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Ayer por la mañana estaba desayunando en la cocina con Adelita, mi hermana pequeña. Para variar, los cereales se me hacían bola; los mismos de siempre, esos que no tienen azúcar ni caramelo ni nada. Son como tiras de cartón mojado en leche, pero me los como para darle gusto a mamá.

Cuando llevaba media taza, entró Lucas y se sentó a mi lado en el taburete que quedaba libre frente la encimera. Se acercó a mí mientras mamá estaba fregando platos y dándonos la espalda, y me susurró:

—Disimula.

Odio que me diga lo que tengo que hacer, así que le gruñí en voz baja que se callara.

Cielo, nuestra gatita, se había metido debajo de la encimera mientras desayunábamos. Su suave pelaje me hacía reír al cosquillearme las plantas de los pies; incluso sentía pequeños y agradables chispazos. Hace años, cuando Cielo era pequeña, acariciarla con los pies tenía bastante peligro porque los atacaba, pero ya no. Desde que se hizo viejita se había convertido en una esponjosa miga de pan acostumbrada a todo. Me eché hacia atrás sobre el taburete, lo justo para poder verla y sonreírle. Adelita rio con entusiasmo.

—¡Disimula! —volvió a sisear Lucas, esta vez dándome un codazo fugaz—. La estás viendo, ¿verdad?

Le miré con reproche. Pues claro que la veía, y bien lo sabía él. Igual que veía a mamá o a Adelita, o al abuelo, o a él mismo.

—Tienes que estar triste —me regañó—. Tienes que llorar, Ami. Si se dan cuenta de que la ves, pensarán que estás enferma y te llevarán al hospital. Y allí te harán cosas horribles, como a tu papá.

Refunfuñé y dejé de mirar a Cielo para fijar la vista de nuevo en los cereales. Por mucho que me fastidiara que Lucas estuviera ahí como Pepito Grillo, sabía que no le faltaba razón. Todos éramos conocedores, desde hacía semanas, de las alucinaciones que producía el nuevo síndrome que parecía estar asolando el mundo. Era imposible no enterarte aunque no quisieras oírlo; en redes sociales la gente sólo hablaba de eso; en las noticias de la tele, los locutores enumeraban los casos y los síntomas continuamente.

Mamá secó el último plato y se acercó a mí para darme un beso afectuoso. Lucas frunció los labios y miró hacia otro lado, mimetizándose con el ambiente como si nunca hubiera dicho esta boca es mía.

—No te aflijas, cariño —musitó mamá—. ¿Recuerdas la historia del arcoíris mágico que cruzan todos los animalitos cuando les llega el momento? Compraremos otra mascota para que juegue contigo.

¿Comprar? ¿Otra mascota? Eso sí que me hizo llorar. Aquellas palabras eran crueles, pero no repliqué. Sabía que mamá había dicho esa última frase asquerosa con intención de consolarme. Contra las plantas de mis pies, sentí el estremecimiento cálido y sutil del ronroneo de Cielo.

A diferencia de mí, que lloraba sin tener que fingir la frustración que sentía, Adelita soltó una sonora carcajada, seguramente porque las palabras de mamá le habían parecido un disparate. ¿Cielo cruzando arcoíris? Por dios, si estaba ahí mismo a nuestros pies. Adelita tiene un año y poco más; no habla aún ni media palabra, pero te aseguro que lo entiende todo.

“¿Ves?” Casi escuché el tonito admonitorio de Lucas a mi derecha, aunque sabía que él continuaba con sus labios sellados. “Ella también puede ver a Cielo, pero no la mira. Es más lista que tú”.

Le pedí permiso a mamá para bajar al sótano después de desayunar. En la oscuridad veo mejor todo lo que se supone que no debería ver. Algunas cosas me asustan un poco, pero allí abajo, con las luces apagadas, puedo acariciar y besar a Cielo tranquilamente sin que nadie me moleste. Ya no se siente como antes; no percibo su cuerpo cuando la abrazo, pero sigue siendo ella. Puedo olerla, y el hormigueo que noto en los labios cuando le beso la cabeza es lo más bonito del mundo.

