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Aburrida, increíblemente sosa, eternamente simple, tremendamente soporífera… Se entretenía buscando adjetivos a aquella fastidiosa velada a la que su madre había decidido asistir. ¿Por qué? Pues porque asistía toda la crem de la crem, claro. Y cómo no, ella, con sus pasados treinta años, tenía que encontrar a algún caballero de buena familia con el que poder compartir tierras y nombre. Su querida madre estuvo al borde del colapso cuando le comentó, así de pasada, que ella no quería comprometerse, sino viajar y conocer mundo. Tuvo que retractarse cuando la vio caer sobre el sillón, abanico en mano y el rostro pálido, una mano en la frente y su acostumbrado “¡Ay de mí!” saliendo de entre sus gruesos labios. Si bien deseaba tenerla lo más lejos posible, no se consideraba tan mala persona como para desearle la muerte. Aunque tentada estuvo de continuar relatando su visión de futuro perfecto hasta provocarle un paro cardíaco. Lástima que no hubiera heredado su egoísmo.

Tiempo atrás su madre fue muy hermosa, pero los años no pasaban en balde y la buena vida, los excesos y las comodidades, la habían convertido en una mujer oronda, igualmente apetecible de no ser por su carácter agriado y su altivo desprecio por la vida. Las arrugas surcaban su rostro en unos labios y entrecejo constantemente fruncidos. Ojalá fuesen patas de gallo, Amaranta habría tenido una vida mucho más agradable. Su progenitora, pues no le gustaba llamarla madre, se había gastado toda la herencia de sus abuelos en constantes fiestas pomposas, en abundancias y muy variados lujos de los que podían haber prescindido perfectamente.

En una de esas celebraciones quedó en cinta de alguno de los muchos caballeros con los que intercambió algo más que bailes y conversaciones, pero, lejos de intentar solucionar su vergonzosa situación casándose con uno de esos jóvenes, prefirió mantener su soltería, teniendo a su hija en un hogar sin padre y sin madre. Aquella no era más que la mujer que la engendró, no se merecía otro tratamiento.

La había utilizado. Desde el mismo momento en que nació, la preparó para ser la dama perfecta que cualquier hombre querría como esposa. Mimó su piel por encima de su alma, pues no salió de sus labios un “te quiero” pero su piel lucía hermosa por los ungüentos que le aplicaba cada noche con sumo cuidado. Su cabello brillaba con reflejos cobrizos, sedoso y luminoso gracias a las cremas que aplicaba en cada lavado y los eternos cepillados al levantarse en la mañana y al acostarse en la noche. Su andar era grácil, aunque recientemente había adquirido una firmeza más propia de una señora dueña que de una joven servicial. Amaranta intentaba, por todos los medios, encontrar su propia personalidad y que esta fuese, en la medida de lo posible, contraria a todo aquello que buscaba La Señora de ella. A menudo reía a carcajadas, se recogía el pelo en un moño suelto y desenfadado, hablaba excesivamente alto y comía con las manos.

Era la antítesis de lo que su madre quería que fuera, pero esa tampoco era ella. Entonces, ¿Quién era en realidad?

Sentada a la mesa, frente a su madre, divagaba sobre la reciente novela que había terminado, intentando descifrar el significado que el autor había querido darle, pues sin duda tenía doble sentido.

—¿No piensas levantarte, niña? —El eternamente fruncido ceño era señal inequívoca de que su madre no esperaba un “no” por respuesta—. Los pretendientes no van a venir a buscarte a la mesa. Paséate por el salón para que puedan admirarte.

Amaranta pensó en llevarle la contraria, o, mejor aún, hacer caso omiso. Sonrió para sí pensando en la idea; sin duda, eso provocaría la furia de madre. Sin embargo, alejarse de allí no le parecía tan mala idea. Quizá pudiera salir a tomar el aire a algún balcón, lejos de los ojos de la bruja, y tomar el aire, que cada vez entraba con mayor dificultad debido al ceñido corsé.

—Sí, señora. Sus deseos son órdenes para mí. —replicó con un sonoro suspiro. Antes le guardaba cierto respeto, ahora se mofaba sin reservas. Le devolvía lo que había recibido. Así de simple.

