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I: ¿Quién fue primero?
Cuando llegó al Teseracto, a mediados del largo invierno en el quinto año de la nueva era, Joelyn fue guiado al pabellón de residentes por un hermano de la Santa Orden vestido de camuflaje.
El hermano le dejó solo en su celda sin mediar palabra, y Joelyn sintió una punzada de desesperación al recorrer con la mirada el exiguo mobiliario. A su derecha, un catre del antiguo Ejército Eclesiástico se hallaba emplazado bajo un respiradero donde las pelusas hacían puenting, impulsadas por el aire duro y pesado del desierto. Sobre el catre yacía una manta raída, colocada de cualquier manera, en cuyo tejido aún se leían las letras “EES” estampadas en rojo. Una caja que antaño podría haber contenido fruta, colocada boca abajo, hacía las veces de mesita de noche. La bujía sobre la caja, un espejo salpicado de gotas resecas en la pared opuesta y una banqueta metálica completaban el conjunto. Visto el lugar desde un derroche considerable de imaginación, uno podría haber pensado algo como: “Los mejores momentos en tu casa con Jinkea”, aunque, por fortuna, ahí no había ningún armario volkensbarjen con cuatro tornillos de más.
Joelyn cerró los ojos por un instante y suspiró. No podía negar que durante años se había acostumbrado a la vida acomodada al otro extremo de Eleutheros, por lo menos mientras estudiaba enfermería en la universidad. Sin embargo, había entrado a trabajar a las instalaciones de recarga en el Teseracto por decisión propia, en verdad por motivos fuertemente arraigados en su corazón. Y, para bien o para mal, al corazón Joelyn siempre le hacía caso.
Abrió los ojos. Se acercó al espejo con paso vacilante y se miró en él. La superficie estaba agrietada de parte a parte, pero eso no le impidió contemplar su propio rostro a la luz moribunda del candil. Se había rapado el pelo según las instrucciones de La Orden y le costaba acostumbrarse a su nuevo aspecto, pero no podía negar que ese sujeto que veía al otro lado era él mismo. Bohr, un amigo de la familia que había trabajado en el centro reclutador de recarga, le había asegurado que tan solo un mes de estancia allí le cambiaría la mirada a cualquiera… Joelyn sentía cierta intriga por esto y se preguntaba, en caso de que fuera cierto, cómo serían sus ojos -los ojos que ahora veía en el espejo, aquellos cuyos secretos creía de sobra conocer- después del primer semestre de prueba.
Tomó el uniforme que alguien había dejado doblado encima de la banqueta y se vistió. Ya sabía cómo era; en el camino a la zona de residentes había visto algunos colegas vestidos así: un mono de operario en color gris desvaído, con el correspondiente número de identificación enganchado en el bolsillo delantero -24601-, y unas botas verdes con suela aislante. El uniforme de un enfermero que trabajaba para el departamento gubernamental de I+D en pro de ayudar a construir un mundo comprometido, libre y sostenido por los mínimos impuestos. Un mundo donde todos se beneficiaban de la eficiencia energética humana: eso era Eleutheros.
El hermano le había entregado un papel con su horario, en el que también se mostraban las diferentes ubicaciones por las que Joelyn rotaría durante el primer semestre de contrato. Le echó un vistazo. Primeras dos semanas: rehabilitación. Perfecto. Allí era donde menos trabajo habría, no estaba mal como toma de contacto. Le habían dicho en la entrevista que la zona de rehabilitación no ocupaba ni tan siquiera un pabellón entero. El servicio que se esperaba de él allí sería lo más parecido al trabajo en un hospital de los de antes de la Última Guerra.
Suspiró y continuó leyendo el cuadrante de rotación. Las tres semanas siguientes le tocaría estar en triaje. Oh, dios santo. Las salas de triaje eran el lugar donde Joelyn no quería trabajar por nada del mundo. Allí, en colaboración con facultativos e ingenieros, era donde se decidía si un paciente iría a la zona de rehabilitación, a recarga o directamente a mueredero.
Semana siguiente: crematorio. Eso le extrañó. ¿Qué iba a hacer un enfermero allí? No tenía ni idea, ni se sentía capacitado para funciones funerarias, pero en fin, ya le explicarían. Al menos en el crematorio uno trabajaba con restos humanos y no con humanos en sí.
Cuatro semanas siguientes: pabellones de recarga.
Joelyn no siguió leyendo. Se sacudió el polvoriento uniforme y salió al exterior. Bajo la luz del sol, observó que la tela del mono estaba comida por la lejía en algunas partes, sobre todo en las perneras.
