lejos —prosiguió Vera—. Así que me metí en el primer bar que encontré. Y ahí estaba Bling-Bling, cantando.
—¡Oh, fucking shit! —exclamó Gottmik, con la emoción de quien estuviera siguiendo en directo una telenovela—. Canta muy bien, ¿verdad?
—¡Sí! ¡Demasiado bien!
—Ok, ok. ¿Y qué pasó…?
—Pues yo estaba ahí en la mesa bebiendo licor de avellana tranquilamente, y la canción terminó. Y en esto que me entraron unas ganas terribles de echarme un truño, ¿sabes lo que quiere decir eso en español?
________
Bling-Bling miraba alternativamente a Gottmik y a Vera sin entender nada. La escritora tenía el rostro enrojecido y hablaba de algo incomprensible entre carcajadas; por su parte, la Drag se doblaba sobre sí misma en su taburete y lloraba de risa, apenas pudiendo hablar.
—Ja, ja, ja… ¿De verdad saliste con la mierda en la mano? ¡No puedo creerte!
—Ay, dios. Te lo juro, ahí todo el rato sujetando la mierda mientras hablaba con el hombre más sexy que vi en mi vida…
—¡Ja, ja, ja!
—El pobre Bling-Bling ni se dio cuenta…
—¡Bueno! No descartes que sí se diera cuenta, ¡es muy listo!
—Eh, pero bueno. Darme cuenta de qué —terció el mencionado, lo bastante cerca para haber oído ya su nombre un par de veces entre las carcajadas de los otros dos aunque no supiera de la misa la media. Sonrió y abrazó a uno y a otra de costado, situándose entre ambos y notando cómo la escritora se ponía rígida al instante. Lógico que ninguno de ellos le hubiera visto acercarse, considerando que llevaban un pedal de cojones.
—¡Bling-Bling, my friend! —Gottmik le enroscó un abrazo e hizo amago de darle una dentellada al aire a milímetros de su cara—. ¿En qué parte de este sagrado templo andabas, chico diez?
—Creí que nunca vendrías —murmuró Vera en su cuello, demasiado valiente como para apartarse de su olor. Ahora retumbaba en las paredes “Corazón de tango”, y eso no ayudaba en lo más mínimo a reprimir las ganas de besarle… así que estampó los labios ahí mismo, por debajo de la línea de la mandíbula de Bling-Bling. Él respondió sin mediar palabra, girándose hacia ella para encajarle la boca en un beso largo, obsceno y dulce.
El fuego se apoderó de ambos y el tiempo dejó de existir. Mientras exploraba a Vera a lengüetazos y muerdos, Bling-Bling la empujaba suavemente hacia el área de los baños. Con Gottmik nunca se supo qué pasó, y antes de darse cuenta la escritora se vio cuerpo a cuerpo con el cantante a puerta cerrada, desabrochándole la holgada camisa y descubriéndole los pechos. A diferencia de Gott, Bling-Bling no se había operado ni tenía intención de hacerlo; no estaba en sus planes parecerse a un hombre cis; no estaba en sus planes parecerse a nada que otros hubieran establecido. Era hombre siempre, y a ratos Drag King, igual que a ratos era músico, sólo porque así lo sentía. La única razón para definirse era, más allá de ser “visible”, no desaprovechar la ocasión de reventar estereotipos a patadas… cosa que, aparte de resultarle muy satisfactoria, tenía una importancia mundial. Los seres humanos necesitaban vivir en la verdad, y la verdad del reino interior era algo que sólo cada uno sabía.
Por su parte, la escritora enajenada, después de dos orgasmos múltiples, tal vez le dijera su nombre a Bling-Bling. Le diría el del D.N.I, o quizá le diría “Vera” porque le resonaba verdadero, no sólo por haberse sentido diosa cabalgándole la mano sino porque no quería que aquella noche terminase nunca, porque para él quería ser accesible. Porque, al menos hasta que el alba rompiese, a su vera quería estar.