Es cierto que en la oscuridad veo mejor y sin esfuerzo, aunque no sé por qué. A la luz del día todo parece como siempre; uno tiene que fijarse de un modo raro para ver lo que está oculto, es… como aprender a mirar de otra forma. No es difícil, pero sí cansado si lo haces todo el tiempo. Sin embargo, al caer la noche, las cosas se revelan con claridad extrema, como si hubieran estado esperando escondidas la puesta de sol; algunas agazapadas, como la nueva forma de Cielo; otras caminando libremente y camuflándose en los contornos de la realidad.

Al caer la noche, la frente empieza a palpitarme, pero no me duele. Los pies también me palpitan, como si emitieran ondas que se expanden, igual que la antena vieja de radio de tamaño colosal que se activa con las tormentas en el descampado al lado de casa. Cuando le cae un rayo a la antena, puedes ver las luces del cableado que la sostiene volviéndose locas del cielo a la tierra, de la tierra al cielo. Esto, “palpitar”, es lo que dicen en la tele que les pasa a las personas que se han contagiado; en teoría es uno de los síntomas, pero yo sé que no estoy enferma.

Lo llaman “el Síndrome del Destello”. Le dicen así porque todo empieza de esa forma: como una estrella pulsante y blanca que uno ve siempre al principio allí donde mira. Lucas está de acuerdo conmigo en que no es una enfermedad, aunque él emplea para referirse a ello unas palabras que no termino de entender. Dice que el “Síndrome del Destello” es una metamorfosis sensorial. Un cambio. Una evolución que estamos experimentando los seres humanos… por lo menos casi todos. Dice que cada vez somos más los que podemos ver, sentir y “palpitar”… y que dentro de poco dejarán de llamar “enfermedad” a todo esto que nos pasa.

Bajé al sótano a jugar con Cielo hasta la hora de comer. Lo más interesante que pasó en el día fue que Julio, el novio de Paula, mi hermana mayor, trajo una rosa roja a media tarde para ella. Julio es pura energía, y lo digo de verdad, porque lo veo. Esa rosa brillaba como un diamante y llameaba en tonos violeta; podías quedarte tonto mirándola, más a aquella hora de la tarde cuando Paula la colocó frente a la ventana en un jarrón. Pusimos una película y, en ese momento, cuando todos habían desatendido la rosa, advertí la presencia tosca de una “cosa” marronácea que surcaba rauda el aire de la habitación hacia ella. Parecía un pañuelo sucio, o el fragmento rasgado de algo viejo que hubiera estado vivo alguna vez. Un animal sin cara que se ondulaba en el aire; algo entre un murciélago giboso y una polilla gigante que me revolvió el estómago. La cosa se abrazó a la corola de la flor como si quisiera chuparle el alma a través de los pétalos. Supe al momento que eso era exactamente lo que estaba haciendo, porque me sentí muy triste al mirarlo. ¿Te imaginas tener algo tan feo como eso alojado en el pecho y que la rosa fuera tu corazón?

Lo peor de la metamorfosis es que veo muchas cosas que no sé qué son, como ese pañuelo sucio que devora flores. Ojalá hubiera podido preguntarle a Lucas sobre él, pero en aquel momento Lucas no estaba ahí.

Cortaron la película en lo más interesante para documentar un nuevo repunte de casos. No se sabe aún a ciencia cierta si el Síndrome del Destello se transmite por contagio, dicen, pero el gobierno ha establecido medidas de confinamiento riguroso en el hogar, y las interrupciones en la programación televisiva para dar paso a las últimas noticias son habituales. Ayer tarde, tras mostrar en pantalla varias gráficas en las que se veían líneas rojas en crescendo, pusieron, por segunda vez en la semana, aquel reportaje que hablaba sobre el primer caso descrito: un cocinero de Texas llamado William Holmes, a quien habían llamado el “paciente cero”. Mamá no quiso quitar la televisión, a pesar de que seguro se sabía el documental de memoria. Yo no quería verlo, pero la acompañé. Podía ver su miedo.