Campanas sonaron procedentes de la capilla al final del callejón y le distrajeron.
–Buenos días, soldado.
Joelyn miró en dirección a la voz de flautín y lija que tal vez se había dirigido a él. Quien en efecto le había hablado era un anciano enjuto que empujaba una mesita con ruedas, apoyándose en ella. Acababa de salir por una puerta acristalada, señalizada con un cartel donde se leía: “Donaciones y entrega voluntaria”. Sin saber muy bien por qué, Joelyn sintió un escalofrío de lástima.
–Buenos días, señor –respondió. Y añadió, dubitativo–: ¿Quiere que le consiga un andador en condiciones?
Los ojos del anciano relucían vivaces y azules en su rostro marchito. La piel de su cuello, su cara y sus manos se veía pálida y frágil como papel de fumar.
–Oh, no, no –replicó con una carcajada–. Gracias, hijo. Pero esta mesita me acompaña desde que me diagnosticaron y vine a vivir aquí. –Señaló con un gesto hacia la zona de refugiados, y a continuación hizo lo posible para expandir el pecho y que se vieran las condecoraciones de veterano de guerra que llevaba–. Empujo la mesita hacia allí, y me siento en el banco de piedra que hay junto a la empalizada. Y juego a las cartas. ¿Te gustan las cartas? –preguntó inquisitivo, entornando la luz de sus ojos –. Normalmente juego solo, pero no me importaría tener compañero.
Joelyn no supo qué decir.
–Me refiero a los naipes –se apresuró a aclarar el anciano–. No a las cartas de amor u otra correspondencia.
Volvió a reír. Apenas le quedaban dientes. Joelyn sonrió.
–¿Tiene una baraja?
–¡Una sola no! –El viejo entreabrió el bolsito tipo bandolera que llevaba cruzado sobre el pecho y le mostró a Joelyn su contenido–. Mira, tengo por lo menos cuatro. La que más me gusta es la francesa, aunque no está completa. Mira.
Sacó una baraja antigua y la abrió en abanico todo lo que sus artríticos dedos le permitieron. Frunció una sonrisa al ver él mismo las cuatro primeras cartas.

–Ah, hijo, es como la vida misma. En el mundo de las guerras está el rey con su consorte, queriendo ganar. Por otro lado, la resistencia de las picas, luchando también. Y luego… aquí a mitad, algunos idiotas que van con una flor en la mano en el medio del odio.
Joelyn miró aquellas cartas con detenimiento.
–¿Tú qué eres, hijo? ¿Rey, rebelde o idiota? No me lo digas, eres idiota. –Le sonrió con un brillo de súbito afecto en los ojos.
El enfermero ladeó levemente la cabeza y luego sonrió a su vez.
–Supongo que sí.
–No me lo tomes a mal –farfulló el anciano–. Desde que estoy aquí, cada vez que veo una persona nueva me pregunto si es rey, rebelde o idiota. A veces, los rebeldes y los idiotas son parecidos –se encogió de hombros–. Sólo tienen una forma diferente de no aceptar la situación. Otras veces, sin embargo, los rebeldes terminan siendo el rey.
»Me pregunto eso cada vez que conozco a alguien aquí, desde que sé que terminaré sirviendo con mi cuerpo a mi patria y mis huesos terminarán en el crematorio. O sea, desde que llegué.
Joelyn respiró y desprendió por un momento el contacto visual con el anciano, dirigiendo la mirada a la puerta por la que este había salido.
–¿Ha estado en Donaciones? –inquirió.
El veterano asintió.
–Sí. Cuando me siento débil, entrego ahí un poco de mí mismo. Pero los días que siento vitalidad, intento disfrutarla –carcajeó–. No son muchos. Últimamente voy a entregarme casi todos los días.
Joelyn mostró un gesto demasiado apesadumbrado sin darse cuenta.
–Vaya. Lo siento.
–No, qué va, no lo sientas, hijo. Después de todo, es lo menos que puedo hacer. Una vida entera de servicio, je, je. Como tú, eh. –Le dio un frágil puñetazo de camaradería en el brazo–. Seguro que me entiendes.
El enfermero asintió, más que nada por cortesía.
–Veo que no te apetece jugar a las cartas –sonrió el vejete, iniciando un paso renqueante hacia la empalizada, empujando su mesita–. No pasa nada. Ya jugaremos en otra ocasión.