Autor: Reyes
Ha sido tan especial para mi que hagas este relato, que visibilices y cuentes todo esto esto…No tengo palabras para describir cómo me siento con el resultado. Tengo a mi lado una persona que siempre me ha entendido y que nunca me ha juzgado. Y lo más importante…a la única persona que me ha visto a mi, a Morgan desde el principio, sin peros y sin quejas.
Eres vital en mi vida, eres mi vida. Simplemente gracias por verme y quererme como soy. Gracias GRACIAS por haber escrito esto.
Gracias por tanto siempre.
Te amo <3
no hay palabras para lo que te quiero y para lo agradecida que estoy porque estás conmigo. Quejas?! Pero si nada más verte me deslumbraste. Te amo, mi vida. Gracias a ti por todo; gracias por leerme siempre pero sobre todo por existir.
Bueno Reyes, me encanta como inicias el relato con un humor almodovariano y ochentero para terminar en todo lo alto dejando mucho que pensar y replantearse al lector. Aceptación y respeto. Cada cual es cómo es al margen del envase en el que esté y la etiqueta que lleve. Hay una cosa de Avatar que me encanta y es cuando dicen «Te veo» y significa que ven más allá de lo que está a la vista. Estas dispuesta a dar guerra este reto 🙂 me alegro.
Gracias, Nacho!!
Es un relato sobre cosas que me preocupan y me incomodan mucho… como la idea que tiene mucha gente de lo que se supone que debería ser o sentir una mujer, los ideales estúpidos (e irreales, claro) que están reverenciados, la discriminación dentro ya del propio «colectivo»… todo son fenómenos humanos que se repiten en la historia, siempre caemos en los mismos errores que desatan guerras.
Por otra parte en tiempos de Cristina y Paca tampoco había la «visibilidad» que hay ahora… El único recurso de Cristina, una mujer trans que dirías hoy en día, era hacer la calle en el parque del Oeste. Gracias a dios esto ya no viene siendo así en cuanto a aceptación -quiero pensar-, en el sentido de que se comienza a entender de una vez que no existe el sentimiento incorrecto, ni el cuerpo incorrecto, ni la identidad que uno «no debería» asumir (porque es algo enfermo, malo, etc, igual que una orientación sexual «desviada» del canon)… pero hay otros monstruos aun, como que precisamente las personas que más deberían entenderte te desvaloricen y rechacen, expulsándote de una manifestación que defiende derechos humanos para las mujeres.
Pasa que te das cuenta también de que hay mucho lío en general con los términos (lo que suele pasar cuando se ponen nombres o etiquetas a las cosas). Tipo que mucha gente confunde orientación sexual con identidad de género, o piensa que un «travesti» es gay por definición… Necesitaba poner términos en claro en este texto y me pregunto si lo hice bien, si se entendió (el riesgo de que fuera infumable en ese sentido era alto, y el riesgo de explicarme como el culo tb xd).
Gracias por leer y comentar y por este sitio precioso. Soy muy consciente de su importancia <3
Morgan … te puse falta en el de Irracional. jajaja
Profe, no me va a creer…
MI GATO SE COMIÓ EL RELATO. D:
OK, escribe sobre eso.
jajjajajajajjajaja xDD
Reyes.
Ha pasado un tiempo y no había podido disfrutar de este relato. ¿Ya te dije que soy tu fan y leeré todo lo que escribas?
Este tiene todo lo que me gusta leer. Sigue con el excelente trabajo. Todo lo que escribes tiene su sello y este no es la excepción.
Pero bueno! jejjej cómo que cuando seas escritor :***
Gracias, Alex;;;; siempre quedo sin saber qué decirte. Me hace feliz que te haya gustado.
Pues sabes, igual el «secreto» para escribir mucho (el mío) es no estar muy bien? Me viene otra frase pero es muy grosera,,,, estar un poquito en la M que se dice, gran confesión xd. Por eso siempre pienso que para que me lean yo tendría que pagar!!!!
Muchos besos. No te merezco.
También, es increíble como escribes tanto… Dame tu secreto. Cuando sea escritor, quiero ser como tú.