Angelitos negros

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A Maria Rosa Rafael no le gustaba que le obligaran a hacer cosas. Lo detestaba, especialmente en navidad. ¿No se suponía que la navidad era una fiesta sobre todo para los niños? Y un cuerno para los niños, menos todavía si una tenía la desgracia de ser “la hermana mayor” y había de soportar esa odiosa etiqueta, esa excusa perfecta para que cualquier adulto le endilgara todo tipo de tareas y responsabilidades. Ni siquiera en navidad podía descansar la cabeza de los deberes y las matemáticas incomprensibles, de su vida abnegada cuidando de sus hermanos y su abuela, de ese espanto de colegio que era escenario de humillaciones y fracasos diarios. Ni siquiera en navidad podía respirar.

Se sentía horrible la incongruencia de no poder respirar en navidad. Era como cuando uno está terriblemente triste y no puede escapar del día soleado al otro lado de la ventana, pero mucho peor. Nadie sabía nada. Nadie quería saber y nadie iba a ayudar.

Con el ceño fruncido, apretó los dientes al recordar el colegio. La mano que sujetaba la enorme piedra que usaba para machacar cristalitos de colores hasta pulverizarlos redobló la fuerza, la dedicación y en paralelo el refinamiento de los golpes. “Así, eso es”, con puntería y precisión máxima; triturando una y otra vez donde fuera necesario hasta conseguir aquel polvito de microscópicas virutas cortantes sin que le saltara metralla a los ojos. Era una mierda el colegio; era una mierda ser la hermana mayor; era una mierda, tremenda mierda como un piano, ir a la casa de tía Pituca para celebrar la Nochebuena que siempre trascurría entre virulentos espasmos de alegría fingida, como decía papá. Si papá mismo sabía que era horrible, ¿por qué iban? Lo más vomitivo y desagradable que podía pasarle a uno, pensaba Maria Rosa, era que le obligaran a estar contento.

Y se callaba, claro. Porque ni siquiera tenía derecho a protestar abiertamente. “Mira los pobres niños negritos que no tienen nada, y tú renegando de tu regalada vida”, le decía mamá cuando la veía poner morros en las fiestas. Con esta frase grabada a fuego en las circunvalaciones de la memoria, Maria Rosa saltaba, cual péndulo de Foucault, del sentimiento de culpa al odio silencioso hacia todos los negritos anónimos del planeta. Después de todo, es posible que fuera una niña caprichosa que tuviera una relación extraña con la empatía, pero no era una psicópata carente de reactividad emocional. Mamá a veces le había llamado así: “psicópata”, a ella y a papá; la misma palabra de mierda en diferentes contextos de la vida cotidiana. Por supuesto, cuando la vida cotidiana se sentía un infierno, era lógico que uno fantaseara en secreto con ir al cielo.

Machacó, machacó, machacó. Edu, a quien todos llamaban Dudu, el hermano mediano, no tenía esos problemas. Edu era normal. En Nochebuena, a él no le obligaban a ponerse unas medias tirantes que daban urticaria en muslos y pantorrillas, ni tenía que colocarse un ridículo vestido exactamente igual que el de Laurita, la hermana pequeña, a escala de su propio tamaño. Dudu no tenía que soportar el contacto del cabello mojado, recién lavado, con la rebeca de lana pegándosele al cuello y picándole como un demonio.

En fin. Piel irritada, palabras que vivía como insultos dirigidos directamente al alma para apelar al sentido común, los negritos martilleando la mollera, timidez (más bien necesidad de soledad, al menos por unas horas) que no respetaba absolutamente nadie, la voz aguardentosa de tío Fernando cantando villancicos para deleite de Laurita y los más pequeños… definitivamente, las Nochebuenas para Maria Rosa no eran en absoluto “noches de paz”. Y esta, la de 1989, la que tendría lugar (irremediablemente) en tan sólo unas horas, no iba a ser distinta. ¿O sí?

Sonrió. Sí. Tal vez, la Nochebuena que estaba por venir sería un poco diferente.

—Chatita, ¿qué haces?

Tan concienzudamente machacaba el vidrio Maria Rosa que no se había dado cuenta de que papá había entrado en el cuarto.

—Es un trabajo para el cole. ¿Te gusta?