Se detuvo un momento antes de seguir, para lanzarle a Joelyn una mirada de la cabeza a los pies. De esas miradas que le escanean a uno. Después exhaló un suspiro largo y quejumbroso, como si el reconocimiento visual le hubiera costado un gran esfuerzo.
– ¿Sabes algo que también me pregunto a menudo, hijo?
–¿El qué, señor?
El anciano miró hacia abajo, fijando la vista en una fila de hormigas que iban en procesión a través del suelo salpicado de arena.
–Me pregunto quién fue primero, si el rey o el rebelde. Ya sabes, si el rey fue siempre rey o fue antes otra cosa.
Tomó aire, y su gesto se volvió triste cuando volvió a exhalar.
–No sé quién sería el primero en esta última guerra, y realmente ya no me importa –continuó–. No sé si los idiotas pueden ser reyes alguna vez. Quiero pensar que ellos no valen para la guerra, como esos niños a quienes sus padres regañan por no defenderse a puños en el patio de la escuela. –Levantó la cabeza de nuevo y añadió, tras una breve pausa–: Sé que me entiendes, hijo. Después de todo, me espera entrar a recarga un día de estos. Es normal obsesionarse con que todo se transforma, cuando se siente tan cerca el día en que al fin te transformarás tú mismo y ya no estarás para verlo.
Y después de decir aquellas palabras, tal vez jamás exteriorizadas con anterioridad, comenzó a alejarse despacio hacia la empalizada que delimitaba el recinto, empujando su mesita.
II-Rehabilitación.
Joelyn pensó que en el área de rehabilitación el trabajo sería más llevadero. Un trabajo para el que necesitaría echar mano de la mayor y más refinada herramienta que tenía (su sensibilidad), como todos los relacionados con su profesión, eso sí. Seguro contaría con la posibilidad de implicarse con los pacientes a quienes cuidaría, pero todo sería más llevadero que en cualquier otra sección del Teseracto y no tan diferente. Un trabajo parecido al de un hospital de los de antes de la Guerra, eso sería lo que se esperaría de él, sí. Sin embargo, no podía imaginar cuánto se equivocaba.
Quedó marcado desde el tercer día, cuando su paciente 332-L, siempre taciturna y en silencio, recibió la visita de su marido. Era la primera vez que Joelyn veía a aquel hombre pálido, cansado y con círculos violáceos excavados bajo los ojos. Se llamaba Edmund. Ambos habían vivido la mayor parte de su vida en el antiguo Texas.
Al final de su jornada laboral aquel día, Joelyn supo por qué Edmund no había acudido hasta entonces a ver a su esposa, quien se recuperaba tras la extracción mecánica de su útero inservible y enfermo. Edmund no había ido al pabellón de rehabilitación porque, hasta aquel momento, había pasado las mañanas, las tardes y las noches despidiéndose del hijo de ambos en la zona de recarga. El pobre niño habría nacido con alguna tara genética, o eso era lo que podría especularse.
Cada día y cada noche, Edmund contemplaba a su hijo a través de un cristal hasta que las instalaciones cerraban. Incluso relató entre lágrimas que se quedaba ahí fuera tras el cierre, pegado al edificio principal y tratando de esconderse de la primera patrulla de reconocimiento en la madrugada. Hacía esto en un intento fallido de no dejar solo al pequeño, porque aún se seguían sintiendo desde el interior del edificio los chispazos, los horribles chasquidos que apestaban a muerte recalentada, aunque ya no hubiera trabajadores humanos dentro.
Aquel día, el tercer día de trabajo de Joelyn, el hijo de ambos había recibido el alta por fin. Eso significaba que iría al mueredero, en tanto en cuanto ya no podían utilizarlo más. Con suerte, su estancia allí sería corta.
Era tan solo un bebé. Joelyn lo supo cuando vio a Edmund con la mirada perdida, caminando como un autómata hacia la cama donde descansaba su esposa, sujetando entre sus brazos un pequeño fardo inmóvil.
No pudo evitar ver lo que cubrían aquellas sábanas hechas jirones.
El bebé apenas era visible bajo las telas salvo por su gran cabeza. Tenía unos tres meses de vida y sin embargo parecía un feto arrugado, casi momificado. La piel cuarteada y cenicienta se le pegaba a los huesos, a la pequeña nariz y a las cuencas de los ojos hundidos.
El bebé, sin fuerzas para llorar, respiraba aún débilmente tratando de aferrarse a la vida. Demasiado espacio entre una inhalación y otra. En cada exhalación, se agitaba en los brazos de su padre como si su pecho contuviera un enjambre de polillas hambrientas.
