Gu-ru (de las tinieblas a la luz)

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En silencio íbamos recorriendo las estancias de la casa; los dos visitantes delante, mi mujer y yo siguiéndoles los pasos. Me di cuenta de que tanto ella como yo caminábamos por el pasillo mirando al suelo, con la cabeza agachada, pisando cautelosos como dos gatos asustados en calcetines. Desconcertado, me pregunté el porqué de esta actitud, ¿acaso teníamos miedo? Vaya tontería, miedo en nuestro propio hogar. Pero había algo… algo dentro de mi que me impedía burlarme de mí mismo.

Mi mujer (Blanca) y yo habíamos decidido participar en aquella actividad de locos porque nos darían dinero. Cien pavos por sólo una tarde. Ni sabíamos qué era lo que se esperaba de nosotros, ni tampoco nos había importado no haber firmado un cochino papel al respecto; iba a ser una tarde de nuestras misérrimas vidas lo que entregaríamos, por dios, ¿qué pérdida podría haber más allá de eso?

Por teléfono, el día anterior, nos habían contado que formaríamos parte de una especie de estudio sociológico. Por eso mismo nos iban a pagar. Nadie nos dijo en qué consistía el experimento, y entendimos que era fundamental no estar preparados. Pero, aunque no pudiéramos ni imaginar de qué trataría finalmente la historia, las peticiones de los visitantes eran tan estúpidas una vez en la casa que todo resultaba hilarante.

Si era hilarante todo, ¿por qué no reíamos ni Blanca ni yo? No lo sé. Supongo que sentíamos algo, ese «algo» pequeño que grita en las profundidades aunque nadie en su sano juicio le dé nunca verdadero crédito.

La cosa era tan aparentemente simple como ir por las habitaciones con los visitantes. Ellos se detenían de cuando en cuando en algunos lugares, y nosotros también. Miraban todo lo que les rodeaba, con una curiosidad desmedida pero aún educada, y entonces nos hacían preguntas idiotas.

—¿Qué es ese objeto? —señalaron, por ejemplo, la muñeca flamenca encima de la tele del salón. Esa fue la tercera cosa que pareció interesarles en la vivienda; indudablemente tenían el gusto atrofiado.

—Una muñeca flamenca —respondí, sin entender qué tipo de definición aparte de esto estaría buscando el visitante número uno, el más alto. 

Número Uno vestía de negro, igual que Número Dos. Pero, a diferencia de a este, el negro le sentaba bien. El traje no le quedaba grande; más bien parecía confeccionado a medida.

—Eso ya lo veo. Quiero decir: ¿qué significa este objeto para usted?

Hasta el momento no se habían detenido a hacer un análisis tan profundo.

Reflexioné unos instantes y miré a mi mujer. Ella se encogió de hombros.

—Es un regalo del coñazo de mi cuñado —respondí, e inmediatamente me tapé la boca. ¿Por qué rayos había soltado aquella mierda? No era que fuese mentira precisamente, pero qué coño, ¿acaso por unos segundos había perdido el control? Encima seguí, de pronto sintiendo que si retenía en mis adentros aquella información enfermaría de muerte—: Un regalo hortera, inoportuno y estúpido. Si no la tiro a la basura es por pena, por mi mujer.

Número Uno y Número Dos intercambiaron miradas y esbozaron sonrisas discretas, la misma sonrisa moribunda en cada uno de ellos. En los ojos del primero creí ver un destello, no supe si de comprensión o de regocijo. «Eureka». «Fuí a por cobre y encontré oro».

Blanca me miraba horrorizada.

—Bien. Eso ha estado mejor —asintió Número Uno—. Pero, ¿qué ve usted en este objeto? ¿Qué siente usted cuando lo mira?

Experimenté la necesidad de respirar conscientemente cuando escuché aquello. Me atreví a mirar —a mirar de verdad— a la flamenca de marras, aunque sabía que no debía hacerlo. Porque era ya evidente para mí lo que pasaría a continuación.

—Incomodidad —vomité la palabra cual pelota de pinchos—. Es un auténtico grano en el culo.

—¡Alfonso! —Blanca retrocedió un paso, mirándome anonadada, con los ojos húmedos y desmesuradamente abiertos. Luego, de pronto, se echó a reír. Y compartió el chiste con el resto de la clase, como si el maestro de turno le hubiera pedido explicaciones—: Sí, lo es —corroboró—. Mi hermano es un anormal y un desgraciado. Me provoca vergüenza.

Por el rabillo del ojo atisbé que apretaba los dientes. Qué carajo nos estaba pasando. Nunca la había oído hablar así del gilipollas de Fede. Me dio risa, pero se me pasó pronto.

Y así fuimos recorriendo la casa. Ya sabíamos lo que los visitantes buscaban saber (¿la verdad? ¿Nuestra verdad?), así que respondíamos directos más allá de lo obvio. El jarrón azul comprado en el mercadillo —fue una ganga—, la urna que contenía las cenizas del gato, el culo de una barra de fuet abandonado en la nevera, todos estos objetos y más fueron siendo escaneados de igual modo.

La última habitación en la que entramos fue el cuarto de baño. Mi corazón tamborileaba furioso en el pecho; ¿qué tipo de secretos encontrarían los visitantes ahí? Hallazgos, vergüenzas, reptiles imaginarios bajo el alicatado impecable. No había ninguna prenda interior en el bidé, cosa rara.