Papá se agachó y se acercó más para apreciar la obra de arte. Asintió con seriedad al ver los montoncitos de cristal pulverizado, cuidadosamente dispuestos en el suelo y ordenados por colores. Una montañita verde, otra transparente y otra amarillo miel de jengibre.

—Es muy bonito, preciosa. ¿Qué vas a hacer con ello?

—Lo mezclaré con pintura —explicó la niña—. Para hacer un cuadro que brille.

Vaya idea peregrina. A saber de qué iluminada cabeza había venido.

—Oh. ¿Y qué vas a dibujar?

Maria Rosa se encogió de hombros.

—A mí me gustaría pintar animales, pero tiene que ser un belén hecho de material reciclado. Con la Virgen, San José, la mula y el buey y todo eso. Lo ha dicho la señorita Maruja.

—Maruja la bruja.

La niña se echó a reír. La profesora de la asignatura que llamaban “trabajo manual” en aquel colegio dirigido por dementes era, en efecto, una vieja bruja que solía gritarles a los niños. Por desgracia, ni Maria Rosa ni el resto de la clase tendría el gusto de perderla de vista aquel año si no se había jubilado ya, pero qué le iba a hacer. Aguantarla era una de las cláusulas del contrato tácito de ser niño, como todo lo demás.

—Sí. Esa.

—Bueno, chatita. Seguro que te queda precioso, y además puedes guardar un poco para pintar animales después. Yo te dibujo un cerdo, y tú lo coloreas y lo pones brillante.

Un cerdo brillante. Maravillosa sugerencia, sin duda.

Por la razón que fuera, el padre de Maria Rosa no veía ningún peligro en que su hija de doce años machacara cristales. Quizá pensaba que era una niña cuidadosa y tenaz en extremo en todas sus tareas, lo cual reducía todo riesgo a su entender.

—Claro, papá. —Ella no dudó en celebrar la idea. Papá dibujaba cerdos como nadie. Y siempre podía hacer más arena fina de cristales a partir de restos de botellas si no le sobraba bastante. Sólo había que envolver la botella en una camiseta, estrellarla contra el suelo varias veces, y luego machacar y machacar para obtener un resultado más refinado.

—Oye… ¿puedes quedarte esta tarde cuidando de la abuela Inés? Vamos a estar fuera hasta las siete.

La niña arrugó el ceño y ladeó levemente la cabeza.

—Iba a ir con Bea y Paula a vender lotería. ¿Dónde vais?

—A llevar a Laurita a casa de Mari Ángeles, que hace mucho que no la ve.

Claro. El bebé gracioso de apenas dos años a quien todo el mundo echaba de menos. Familia, amigos, vecinos; todo dios se derretía por Laurita y se deshacía en atenciones con ella. Qué ascazo.

Huelga decir que Maria Rosa odiaba profundamente a Laurita, al contrario que Dudu. A Dudu no parecía importarle que el bebé acaparase todos los buenos momentos y que nadie le hiciera el menor caso a él.

—¿Y por qué no le decís a Dudu que cuide a la abuela? El ya tiene once años.

En realidad, cuidar de la abuelita era sencillo. Solo había que estar un poco pendiente por si quería un vaso de agua o que le mulleran las almohadas, y preocuparse de que tuviera al alcance el mando de la televisión. Como mucho había que cambiarle los canales, porque a la pobre se le caían las cosas de las manos a causa de la artrosis; las pilas del mando a distancia salían volando, los vasos y las tazas se rompían en mil pedazos al caer al suelo, etc. Pero, fuera de eso, la abuelita era encantadora, y además contaba genial los cuentos.

Papá suspiró, y a continuación le dedicó a su hija esa sonrisa especial que siempre era preludio de la frase fatídica:

—Porque tú eres la hermana mayor.
»Dudu está jugando a la guerra con su amigo Guille, y además… no me fío de que le dé la pastilla de las cuatro a la abu.