—Muestra más respeto, ingrata. Todavía vives bajo mi techo, y que yo sepa, es el único sitio que tienes dónde caerte muerta. Si no cuidas esa lengua de víbora, puede que ese momento llegue antes de lo que crees. Largo de aquí.

Amaranta no respondió. Se levantó, alisando los pliegues de su vestido azul oscuro y negro, arrastrando el encaje que cubría sus pies, tomó su copa y se encaminó al fondo de la sala, buscando distanciarse todo lo que aquel inmenso palacio le permitiera. Cuando hubo alcanzado el extremo opuesto, cercano a uno de los arcos que daban a las escalinatas, se giró hacia la mesa que había dejado a lo lejos, para comprobar con creciente horror que su madre había abandonado el lugar y se dirigía hacia ella. Miró hacia los lados, buscando a alguien con quien mantener una conversación, cualquiera, excepto ella. Varios rostros le devolvieron la mirada; ninguna indicaba una posible charla amistosa. Las de las damas reflejaban altivez, odio, envidia o sorna. Las de los hombres, principalmente lascivia, aunque algunas eran de indiferencia o completo desinterés. El corsé comenzó a oprimirla como si hubieran tirado de los cordeles hasta aplastarle las costillas. Le faltaba el aire, la vista se le nublaba y los cuerpos de los presentes comenzaban a difuminarse, parecían borrones en burlescos movimientos. Salió corriendo hacia el arco más próximo, alcanzó la escalinata y ascendió a toda prisa, como si la persiguiera el mismísimo diablo. No tuvo la precaución de coger el vestido y tropezó con él varias veces, golpeándose las rodillas y las espinillas. Terminó de subir a gatas, casi arrastrándose por la alfombra roja con ribetes dorados que cubría los peldaños y se extendía por el corredor de la segunda planta.

—¡Amaranta! ¡Te ordeno que pares inmediatamente! Maldita niña malcriada…

“Tengo treinta y dos años, madre” pensó, poniéndose en pie con dificultad.

Tenía las piernas doloridas por los golpes, el vestido rasgado y una rozadura en la rodilla izquierda. Recorrió el largo pasillo buscando alguna salida. A su izquierda, las habitaciones estaban cerradas, todas con llave, al parecer. Se maldijo por no haber intentado huir en otra dirección. A su derecha, los balcones que daban a los jardines estaban todos ocupados, en su mayoría, por parejas compartiendo íntimas charlas o entregándose apasionados besos. Corrió a asomarse al más cercano, interrumpiendo una amena charla sobre lo maravillosas que eran las vistas desde allí.

—Disculpadme —dijo asomándose al exterior, entre la pareja.

—¡Eh! Este mirador está ocupado —espetó la joven dama.

“Está demasiado alto para saltar y el jardín queda lejos, no caeré sobre el césped”

Siguió corriendo, comprobando los balcones entre improperios e insultos de diferentes clases y con pocos modales, para ver si alguno daba a la hierba en vez de al empedrado. En el último balcón, un hombre de mediana edad apoyaba una mano sobre la barandilla y sostenía una copa de lo que parecía vino, en la otra. La miraba con notable curiosidad, habiendo reparado en el vestido rasgado y el pelo alborotado de la joven. Una poblada ceja se arqueaba inquisitivamente y levantaba ligeramente la comisura de los labios. Amaranta se quedó parada en frente del caballero de profunda mirada. Los zapatos de la señora resonaban amortiguados sobre la alfombra. Clap, clap, clap, clap… Miró a un lado y a otro, sin encontrar otro sitio en el que esconderse que no fuese tras la cortina del último balcón. Miró suplicante al caballero, salió al balcón, pasó por detrás, casi rozándole y se escondió tras la cortina de uno de los laterales. El que quedaba menos expuesto al corredor.

—¡Amaranta! Ven aquí inmediatamente. Estúpida desagradecida…

Lady Odette fue puerta por puerta empujando cada picaporte inútilmente y asomándose a cada balcón sin importarle lo más mínimo las imprecaciones. Antes de que pudiera asomarse al último, el caballero habló con una profunda y oscura voz, provocando un respingo en la señora.

—Disculpe, ¿Se puede saber qué está haciendo? —. No hubo tratamiento de cortesía alguno. 