Joelyn quedó atrapado en aquella imagen sin poder apartar la vista. Hasta ese instante, siempre había creído que solo los ancianos o las personas adultas muy enfermas eran enviadas a recarga. Aquel día descubrió que no era así y que, después de todo, había dado por hecho algo que se había sacado de la manga, pues nadie le había dicho jamás que los niños estuvieran exentos de servir al mundo.
Desde aquel día en adelante, siempre llovería en sus ojos por mucho que encontrase motivos para sonreír. En efecto, tal y como el día de su llegada había fantaseado ante el espejo de su celda -ya no lo recordaba-, su mirada había comenzado a cambiar.
III- Triaje
Había una copia del odioso formulario color rosa en la puerta de cada una de las cinco salas de triaje. Quizá los colgaron ahí para disuadir a algunos candidatos antes incluso de que pudieran rellenar el suyo. Bajo las palabras en la cabecera -”criterios de descarte”- podía leerse:
“Todo ciudadano eleuthera, en caso de enfermedad, tiene derecho a tratamiento, terapia y rehabilitación salvo en los siguientes casos:
-
Ser mujer fértil.
-
Haber sido diagnosticado de una enfermedad incurable.
-
Padecer una enfermedad crónica que suponga, a largo plazo, un gasto dinerario excesivo. (ver anexo IV sobre cantidades de corte).
-
Padecer un proceso agudo cuyos gastos de curación superen la barrera actual de corte.
-
Incapacidad laboral permanente.
-
Incapacidad laboral transitoria de más de un año de evolución.
-
Estar en lista de espera para un trasplante o una operación desde hace más de un año.
-
Haber renunciado voluntariamente al servicio militar”.
Con solo cumplir uno de estos supuestos, uno solamente, la persona ya era considerada no rehabilitable. Si una mujer que enfermaba era capaz de albergar vida en su interior; si una persona enferma de cualquier edad no resultaba útil ni rentable al estado de ninguna manera, esa persona era inmediatamente descartada. Una vez reconocida como no rehabilitable, la persona en cuestión pasaría a disposición del tribunal del Teseracto, cuyos miembros decidirían los pormenores de su destino.
Junto al formulario rosa, al mismo nivel, clavada así mismo en el marco de cada puerta, se podía leer la Carta Verde de Salvamento. A pesar de su nombre, no suponía ningún salvoconducto.
“Criterios no vinculantes para entrar en rehabilitación con prioridad:
1-Ser estéril.
2-Tener un C.I menor de 80.
3-Ser un trabajador activo al servicio del país.
4- Cumplir los estándares actuales de óptima condición física.
5- No haber sido nunca diagnosticado de trastorno o enfermedad mental alguna.
6- Presupuesto de curación que no supere las barreras de corte en gastos de tratamiento, técnicas y medios, y por tanto sea viable.
7- Padecimiento agudo con pronóstico aceptable que pueda ser tratado y/o solventado con inteligencia artificial de soporte y maquinaria sin necesidad de intervención humana.
8- No haber renunciado jamás al servicio militar en la Santa Orden de la Piedad, antiguo Ejército Eclesiástico”.
“No vinculante” significaba que aquellos supuestos no le salvaban a uno de ser descartado. Por otro lado, para obtener la tan ansiada prioridad, uno tenía que cumplir por lo menos tres.
Era fácil deducir por qué el área de rehabilitación no ocupaba ni tan siquiera un pabellón entero. Por el contrario, la gente se agolpaba en colas kilométricas frente a las salas de triaje todos los días. Y en una de esas salas estaba Joelyn, comprobando la veracidad de los datos adjuntados a cada formulario que un ciudadano de Eleutheros y otro, y luego otro, y luego otro colocaban sobre su mesa. El trabajo sucio recaía sobre sus manos porque, a fin de cuentas, si tenía alguna duda siempre podía consultar a un superior.
IV- Mueredero
El mueredero no constaba de momento en el cuadrante de Joelyn, pero él se veía obligado a pasar por delante de las instalaciones cada vez que iba al trabajo o volvía a su celda. El edificio redondeado, de paredes agrietadas y pálidas como el hueso, se hallaba a las afueras del Teseracto, justo delante de los barracones de residentes, lindando con la empalizada a cuyo abrigo se sentaba a jugar a las cartas aquel anciano que conoció en su primer día. Parecía haber sido construido a propósito en una zona perpetuamente sombría, en cierto modo apareciendo moribundo también al levantarse contra el cielo, corrompido y en lenta descomposición, al igual que todo lo que uno imaginaría dentro. Por mucho que Joelyn hubiera tratado de sortearlo en algún modo, le habría sido imposible.
