Dioses oscuros – La boca del Orco – Adrián

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Hace ya más de dos semanas que perdí de vista el mar, quedan en mi recuerdo los restos de La Hija del Viento destripada y bamboleada por el oleaje, convertida en tumba definitiva para mis compañeros. He ido consumiendo el agua y la comida con cuidado de dejar la ración de Gwen. Que no haya querido comer o beber nada hasta ahora no quiere decir que no lo necesite. Todo el mundo necesita agua y comida y temo que, a pesar de la extraña magia que la protege, en cualquier momento su cuerpo diga basta y se derrumbe exhausta y deshidratada. Le sugerí guarecernos del sol por el día y caminar de noche, pero no me hizo caso. Ella parece tener un rumbo grabado a fuego que es capaz de seguir sin brújula ni mapas caminando sin dudas por las dunas que a mi parecer son todas iguales.

Nunca había estado en el desierto, me crie en un puerto a las orillas del océano y mi piel ha estado siempre salpicada de agua y sal, pensaba que estaba curtido, pero el desierto está poniendo a prueba esa creencia. Toda mi piel está quemada y el roce con la ropa es insoportable, la fina arena se ha colado dentro y lija con el movimiento al andar cada centímetro de mi cuerpo que pide agua y descanso. Por la noche sueño con fuentes donde bañarme y beber hasta vomitar y frondas frescas bajo las que pueda tumbarme y dejar que el aire de la tarde acaricie mi piel. El despertar es doloroso y no solo por lo físico, el desierto también quema la mente y el alma. Gwen parece siempre recién salida de esa bañera perfumada con la que empezó su canción, su piel luce un saludable color tostado muy lejos de las rojas quemaduras que me martirizan a mí y ni tan siquiera suda.

Acabé mis raciones hace un par de días y hasta ahora no me he atrevido a beber del odre reservado para Gwen, pero esta noche a escondidas he bebido de él. Ella me ha visto y con un gesto de asentimiento me ha dicho -Bebe Adrián, esa agua es para ti, yo no la necesito- Creí ver en su sonrisa un deje de piedad que, a pesar del calor del desierto, heló mi alma.

Otro día caminando al sol, ya no siento las quemaduras ni el roce de la ropa, mi piel empieza a parecer una mortaja que se agrieta a cada movimiento. Creo que me quedará agua para unos tres o cuatro días más como mucho si ella sigue sin beber. Pregunté a Gwen si encontraremos agua, si al menos sabe cuál es el destino y cuanto falta, pero solo me responde con un poco tranquilizante -Pronto Adrián, pronto-. Empiezo a pensar que este viaje no tiene fin, que morimos hace días en La Hija del Viento cuando encalló y nuestros cuerpos descansan allí descompuestos alimentando a los cangrejos mientras nuestra alma recorre este purgatorio en busca de redención.

Es extraño cómo el cuerpo asume la carencia de nutrientes y se va adaptando a lo que tiene. Ya no hay comida ni agua, solo arena, sol y más arena. El horizonte parece hervir, una línea temblorosa en el lejano infinito que confunde el gris del cielo con el incierto reflejo de un mar de arena. Ya no me importa si llegamos o no a algún remoto lugar secreto, asumo mi muerte. Creo que de un momento a otro el automatismo que me arrastra detrás de Gwen cederá y caeré sobre la ardiente arena desde donde veré, impotente, como la bruja se funde con el horizonte.

Se ha parado, aunque todavía no veo nada diferente en el paisaje, se que hay algo nuevo y que lo descubriré cuando la alcance. Gwen permanece quieta en lo alto de la duna. Intento llegar a su lado, mis manos y pies se hunden en la arena que cede bajo mi peso dificultando el avance, pero la ilusión de que esta sea la última me ayuda y provee de fuerzas que no pensaba que pudiera tener todavía y consigo alcanzar la cima. Frente a mí se abre en la arena un agujero, negro como el alma de un condenado. Ni rastro de agua, comida o planta alguna.

  • ¿Hemos llegado?
  • Si Adrián, hemos llegado. La boca del Orco
  • ¿Y?, ¿Qué hacemos aquí?, ¿es esto el final?
  • Este es tu final. Tu no lo entiendes joven marinero, pero eres efímero y prescindible; tu lugar en esta historia, tu misión era llegar aquí. Yo tengo que entrar, lo que ocurra a partir de ahora ya no te incumbe.
  • Entonces ¿Por qué me has traído hasta aquí? No lo entiendo. Moriré.
  • Eres mi sustento, necesitaré fuerzas para lo que hay ahí dentro, tu me las vas a proporcionar y si, Adrián; Morirás.

Siento que me abandona la esperanza con las palabras de la mujer, me fallan las fuerzas. Miro atónito cómo las ropas de Gwen arden y se evaporan en pequeñas tiznas de ceniza flameante que se elevan al cielo. Sus ojos cambian, las pupilas se alargan a semejanza de los ojos de un ave y sus dientes se convierten en afilados estiletes que penetran en mi cuello. Al final siento el deseado abrazo, noto la calidez de su cuerpo y cómo la vida se me escapa en un último momento de placer extremo.

Autor: Ignacio Chavarría

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