—No creo que le importe lo más mínimo, caballero. —respondió elevando la barbilla con altivez.

—Yo diría que sí. Ha venido usted como una energúmena importunando a todos estos jóvenes y molestándome a mí con sus griteríos, así que me veo en la obligación de pedirle que se vuelva por donde ha venido.

—¿Quién es usted para decirme lo que debo o no debo hacer? —preguntó encarándose a escasos dos metros.

—Soy el Señor de la casa que está usted pisando y anfitrión de estos jóvenes a los que sigue molestando, señora.

—Disculpe, yo… —avergonzada se dio la vuelta y sus disculpas se volvieron un susurro inaudible mientras se alejaba.

Cuando hubo desaparecido y sus zapatos dejaron de sonar, Amaranta se incorporó lentamente, con el corazón martilleando en su pecho y el rostro perlado de sudor. El caballero tomó un sorbo de su copa y apoyó ambos brazos sobre la barandilla, de cara a la oscuridad de la noche.

—Dígame, señorita ¿Qué es lo que la lleva a esconderse de esa forma? Cualquiera diría que ha visto usted al diablo. —su voz ahora, aunque seguía siendo grave, había adquirido un tono meloso con menos reverberación. Parecía otra persona.

—Preferiría encontrarme al Diablo cara a cara antes que pasar cinco minutos más con esa mujer.

—Eso es porque no ha conocido usted la verdadera maldad, señorita —dijo mirándola de reojo.

—Créame, convivo con ella, Mi Señor. Pero, dígame ¿Por qué me ha ayudado? —Amaranta imitó su postura, se apoyó en la barandilla y miró hacia la oscuridad.

—Simple. Si esa mujer la busca con razón, siempre podemos solucionarlo y hacer que vuelva, no obstante, si es usted la víctima ¿Habría podido esconderse después de descubrirla?

—No, supongo que no. Gracias.

— Oh, no. No me las dé todavía. Primero debo saber los motivos de su huida y después decidiremos si conviene o no que la llame.

—Esa señora es… mi madre. —el caballero se giró al oírlo y la observó detenidamente. Amaranta se frotaba las manos, nerviosa—. Es… no sé cómo explicarlo. ¿Alguna vez ha sentido que vivía en una jaula en mitad de un jardín?

—Hace mucho tiempo de eso, pero sí.

—Ella no me quiere, me utiliza. Quiere tenerme en una preciosa jaula para lucirme ante todos hasta que alguien se encapriche de mí y ofrezca una buena suma a esa avariciosa.

—Deduzco por sus palabras que su madre quiere desposarla con un caballero con buen nombre. ¿Qué hay de malo en eso? Es lo habitual.

—¿Qué hay de malo? ¡Todo! Yo no quiero un esposo. No quiero ser de nadie. Deseo viajar, conocer el mundo, otros países y sus costumbres. Quiero visitar todas y cada una de las bibliotecas de las ciudades y leer sus libros. Quiero ir al teatro, a la ópera, bañarme en el río, comer hasta no poder más. ¡Estoy harta de esta vida! ¿Ve este corsé? ¡Cada día lo aprieta más!

—¿Y por qué no se deshace de él? ¿Qué se lo impide?

—Madre se pondría hecha una furia si no me lo pusiese.

—Pero usted es ya una mujer adulta. No tiene por qué seguir obedeciendo, ¿No le parece?

—¿Qué? Bueno, yo… Me amenaza con retirarme su protección. —Amaranta bajó la mirada al suelo, visiblemente sonrojada.

—Señorita, no tiene de qué avergonzarse. Entiendo que necesite a su madre para sobrevivir. Dígame, ¿No sería preferible, dada su situación, que buscara un hombre amable y justo con quien poder desposarse y terminar así con el calvario?

—¿Está usted proponiendo algo, caballero? —Amaranta le miró, descarada.

—¡Cielos, no! Yo soy todo menos amable y justo. No, no me refiero a mí. Hay muchos caballeros aquí esta noche.

—Pues a mí me parece que ha sido amable y justo esta noche. Y todavía no ha dedicado una mirada a mis pechos. No se imagina cómo me miraban esos jóvenes de los que me ha hablado.

—Señorita, créame si le digo que no soy la mejor de las compañías y que, a mi lado, no encontraría nada decoroso ni correctamente moral.