Ah, cierto. La pastilla de las cuatro de la tarde. Aquella pastilla era muy importante y Maria Rosa lo sabía bien. Mamá le había explicado que esa pastilla se llamaba “sintrom” porque aquel nombre quería decir “sin trombo”. Por esa razón lo llamaban también “el anticoagulante”, ya que servía para que la sangre de la abuelita no se pusiera gorda y le taponara las arterias. Había que ser muy cuidadoso con la dosis que le tocaba cada tarde (media pastilla, un cuarto, tres cuartos…) porque, si se olvidaban de dársela o le daban una dosis menor, la abuelita podía sufrir un infarto en el corazón o en el cerebro. Y si le administraban más cantidad de lo que correspondía, podría desangrarse por dentro… o eso le había dicho mamá a Maria Rosa. En ambos casos, tanto equivocándose a la baja como por lo alto, la abuelita podía morir…y, definitivamente, Dudu era tremendo cabeza loca e irresponsable como para dejar en sus manos cualquier vida humana, aunque siempre aparentara ser el niño modelo de cara a la galería.

—Vale, papá. Yo me quedo con la abuelita en casa. Así, aprovecharé para envolver los regalos.

No se trataba de que hubiera comprado nada. Ni de lejos pensaría en gastarse la paga para comprarle regalos a mamá, Dudu, Laurita apestosa, la tía Pituca, la tía Cuca, el tío Fernando y los primos. Pero sí había recolectado amorosamente algunas cositas con sus propias manos -tal vez pudieran ser llamadas obras de artesanía-, que pretendía envolver. Artesanía fina, sí.

Papá besó a su hija mayor con orgullo y salió de la habitación. Qué bueno que ya tenía solucionado el marrón de la abuela.

A las tres de la tarde, Maria Rosa ya había terminado de pulverizar todo el vidrio. Había tenido que proteger el polvo de cristales de las patadas de Dudu, quien cuando papá y mamá no estaban era simplemente un demonio. Más que nada, el niño no toleraba el aburrimiento, aunque, por otro lado, Maria Rosa envidiaba aquella extraña facultad suya de adelantarse siempre a lo que los adultos esperaban de él.

Guardó los cristales en una única bolsita, todos mezclados. A continuación, fue a por la caja de sintrom de la abuela Inés, y se dispuso a preparar la dosis de ese día, acorde con el calendario. Era un cuarto de pastilla, tal y como le había indicado mamá antes de irse, pero a pesar de saberlo quiso comprobarlo. Ciertamente, era una niña muy minuciosa en los detalles, al menos en lo importante.

Dejó la medicación en un platito pequeño junto a la bandeja de la merienda, en la que colocaría dos mini cruasanes rellenos sin azúcar añadido y una taza de café descafeinado de sobre. Regresó a su cuarto y lanzó distraídamente la caja de pastillas sobre la cama, junto a la piedra que había utilizado para el trabajo manual y otros enseres. No era lo que se dice una niña ordenada o, de serlo, lo era a su manera.

Sacó del armario un rollo de papel de envolver. No se veía muy bonito, pero era de los pocos pasables que estaban a la venta en el bazar de debajo de casa. El típico papel navideño con dibujos de papá Noel y árboles de navidad, aunque ni siquiera era rojo. Sonrió para sí, arrastrando después, desde el espacio debajo de la cama, las bolsas de basura donde había guardado los regalos.

Un pájaro muerto para mamá, metido en una caja de madera que antaño contuvo lápices. Se le estaban saliendo las tripas, y las hormigas le habían comido los ojos, pero era innegable la belleza del color negro azulado en las pocas plumas que le quedaban. Maria Rosa se tomó tiempo para envolverlo con mimo, y le puso al paquete una moñita verde esmeralda y una pegatina en la que se podía leer: “espero que te guste”, junto al nombre de su madre.

Esas caquitas del conejo del vecino tenían un peligroso parecido con algo comestible. Así que las mezcló con el contenido de una bolsa de conguitos, y luego le puso un hermoso lazo a la bolsa. Para envolverla, hizo un paquete con el papel estampado y le colocó una etiqueta donde decía “Fernandito”. Este regalo iba a ser para su primo, de la edad de Dudu; Maria Rosa había tenido que cortarse el pelo el año pasado gracias a aquel chicle que él le había pegado en la cabeza.

Chinchetas y grapas en una bolsa de patatas “receta campesina”, aderezadas con una buena cantidad de pimentón picante. La tía Pituca jamás diría en voz alta que una bolsa de patatas empezada era una mierda de regalo, por mucho que eso saltara a la vista; seguro fingiría emoción al recibirla, pensando que fue una ocurrencia de los más pequeños.

