Cuando Katrina cantaba encima de la tarima, los marineros se quedaban en silencio, como si los fantasmas del mar les hubieran robado las palabras. La sal de sus corazones, endurecida por años de tormentas, se disolvía en la dulzura de su canto. Su figura escuálida debajo del viejo reflector proyectaba una sombra que cubría todo el bar, impidiéndole a cualquiera que entrase fijar su atención en otra cosa que no fuese ella. Sólo ella.
Yo siempre estaba sentado en una esquina, lejos de los habituales; no era marinero ni estibador, era más que todo un hijo con el corazón roto, un niño asustado perdido en recuerdos. Descubrí que la cerveza de este lugar, el Bar Galápago, era tan mala como la vida misma, pero con el tiempo me acostumbré a su sabor. Katrina y yo llegamos aquí al mismo tiempo; yo era apenas un niño. Ella prefirió la luz enclenque de la farola, mientras yo me desvanecía en las sombras. Cantaba canciones que sonaban como si hubieran sido arrancadas de las profundidades de un naufragio, quizá las mismas que Cristóbal Colón tarareaba antes de perderse en el horizonte. Su voz, siempre quebrada, flotaba entre los sonidos del violín que algún viejo marinero tocaba con manos temblorosas para recordar lo perdido.
Era nuestra rutina: Yo llegaba primero, pedía una cerveza que sabía a agua estancada, y me hundía en mi esquina. Luego entraba Katrina, con su ropa hecha jirones y el porte altivo de quien ya no tiene nada que perder. Se subía a la tarima y cantaba. A veces parecía que su voz venía de algún lugar más profundo que el cuerpo frágil y envejecido que la sostenía. Si mirabas con atención, podías ver una lágrima furtiva deslizarse por su mejilla.
Después de cada canción, la misma historia: algún hombre se levantaba, le hacía una señal y ella desaparecía con él por la puerta que daba al callejón trasero. A veces eran minutos, otras veces horas; En una ocasión me emborraché tanto que perdí la noción del tiempo, y todo se convirtió en un ciclo interminable de hombre entrando y saliendo del callejón. Siempre volvían, ella con su ropa más descolocada, algún moretón nuevo en la piel, y ellos con esa sonrisa de victoria, de haber conquistado algo que no les pertenecía.
Yo la amaba.
Y eso era lo peor de todo. Había noches en que nuestros ojos se cruzaban mientras ella cantaba, y aunque era sólo un segundo, esa mirada me mantenía vivo. Venía cada noche porque le había hecho una promesa: siempre estaría aquí, observándola, sin importar cuantos hombres se la llevaran después de cada canción. Aguantaría esta cerveza aguada, más cercana a la orina que a una bebida, si eso significaba estar cerca de ella.
Los estibadores me conocían de vista. Murmuraban y reían cuando me veían, como si supieran algo que yo no. Se decían entre ellos que mi padre había sido parte de su grupo, un hombre de mar que me había dejado más murmullos que recuerdos. Yo nunca conté mi verdad, pero entre marineros todo se sabe. Mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, fue de esos hombres que el mar toma y nunca devuelve.
De niño lo seguía al muelle, llorando detrás de él, rogándole que no se fuera. Cada vez era lo mismo: Una bofetada, un grito a mi madre para que me llevara de vuelta. Nunca soportó verme llorar. Mi madre y yo solíamos esperar en el muelle su regreso, pero con cada viaje, él volvía más viejo, más cansado, más distante. Traía consigo cangrejos tan viejos que apenas se movían y gambas diminutas, pero para mi madre y para mí era suficiente. Lo amábamos a pesar de todo, incluso de las bofetadas y el olor a salmuera que impregnaba su piel.
Hasta que un día no regresó.
Algunos dijeron que su barco se hundió en medio de una tormenta, otros que llegó a una ciudad amurallada, famosa por sus mulatas y decidió no volver. Mi madre lo esperó más tiempo del que yo pude soportar, cantando para llenar el vacío. Y yo, incapaz de ayudarla, decidí hacer como mi padre y preferí hundirme, solo que en vez de agua salada, me hundí en el alcohol, esperando olvidar lo que soy, de quien vengo. Pero teníamos que comer. Mi madre no quería que siguiera los pasos de mi padre trabajando en el muelle. Decía que mis manos eran demasiado frágiles para el trabajo duro de los estibadores.
Por eso vengo todas las noches al Bar Galápago, Para escuchar a Katrina cantar esas canciones de océano y derrota. Cuando termina, sale al callejón con cualquiera que pueda pagarle, pero eso no me importa. El hombre del bar, un tipo con cara de pocos amigos me da cerveza gratis mientras ella canta. Él entiende; también perdió a alguien en el mar.
Y entonces, cuando el bar se vacía, Katrina regresa a mí. Se acerca, su cuerpo cubierto de jirones y sus ojos apagados. Las lágrimas ya no son nuevas; son las mismas de siempre, que ruedan silenciosas por su piel. Me mira y yo me levanto, limpio su cara con la delicadeza que me queda y nos vamos juntos. La tomo del brazo, como hacía cuando era niño y caminamos hacia casa.
Mi madre me da las gracias como lo hace cada noche y volvemos a casa. Ella, mi madre Katrina, la mujer que sigo adorando, aunque el mar la haya arrancado de mí hace tanto tiempo.
Mañana volveremos a empezar.
Autor: Tomás Cárdenas
Tomás, tu escritura es una belleza. Admiro la capacidad de asestar golpes con tanta delicadeza… tu historia me conmovió mucho. Amé el dibujo del personaje narrador. Es él el que sabe cosas que los marineros murmuradores no, y no sólo por el giro final (que no es poco).
Muchas gracias por compartirlo. Siempre es un placer leerte <3
Querida Reyes, me placen tanto tus comentarios y siempre trato de dar esos golpes de efecto. Siento que escribir relatos no es un medio para dar una enseñanza al lector, aunque no tampoco es algo que no pueda hacerse, lo veo más como un entretenimiento y en mi caso me gusta mucho revólver tripas y mentes, entonces siempre trato de dejarle eso a quien me lee y aprecio que tengan el efecto como me mencionas.
Cuidate, un abrazo
Hola Tomás, me encanta tu relato, tienes un estilo, una forma de contar las cosas que me recuerda demasiado a mi mismo. Relatar mundos tristes y almas rotas no es fácil, enhorabuena, me llegó toda esa tristeza, la depresión y hasta el sabor amargo de ese mejunje que en el bar Galápago llaman cerveza.
Hola Ignacio, gracias por tus comentarios y haberte tomado el tiempo de leerme. Me parece muy grato saber que al igual que a mi te interesa explorar o leer en la literatura los mundos lúgubres y torturas del alma que podemos experimentar todos nosotros, pero que irónicamente dejan entrever la belleza de la vida misma.
Un abrazo.
No sé si lo hiciste a propósito pero Katrina cantaba en la tarima, me recuerda algo como: Anita lava la tina. Una frase un poco rítmica, como algo que puedes decir cantando.
Bueno, no me esperaba ese giro final, duro y real, un desarrollo excelente y la cereza en ese pastel ácido.
Hombre, usted sí que sabe cómo llegarle al alma a las personas con palabras.
Alex, no había notado esa pequeña rima jajaja. ¿Cómo escribir sin métrica, sin musicalidad? Muchos grandes hablan de eso. Me alegra mucho que te haya llegado al alma, más allá de cualquier cosa, busco entretener y causar impacto en mis lectores. Muchas gracias por tus comentarios.
Un abrazo.