—¿Qué quiere decir? —Amaranta preguntó con un leve temblor en su voz. La de él se había ido oscureciendo a medida que hablaba.

—Nada que usted quiera escuchar. —La miró directamente a los ojos y la joven retrocedió unos pasos.

—Disculpe, pero creo que he cometido un error. Debo volver con mi madre.

Amaranta entró al corredor con el pulso acelerado y una sensación extraña, ambigua. Quería salir corriendo de allí, sin embargo, algo la instaba a darse la vuelta y continuar la conversación con el caballero. Siguió su primer instinto y bajó las escaleras, con el vestido sujeto y la otra mano en el pecho, que le retumbaba con fuerza. Un sonoro bofetón le provocó un terrible ardor en la mejilla. Nada comparado con la vergüenza que vino después. Al pie de la escalinata había, al menos, doce personas mirándola entre divertidas y curiosas. Susurraban a oídos de su congénere más cercano, intercalando breves risillas.

—Al fin te dignas a aparecer. Por hoy se acabó la fiesta, pero de ahora en adelante no vamos a perdernos una sola hasta que algún estúpido te lleve consigo y me libre de ti. Pienso recuperar hasta el último céntimo que he invertido en tu educación.

Lady Odette sujetó la muñeca de la joven con toda la fuerza y brusquedad que pudo reunir y tiró de ella, arrastrándola hacia la puerta principal, entre burlas y comentarios chistosos de los asistentes.

Las siguientes semanas fueron un infierno para Amaranta. De fiesta en fiesta, de mansión en mansión, todas y cada una de las noches. Durante el día, Lady Odette dormía plácidamente mientras la joven seguía con su educación y sus tareas diarias. De noche, el corsé le oprimía el alma y los vestidos, a menudo deseados por ella, se volvían anodinos y sin gracia. Un colgajo que pendía de un cuerpo humillado y dolorido, amoratado debido a los golpes que recibía, cada vez con más frecuencia, por parte de su madre. Llegó la decimonovena noche. El maquillaje cubría los círculos oscuros alrededor de los ojos y un carmín rojo en los labios le daba algo de color a su demacrado rostro. En aquella ocasión lucía un hermoso vestido rojo y negro, los colores de la sangre y de la noche. Esta vez volvían a la mansión que le causó tanto dolor. El alma se le encogió al traspasar sus puertas y recordar la vergüenza tras ese primer bofetón, preludio de muchos otros. Al llegar al salón principal bajó la mirada y se dirigió sin mediar palabra a la mesa del fondo, donde el cartel “Reservado, Lady Odette” reposaba sobre el mantel blanco con bordados dorados. En aquel lugar siempre se escuchaban vals, aunque con tonos ligeramente oscuros. Podría decirse que eran incluso tenebrosos. A Amaranta le agradaba esa música. Sentada en la mesa, al lado de Lady Odette, ambas de cara al baile, la joven llevaba el pelo sujeto en un perfecto recogido. La espalda recta, las manos en el regazo, bien colocadas y la barbilla ligeramente dirigida al suelo, para que su mirada fuera cortés y no altiva. Una buena señorita, educada y dócil, tras un escaparate de cristal exquisitamente adornado, expuesto a los caballeros interesados en adquirir tan bella joya. De hecho, por alguna extraña razón, eran varios los jóvenes que se sentían atraídos por ella después de haberse dejado doblegar. Era curioso que los hombres prefirieran tener a un conejillo asustado, eso demostraba su cobardía. Y precisamente uno de esos cobardes, al parecer, años más joven que ella, se dirigía a la mesa con aires de superioridad, probablemente con la intención de sacarla a bailar. Efectivamente, a escasos metros de la mesa, el joven comenzó a extender la mano.

“Otro más, no, por favor»

La garganta de Amaranta se cerró y el pulso se le aceleró. Un sudor frío comenzó a invadirla, precedido por un ligero temblor en las manos, que se frotó disimuladamente para sujetar los espasmos. El corsé la asfixiaba, la blusa de manga larga que su madre la obligaba ponerse para tapar los morados que cubrían todo su cuerpo, le provocaba un calor sofocante.