De hecho, nadie tendría que saber que todas aquellas maravillas procedían de Maria Rosa, pues ella planeaba dejar los regalos en aquel saco enorme que el tío Fernando colocaba siempre junto al árbol de navidad. Y hacerlo sin que nadie la viera, claro.

Su preciada colección de cromos de la pandilla basura, para la abuela Inés. No sabía si ella los disfrutaría, pero ahí iba su preferido: Vomito Ricardito.

Y, ¡oh, cielos! ¿Qué tenía al fondo de la bolsa? Un pañal con caca de Laurita, un poco rancia (o no tan fresca como hubiera sido deseable) pero aún pringosa. Qué asco, por favor. Sólo faltaba desprenderla con un cuchillito de untar y añadirla a la masa de las galletas navideñas que estaba en la cocina, aquellas que Maria Rosa tenía la tarea de hornear antes de las siete de la tarde. Regalar galletas caseras era una tradición que le encantaba a la tía Cuca, y bueno, ¿no querían todos tanto a Laurita? Pues estas galletas iban a ser la caña de España.

Acabó de envolver los regalos a tiempo para darle la merienda y la pastilla a la abuelita. Le faltaba uno absolutamente genial que había tomado forma definitiva en su mente a última hora. Pero ese regalo final, el mejor de todos, sólo podía terminarlo por la noche en casa de tía Pituca.

Tras llenar a la abuelita de besos en la mejilla cubierta de lanugo suave, guardó los paquetes en su mochila de peluche, que era la cabeza de un perrito con orejas largas, y luego se sentó a ver la televisión. Daban una película de Rambo que le gustaba bastante a Dudu, y a la abu no le importó tenerla como matraca de fondo porque se quedó dormida después de merendar. Tras la película, los descerebrados de la misma cadena habían programado la emisión de unos dibujos animados cutrísimos, en los que salía una niña como protagonista cuya mejor amiga era una mosca con ínfulas llamada “Mosca”.

Papá y mamá llegaron a la hora convenida, y poco después Maria Rosa se entregó a la engorrosa tarea de vestirse y arreglarse para ir a casa de tía Pituca. Mamá se empeñó en hacerle ese asqueroso peinado con la raya al lado que le hacía la cara cuadrada, y le puso un lazo a juego con el vestido azul, homólogo al de su hermana.

Una vez vestida, peinada y perfumada cual pimpollo humano, Maria Rosa cruzó el pasillo forrado de fotos de Laurita y esperó en el salón.

En la casa de Pituca y Cuca todo transcurría según lo esperado. Maria Rosa había logrado dejar sus regalos sin ser vista dentro del saco, y no veía el momento de que tío Fernando empezara a sacarlos y a repartirlos. Pero eso sucedía siempre después del empacho en la cena, cuando él se iba al baño a cagar y a ponerse el disfraz de papá Noel.

Aprovechando que todos estaban afanados comiendo como cerdos (concretamente comiendo langostinos, cosa que Maria Rosa nunca entendería, pues, ¿cómo diablos eran capaces de devorar algo que tenía ojos visibles, a lo cual había que arrancarle la cabeza y chuparle lo de dentro?), fue a la cocina para darle los últimos toques al regalo que le faltaba: un montoncito de cristales pulverizados, y una buena dosis del sintrom de la abuelita que había machacado con aquella piedra, todo junto dentro de la compota de melocotón de Laurita. La maldita bebé era una fanática de la compota; eso era lo único que comía en la cena de Nochebuena, porque Laurita era el único ser vivo allí que podía hacer lo que le diera la gana. Era el único ser cuya opinión importaba, ahí y en cualquier parte, y que comía, gritaba, lloraba, dormía y cagaba lo que quería, donde y cuando le apetecía.

—¿Qué haces, petarda?

Maria Rosa dio un respingo al escuchar la voz de Dudu a sus espaldas, justo cuando estaba terminando de echar en la compota las esquirlas microscópicas de cristal y el polvo blanco de las pastillas. Mierda, debió contar con el hecho de que a Dudu no le gustaban los langostinos.