William Holmes, de cincuenta años. Él había sido la primera persona que describió el destello. «El primer caso», decía el locutor del reportaje, mientras sacaban de fondo el mapa de los Estados Unidos de América, «fue documentado el cuatro de mayo de 2024, en una pequeña localidad a las afueras del estado de Texas, donde un cocinero llamado William Holmes experimentó los síntomas por primera vez. A William le aislaron en una habitación del hospital estatal junto a su esposa, Martha, quien tan sólo un día después presentó exactamente el mismo cuadro.

Al principio, los médicos pensaron que aquellos síntomas, al menos los que aparecieron en primer lugar, eran la consecuencia de una infección cuyo agente causante no eran capaces de identificar. Una infección extremadamente contagiosa que afectaba al sistema nervioso. Sin embargo, poco después de que Holmes y su esposa fueran diagnosticados, empezaron a aparecer casos diseminados por cada esquina del mundo en progresión geométrica, sin relación ni contacto aparente. Los medios colapsaron, y también los hospitales. Comenzó a flotar sin tapujos la palabra Pandemia con mayúsculas, y aun a día de hoy se habla de armas biológicas y de conspiraciones cuya finalidad sería, sencillamente, provocar locura invalidante en la población. Y es que los afectados por el Síndrome del Destello terminan desarrollando justo esto: locura», proseguía el reportero. «Todos los pacientes experimentan alucinaciones. Dicen ver estructuras en movimiento que nadie más ve, sentir más allá del tacto y por encima de su piel, e incluso algunos escuchan “voces”, aunque no del tipo que obligan a hacer cosas. Lo más característico de esta locura es que a los afectados parece no perturbarles… como si de pronto supieran que todo aquello que ven, oyen y sienten siempre hubiera estado allí. Otra característica bastante inquietante es que todos describen halos, luces y “formas” en movimiento, aunque cada uno dice ver colores y formas diferentes. Pero el síntoma de apertura inicial, el que da nombre al síndrome, ese si es el mismo para todos».

Miré a mamá. Parecía absorbida por todo lo que acontecía en la pantalla del televisor, la mandíbula contraída y el labio inferior temblándole de modo casi imperceptible.

«Holmes describió ese primer Destello a los médicos de urgencias como “una estrella blanca que palpitaba frente a sus ojos”, interfiriendo su campo visual allí donde mirase», seguía informando el locutor con voz monocorde y profesional. «El equipo médico le realizó diversas pruebas buscando tumores cerebrales, alteraciones neurológicas y estructurales en el encéfalo y en los ojos, pero no hubo hallazgos. A las pocas semanas se constató, sin embargo, que la glándula pineal de Holmes había aumentado de tamaño, y que el entramado de pequeños vasos sanguíneos que la irrigaban se había vuelto mucho más denso. Pero para entonces el síntoma del Destello había desaparecido, y Holmes había comenzado a sentir la “Pulsación”».

No sé bien qué es la glándula pineal. Lucas ha intentado explicármelo, pero me cuesta imaginar algo que está dentro de mi cerebro. Lucas dice que la glándula pineal es un pequeño órgano con forma de ojo, y que se cruza con algo llamado “quiasma óptico” que tiene que ver con el sentido de la vista. Por eso vemos cosas y palpitamos, dice; porque la glándula pineal es el centro donde la pulsación se inicia.

«Hoy sabemos que El Destello se desvanece en un plazo de unas veinticuatro horas. El paciente queda asintomático por un periodo variable en los días posteriores, y luego  aparecen los síntomas siguientes, de manera más o menos gradual en cada caso.

Tras los pocos días de tranquilidad, casi todos los afectados refieren un fuerte dolor en la parte posterior de la cabeza, frecuentemente acompañado de mareos y náuseas. Un dolor que verbalizan como “presión”, como si algo estuviera necesitando ser expulsado en el área occipital o por la frente. Para algunos, esa presión ya se siente pulsar. Esta cefalea específica es fluctuante y desaparece también, al cabo de algunas semanas, para no volver jamás, lo mismo que el Destello. Y entonces empiezan las alucinaciones».