—Levántate niña —le espetó Lady Odette—. No se te ocurra dejarme en ridículo o lo de esta mañana te parecerán caricias en comparación con lo que pienso hacerte cuando lleguemos a casa.

Comenzó a recoger su vestido para no pisárselo al ponerse en pie. Se veía incapaz de levantarse, la ansiedad se apoderó de cada parte de su cuerpo, dinamitando cualquier intento de obedecer a su madre. Esta sujetó con fuerza la muñeca de la joven y murmuró entre dientes.

—Que te levantes, he dicho.

Amaranta se puso en pie con dificultad. La cabeza le daba vueltas, llevaba varios días sin probar bocado y durmiendo lo justo. Extendió una temblorosa mano hacia la del joven, que no quitaba ojo de su escote. Un brazo se interpuso en su camino, después el rostro del caballero que la cubrió días atrás, apareció ante ella, bloqueando al pretendiente.

—Disculpe, señorita. Creo que el otro día se fue sin acompañarme en el baile que me prometió —dijo extendiendo su mano hacia Amaranta. Miró hacia Lady Odette y sin inclinación alguna susurró un breve “Señora…”

Amaranta colocó su delicada mano sobre la del hombre y caminaron juntos hacia el centro del salón. Como si llevaran toda la noche ensayando, ambos colocaron sus manos e iniciaron el vals; un hermoso baile al compás de las melodías que sonaban en aquella mansión.

—Buenas noches, señorita —susurró a su oído.

—Buenas noches, mi Señor —miró la profundidad de sus ojos y el recuerdo de aquella noche se instaló en su memoria, arrancando pedazos de su conciencia dormida, doblegada…

—Parece que tiene calor.

—Estoy bien, se lo aseguro.

—El sudor que cae por su cuello y que empapa mi mano a través de la suya, indican lo contrario. ¿Acaso está nerviosa por algo?

—No, claro que no. Hace mucho calor en esta sala.

—Esa blusa no ayuda mucho, imagino. ¿Por qué no se quita las mangas?

—¿Cómo dice? —paró en seco el baile. Su expresión era una mezcla de incertidumbre y enfado.

—Digo que, si tiene calor solo debe quitarse esas mangas.

—¿Me está diciendo que rompa la blusa, Mi Señor? — Repuso indignada.

—Le estoy diciendo que rompa las normas, señorita.

El tiempo se detuvo en ese instante, Amaranta y el caballero se miraban inmóviles. La joven se giró, buscando con la mirada la mesa en la que Lady Odette observaba la escena con desaprobación. Sus miradas se cruzaron. El recuerdo de esa mañana, de los últimos dieciocho días, de los últimos treinta y dos años, se instaló en su memoria y comenzó a arraigar, haciendo brotar profundas raíces de odio y dolor que se fueron extendiendo hasta crecer en su pecho y florecer en ramalazos de ira.

—¿Sabe qué? Creo que tiene razón. Esta blusa me está asfixiando.

Arrancó la primera manga, mirando a su madre con todo el desprecio que pudo mostrar. Rasgó la segunda manga y tiró ambas al suelo, apartándolas después con el pie, con la boca torcida en una mueca de repulsa. Se llevó las manos a la espalda y aflojó el cordel del corsé. El pecho se soltó, acomodándose a un espacio más amplio. Respiró aliviada.

—Mucho mejor así. 

Tomó de nuevo la mano del Señor y colocó la otra en su hombro, iniciando de nuevo el vals. El salón al completo los miraba. Tenían la vista puesta en los brazos golpeados de la joven.

—No parece sorprendido, Mi Señor. ¿No le parecen feos mis brazos?

—Sus brazos son hermosos, señorita. Horribles son los moratones que los cubren y deplorable el ser que se los ha causado. Creo que ahora sí está preparada para escuchar.

—¿A qué se refiere?

—A nuestra conversación del otro día, por supuesto.

—No recuerdo bien, tendrá que ser más explícito —repuso con un claro tono de disgusto.

—Sí que la recuerda, solo que ha pretendido olvidarla. Pero no solo se encuentra aquí —con un dedo, tocó la sien de la joven—, también se ha instalado aquí —dijo poniendo la mano en su pecho, a la altura del corazón.

—No entiendo…

—Sí lo entiende, lo comprende y lo acepta. Si no lo hiciera, habría salido corriendo al verme.