—¡Nada que te importe! —se giró iracunda hacia él, ocultando detrás de su propio cuerpo el cuenco de compota que estaba sobre la encimera. Pero Dudu advirtió la chispa de miedo y frustración en sus ojos, y se acercó más.

—¿Qué estás haciendo con la compota de Laurita?

El niño miró el cuenco de compota cubierto de polvos, y luego miró a su hermana.

—Le he puesto azúcar, nada más —replicó Maria Rosa, con un leve temblor en la voz.

—¿Azúcar? —la parafraseó Dudu, incrédulo—. ¡Eso es veneno! Se lo voy a decir a papá y a mamá…

María Rosa le sujetó por el brazo inmediatamente. Apretó los dedos en el agarre hasta que se pusieron blancos por las puntas, mirando desencajada a su hermano. Sentía que, tras este giro de acontecimientos, tenía que pensar rápido para que la situación no se descontrolase… pero estaba paralizada, clavada en el suelo, y en ese estado era incapaz de dar a luz idea alguna en su cabeza.

—Quieto —alcanzó a susurrar—. No se lo digas. ¡No se lo digas!

Y entonces Dudu sonrió.

—No. Haré algo mucho mejor.

Y, sin que Maria Rosa pudiera reaccionar, agarró el cuchillo de cortar jamón con la mano libre y se lo hundió a ella en el pecho. Se escuchó un crujido de metal y carne cuando la afilada hoja penetró entre las costillas, atravesando la pechera de nido de abeja del vestido.

—Siempre te has merecido ir de cabeza al infierno.

Maria Rosa ni siquiera pudo gritar. Cayó de espaldas, dándose en la cabeza contra la repisa de la encimera y salpicando de sangre los azulejos de la cocina. Su cuerpo hizo ruido al caer, pero en el salón de tía Pituca todo el mundo hablaba y reía demasiado alto. Su vestido azul se iba tiñendo gradualmente de rojo alrededor del mango del cuchillo.

Dudu resoplaba por el esfuerzo, contemplando a su hermana que yacía en el suelo casi nadando en su propia sangre. Le dio la vuelta con el pie y la dejó boca abajo, cerrándole luego los dedos en torno al arma homicida, en rudimentaria maniobra para que el apuñalamiento pareciera un desafortunado accidente. Estaba claro que los niños no debían trastear con cuchillos jamoneros, pero precisamente ese tipo de artilugios eran los que estaban a mano en una cocina durante la cena de Nochebuena, ¿verdad? Hasta los niños más responsables podían tropezar.

—Una alimaña menos en el mundo —murmuró para sí, mirando con aprobación la escena del crimen. Ciertamente, era muy desagradable que a uno le obligaran a estar contento cuando uno no creía tener motivos para estarlo, pero Dudu aquella noche los tenía—. Qué bien.

Tras los segundos que le tomó poner en orden su respiración, alargó la mano hacia la encimera y cogió el cuenco de compota. Dios, ¿pero qué era aquella mierda que su hermana había puesto ahí? Algo letal, eso seguro.

—Terminemos con esto —sonrió triunfal, añadiendo luego en voz más alta mientras se dirigía hacia el salón, removiendo el contenido del cuenco con la cucharita de plástico rosa a juego—: ¡Mamá! ¡Te olvidaste en la cocina la compota de Laurita!

Autor: Reyes

Sobre el autor

Reyes

9 comentarios en “Angelitos negros”

  1. Gracias, Bicerofonte!
    Qué bien que te entretuvo! Es larguito pero yo me lo pasé genial escribiéndolo.
    Saludos y muchas gracias por tomarte el tiempo de leer y comentar.

  2. Los giros continuos y sombríos aún tratándose de niños lo hacen a la vez imprevisible y delicioso.

    Tiene un cierto aire al panorama político actual incluso… Jajaja

    Fenomenal relato amiga Reyes, espero seguir leyéndote más por aquí. Saludos…

  3. Muy buen relato, entretenido, muy bien escrito y con múltiples giros que sorprenden al lector. Se siente muy real el personaje de María Rosa y da la sensación de estar realmente en su cabeza. Estaba expectante por qué haría Dudu con el cuenco, genial final! jajaja
    Gracias por compartir, saludos!

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