Junto a la fachada, devorada por toneladas furiosas de tonga -el líquen del desierto que, inexplicablemente, parecía no sólo sobrevivir sino hacerse más y más fuerte en las peores condiciones de sequía-, había un par de árboles muertos emergiendo del adoquinado. Joelyn había visto seres humanos atados a aquellos árboles.
La noche del último día que pasó en las instalaciones de rehabilitación, Joelyn vio a una monja de la Sagrada Orden aproximarse a un sujeto particularmente ruidoso y delirante que estaba atado a uno de los árboles. Él le escupió a la cara, y ella le dio una sonora bofetada que le hizo a Joelyn detenerse en seco.
–Es una lástima que la violencia sea el único lenguaje que entiende este pobre desgraciado –gruñó la monja, frotándose la enrojecida mano en el hábito y dedicándole al enfermero una sonrisa breve.
–Por lo que veo, es un lenguaje que usted domina a la perfección –le espetó Joelyn sin poderse contener, susurrando lo bastante alto como para ser oído.
Aquello le salió del alma. Ver al hombre retorcerse aún con las manos atadas le produjo náuseas.
La monja, que vestía el hábito antiguo de las teresianas, se encogió de hombros sin inmutarse y comenzó a desatar al pobre desgraciado. Sus ojos pequeños y juntos estaban clavados en él, y sin embargo ella parecía estar mirando a algún punto perdido en la lejanía, a través de la piel y los huesos.
–Siempre se pone así a esta hora, porque sabe que le toca ir a la ducha –farfulló, aunque no con el tono que emplearía alguien para dar explicaciones.
–¡Porque el agua está helada, maldita zorra! –gritó el hombre, sin embargo dejándose conducir mansamente hacia la puerta principal del edificio.
Sin darse mucha cuenta de lo que estaba haciendo, Joelyn había recorrido la poca distancia que le separaba de ambos para cortarles la trayectoria. En aquel momento sentía que observaba todo lo que ocurría a velocidad ralentizada y desde fuera de sí mismo, como en una película a cámara lenta.
–¿Es eso cierto? –preguntó.
No debía de serlo. En el Teseracto había energía de sobra -¡que se lo dijeran a los pacientes de Recarga!- para nutrir un simple calentador de agua. Y si uno le daba una patada a una piedra, saldrían más de veinte ingenieros capaces de construirlo.
Pero la monja se detuvo y volvió a encogerse de hombros, sujetando al hombre por un cabo de la cuerda a tensión. Él ya no se resistía, pero ella seguía tirando aun estando quieta, tal vez temerosa de ser derribada si su presa echaba de pronto a correr.
–Así lo quiere Dios. No hay camino más directo al cielo que el sufrimiento, soldado.
Pronunció esta última frase con suficiencia y malicia. El hombre dobló las rodillas, se encogió y comenzó a temblar. De pronto parecía tan débil que sería incapaz de dar un solo paso. Cada costilla y cada vértebra se le marcaba bajo la macilenta y erizada piel. Iba prácticamente desnudo, salvo por una especie de taparrabos amarillento. Sin embargo, aun le quedaron fuerzas para llorar.
–La mujer rana se muere –gimoteó–. No dejan que salga de la caja. Ella se retuerce entre sus propios desechos cuando las ratas la muerden. Se ha arrancado los ojos. Señor, tenga piedad, salvela. Por favor, por favor, haga algo.
Joelyn sintió que el mono de trabajo se le pegaba al cuerpo a causa de la oleada de sudor frío en su espalda.
–Ya te lo he dicho muchas veces, así lo quiere Dios –reiteró la monja en un alarde de paciencia, emprendiendo de nuevo el camino hacia el edificio. Estaba oscureciendo, pero no se veían luces en las ventanas–. Deja de molestar al soldado, seguro estará cansado después de un día entero de servicio.
(continuará).
Autor: Reyes

Sobre el autor
Reyes

Ufff Reyes, que duro, que flipante, que bueno, que original, quiero mas de esto;)
Nacho, muchas gracias por leer y por comentar!
Qué bien que te haya gustado. Lo subo por partes porque entre guardias no me da la vida mucho… a ver si este mes lo tengo más despejadito, a finales creo que tengo una semana de vacaciones que no está nada mal!! y quiero ponerme al día leyendo también.
Un beso fuerte!! Y gracias por publicar el relato!
Iré preparándolo como saga 😉