—No quiero salir corriendo —bajó la mirada, avergonzada.

—Lo sé, y por eso hoy le ofrezco lo que puedo darle.

—¿Acaso es usted un demonio, Mi Señor? —le miró a los ojos, suplicante. Rogaba con los ojos tristes, pero esperanzados, que respondiera lo que ella quería oír y no lo que él le quería contar.

 —No soy del tipo de demonio que es su madre, si es lo que teme. Aun así, no seré amable, ni cordial. Conmigo no habrá modales, reglas ni protocolos más que los que usted y yo deseemos aplicar. No habrá moratones, sin embargo, le aseguro que habrá dolor. La noche se instalará en su alma y encontrará el placer en la soledad. Le daré poder, desaparecerán sus miedos y su dolor físico. Pero no encontrará más amor que el mío ni más compañía que la que yo le ofrezca.

—¿Podré despedirme de ella?

—Debe hacerlo, señorita. Venga conmigo, demos un paseo.

Lady Odette apagó el último candil del corredor antes de acostarse en el lecho. Había estado esperando dos horas en aquel salón, bajo las inquisitivas miradas de los asistentes. Le haría pagar a esa ingrata la vergüenza que había pasado. Se arrepentiría de su comportamiento y aceptaría la petición del joven Marius. De todos los que la habían pretendido era el más acaudalado. Aunque primero tuvo que convencerle de que su hija era dócil y obediente y que solo había sufrido un golpe de calor, tras el desplante que recibió el muchacho en su intento de sacarla a bailar.

“¿Dónde habrá ido la muy sinvergüenza?”, pensó mientras deshacía el apretado moño, dejando suelta su larga melena azabache cubierta de canas. “Ya volverá, no tiene dónde ir”. Con ese último pensamiento, sopló la llama de la vela de la mesita y cerró los ojos. No tardó en sumirse en un profundo sueño. Nada la atormentaba, no había remordimientos, nada de lo que arrepentirse que pudiera remover su conciencia… nada que reprocharse.

El inconfundible chirrido de los goznes de la puerta de entrada la sacó del hermoso sueño en el que disfrutaba de tres jóvenes en el lecho. Retozaban como cuando era una jovencita de pecho firme y piel tersa. Tardó unos segundos en ubicarse.

—¿Amaranta? —preguntó con la voz adormilada, sentándose en el borde de la cama. La puerta se cerró con un susurro amortiguado, no sonaron los goznes, no sonó la madera al chocar con el marco descuadrado.

—Amaranta ¿Eres tú? —su propia voz le resultó amortiguada, ajena. El silencio que vino después la sobrecogió. Era un vacío aterrador. Ni a través de la ventana abierta del dormitorio se escuchaban los naturales sonidos nocturnos, ni se oía ruido alguno en el interior de la casa. Tampoco escuchaba el viento que agitaba las ramas del sauce del jardín, proyectando siniestras sombras en la pared. Una silueta se recortaba, amenazadora, en el umbral de la puerta. No fue hasta que hubo avanzado varios pasos hacia el centro de la estancia, que la mortecina luz de la luna iluminó el delicado rostro de Amaranta. Lady Odette soltó el aire de golpe y el miedo dio paso a la frustración y la rabia.

—¡Así que eres tú! Estúpida niña, me las vas a pagar todas juntas.

Se levantó de la cama y se dirigió hacia la joven a grandes zancadas, levantó la mano y la descargó contra ella, enfurecida. Un estallido de dolor inmovilizó su brazo cuando la mano de Amaranta se cerró en torno a su muñeca, haciendo presa con una fuerza devastadora. Un aullido de dolor precedió al fugaz gesto de incertidumbre.

—No soy una niña, madre —su voz sonó hueca, carente de todo sentimiento. Solo un vacío, temible, oscuro y profundo vacío.

Amaranta avanzó con seguridad, haciendo retroceder a Lady Odette.

—¡Suéltame! ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Maldita seas!

—Ya estoy maldita… madre —sonrió con malicia, sin un atisbo de piedad en su dulce rostro.