—Esto —señaló Número Dos, con un deje de triunfo oxidado. Ante mi pasmo, se estaba refiriendo al portarrollos de papel higiénico que mostraba el cartón desnudo del último rollo acabado. No dijo más, pues sabía que Blanca y yo, los sujetos del experimento, habíamos pillado ya de sobra la mecánica.

Miré el triste cartón en el portarrollos. De pronto le faltaba hablar.

«¿Qué ve usted aquí cuando lo mira, señor Marín?»

 «¿Qué siente?»

—La verdad —se me adelantó Blanca por milésimas de segundo, la voz constreñida en un nudo de angustia.

—Mis relaciones sexuales —estaba respondiendo yo, prácticamente a la vez. No quería reír, por dios santo que no, pero lo deseaba. Mi mujer tenía lágrimas en los ojos, y yo sentía mis propias lágrimas cayendo al vacío dentro de mí—. Mi matrimonio. Insatisfacción. 

—Perfecto.

Tras decir aquella última palabra, los visitantes se despojaron por fin de sus máscaras. La habían pronunciado a la vez, pero en lugar de dos voces yo había escuchado una legión de demonios dentro de mi cabeza. De pronto era yo mismo la caja de Pandora que amenazaba con abrirse, y Blanca era otra caja y no mi esperanza. Egoísta. Egoísta.

Los visitantes ya no eran humanos. No parecían personas ni remotamente. Sonreían, mostrando una dentadura resplandeciente contra el deslustrado verde de la piel; un verde casi negro como habian sido sus trajes; un verde arrugado y tosco, tóxico, hambriento de carne viva. Y pensé entonces que seríamos devorados lentamente. Y que eso era lo más justo después de todo, porque habíamos obedecido. Habíamos dado acceso libre a nuestra sinceridad solamente por dinero; a una sinceridad especial que nunca antes tuvo palabras, que de hecho ni reconocimos como nuestra hasta el momento de escucharnos hablar.

Y pensé que, de haber sabido que aquella tarde iba a ser la última para nosotros, habríamos lanzado al aire las mismas respuestas en cada momento, en cada coordenada del espacio-tiempo de nuestras vidas. Quizás, en coordenadas sólo sensiblemente distintas, las respuestas habrían sido otras… aunque, por supuesto, no que eso (en caso de haber pasado) fuera a variar en lo mínimo el que por lo visto iba a ser nuestro destino.

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Autor: Reyes

Sobre el autor

Reyes

4 comentarios en “Gu-ru (de las tinieblas a la luz)”

  1. Una ultima oportunidad para decir la verdad antes del fin, ¿o es el fin lo que viene cuando dices, TE DICES, la verdad? Curioso texto Reyes, nunca se sabe lo que puede salir de tu cabeza. Siempre sorprendente, siempre dejando cosas que pensar tras ese humor negro que saca del lector una sonrisa tonta que se va diluyendo en una mueca de «Qué coño está pasando». 🙂

    1. Querido Nacho de la catifa mágica xd, pues yo no sé si al final estos dos pobres fueron devorados. Creo que el hombre que narra experimentó un durísimo golpe de realidad en sí: la vida puede hablarte a gritos desde la naturaleza muerta; si te das cuenta de que entiendes ese lenguaje -el de la naturaleza muerta que esconde fragmentos de ti mismo, de dolor que probablemente siempre estuvo ahí- tal vez te sientas justo así: a punto de ser devorado.

      Desde que era muy pequeña los objetos me «hablan». Me ponía al borde de las lágrimas por mirar una taza y no sabía por qué. Cuando vi la imagen que habías puesto, el rollo me habló xd (gracias por estos retos maravillosos).

      Muchas gracias por leer y por comentar. Bien turbia la creatividad que me come últimamente; es un dragón peligroso :p

  2. Me encanta esto que dices Reyes, lo de los objetos que hablan. Es algo que tengo en la cabeza hace muuuuucho tiempo. Imagino cuando alguien muere, cuando el familiar o la pareja llega a casa y ve sus cosas ahí, cómo quedaron cuando esa persona estaba, con rastros de su huso, con la esencia de cuando estaba vivo… Es algo recurrente que en algún momento tendré que escribir.

    1. Es tremendo eso. Ver al ser querido en sus cosas, saber que igual necesitarías quitarlas pero sentirte incapaz por el momento. Pff te podría contar tanto… esa taza fíjate, creo que me provocaba eso porque venía con el típico mensaje (la recuerdo perfectamente): «A present from papá», que era absurdo porque no ponía «dad» sino «papá» like: wtf bitch? , pero bueno, tenía eso puesto con letras blancas sobre fondo rojo porque era como de navidad, y salía un dibujito de un caballo tipo el de miguel hernández (caballo de tiovivo, caballo de cartón, no sé xd), y tío, como con cinco años creo que esa mierda me hacía llorar porque ya sentía a mi padre ausente por los «viajes» de alcoholizarse y dejar de ser él. Perdón yo aquí aireando traumas, pero es que qué puto puede ser todo 😀 😀 La sensibilidad es un tesoro y una maldición.

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