—¿Qué…? —tartamudeó. El semblante teñido del más puro terror. Retrocedió hasta chocar contra la pared. No había salida. No se abalanzó sobre ella, no fue rápido, no… Ojalá hubiera sido rápido, ojalá el martirio no hubiera durado tanto tiempo. Pero duró una eternidad, los minutos le parecieron horas. Cada movimiento le pareció ralentizado, como si estuviesen ambas debajo del agua. Amaranta se aproximó, retorció el brazo provocando otro aullido amortiguado por el ambiente cargado de ese absoluto silencio. Lady Odette giró instintivamente, quedando de cara a la ventana, con el brazo retorcido a la espalda. Con la mano libre, golpeaba el aire, intentando alcanzar sin éxito a Amaranta. Sintió un brusco tirón en el pelo, y un dolor punzante en el cuello que había quedado al descubierto. Labios. Fríos pero húmedos. El líquido, tibio y espeso, se deslizó por su cuello, dejando dos surcos escarlatas a su paso, tiñendo el inmaculado camisón. Su corazón quiso latir, quiso bombear desesperado el líquido vital, pero solo existía un vacío absoluto, aterrador como el silencio, temible como la última imagen que vio antes de cerrar para siempre los ojos. El caballero de la mansión de la última noche la observaba desde el jardín. En la profundidad de sus ojos se reflejaba el mayor de los horrores, el peor de los infiernos. Y en él cayó, como en un pozo oscuro en el que millones de almas alzaran sus manos para acogerla, bajo el abrazo eterno, en el seno de aguas negras.

—Eso ha sido simplemente exquisito, señorita —le dijo, mientas ofrecía su brazo a la joven para caminar juntos hacia la noche.

—Llámeme Amaranta, se lo ruego. Lady Amaranta.

Autor: Laura Redondo

Sobre el autor

Laura Redondo Escritora

Los libros han sido siempre grandes compañeros de vida; alivio de pesares, promotores de ideas, recreativos de mundos y sueños… La fascinación por la lectura, me ha llevado siempre a tener la necesidad de entrar, de algún modo, en ese magnífico mundo de las letras y ser más que simple espectadora. Desde mis inicios en la infancia como menuda emborronadora de historias fantásticas, mi camino con la pluma ha sido inconstante, llegando, en ocasiones, a desaparecer casi por completo hasta que, hace no demasiado, decidí que había llegado el momento de plasmar sin ambages lo que en mi interior se estaba forjando, que no es, ni más ni menos, que el carácter y personalidad unidos a unas vivencias, experiencias y un reciente, a veces contrariado amor por la filosofía, que hoy se muestra entre las letras que traza la tinta de mi alma. Ya sea en prosa o en verso, con humor o ácida ironía, repleto de erotismo o bañado en la luz heroica de un romanticismo de acero, mis letras muestran una puerta a lo oscuro del alma, a la raíz del ser humano y a su pasión por la belleza etérea de un arte que nace en las entrañas, se alimenta de la mente y muere en la boca para ser el alimento de masas.

3 comentarios en “Amaranta”

  1. Hola, Laura!
    Bienvenida, me alegra mucho leerte aquí.
    Bueno… trajiste una historia de monstruos diferentes, el peor de todos (por desgracia y con diferencia) esa madre cruel y los hombres que quieren sacar ventaja. Personalmente, me fascina la figura del antihéroe (se me ve el plumero cuando escribo en cuanto a que es mi preferida…), porque sí, claro… dónde está el villano, quién es la bestia oscura realmente. En este caso, la bestia arquetípica es la liberación… el mal verdadero que sufría esta pobre chica era su realidad cotidiana.

    Un abrazo.

  2. Me ha gustado tu relato Laura. Me encantan los demonios que se esconden dentro de las personas torturadas, manejadas y utilizadas y que cuando salen arrasan con todo lo establecido. No hay nada peor que una madre desnaturalizada, o debería decir, no hay nada mejor para convertir a una niña en un demonio.

  3. ¡Oh!

    Empecé leyendo y dije para mis adentros que se trataba de Orgullo y Prejuicio, pero el prejuicioso he sido yo. Vaya que bien merecida la cachetada que me has dado. ¡Bravo!

    He disfrutado tu relato de principio a fin. Algún día quisiera leer una continuación de esta historia, solo porque me fascino en mí mismo de seguir imaginando. ¿Es una posibilidad saber más de Amaranta?

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