Las primeras alucinaciones sí eran más o menos comunes para casi todos los afectados, informaba el locutor. Lucas me dijo la semana pasada que, cuando pase el tiempo, llamarán a ese fenómeno “luces del Ajna”. No sé qué diablos es “Ajna”, pero Lucas nunca dice la palabra “alucinaciones”; no le sale, él sabe de lo que habla, porque allí de donde él viene todos han pasado ya por esto.

En la sala de estar, la voz en off del televisor volvía a mencionar que los pacientes hablaban de “bolas” o esferas planas y luminosas, generalmente de color violeta o verde, que ascendían flotando o incluso reptaban por el techo o por las paredes en un curioso patrón repetitivo antes de desvanecerse. Sé lo que es esto, porque lo he visto. La voz decía que algunas personas especialmente sensibles llegaron a observar estas esferas, más bien como manchas oscurecidas e irregulares, saliendo de su propio cuerpo por el pecho o el estómago… eso también me ha pasado, y he de decir que es bastante desagradable.  «En estos casos, esta salida de manchas y esferas del cuerpo ha ido también, por lo general, acompañada de síntomas físicos que al parecer tienen que ver con eliminación a través de los fluidos orgánicos. Rinorrea, moqueo, lágrimas, de nuevo náuseas, vómito, diarrea. Esta etapa del proceso en particular hace a las personas sentirse realmente enfermas durante tres o cuatro días». Y tanto. Justo cuando me ocurrió esto fue que conocí a Lucas y él empezó a decirme: “¡Disimula! ¡Disimula o todos creerán que estás enferma!”.

La noche en que le vi por primera vez, no tuve más remedio que escucharle y creerle. Me dijo que era un mensajero de otro lugar. Y la verdad es que nunca he visto una persona que se parezca a él y tenga esos colores.

Esa noche, mientras yo no podía dejar de vomitar y Adelita lloraba en el cuarto de al lado, Lucas me dijo muchas cosas sin necesidad de mover los labios para hablar. Fue cuando empleó la palabra “metamorfosis” por primera vez, y yo pensé en lo que nos explicaron sobre orugas y mariposas en clase de ciencias el trimestre pasado. Dijo que los humanos estamos cambiando como las orugas, que dentro de poco todos los humanos podríamos ver y sentir. Que, en tan solo unos meses, el acto de mentirnos los unos a los otros sería casi imposible. Dijo también que, económicamente, toda la industria dependiente del sentido de la vista, como la moda, se iría al cuerno… Y que lo que hasta ahora habíamos llamado “ciencia” no serviría ya para nada, no habría demostrado absolutamente nada porque, según afirmó, el primer sesgo en la ciencia experimental era la limitación sensorial del investigador. Esa frase no la entendí entonces, ni la entiendo realmente ahora, pero por algún motivo se quedó grabada en mi cabeza.

Autor: Reyes

(Advertencia: Si, independientemente de tus creencias, te causa algún tipo de miedo la idea de la expandir la percepción sensorial, no veas ni escuches este vídeo).

Sobre el autor

Reyes

3 comentarios en “Ajna”

  1. Un relato relativamente corto en extensión pero muy amplio en contenido. Es muy interesante ese enfoque que das como si fuera una enfermedad y no una evolución, y que sea una niña la que afirme y sepa que NO ESTÁ ENFERMA me parece brutal. Una vez más has hecho una obra maestra. Me encanta leerte, eres increíble. Te quiero muchísimo <3

  2. Un buen relato como siempre Reyes, muy interesante de principio a fin, veo que bebemos de los mismos libros y series 🙂 Me gusta mucho cómo mezclas la realidad y los datos con la ficción, muy a lo Wells o Clark … Casi me ha dado pena no evolucionar hacia esa nueva metamorfosis de formas y colores. Sin querer hacer spoilers … EL QUE LLEGUE AQUÍ QUE LEA PRIMERO EL RELATO, NO SEAS VAGO … diré que mientras leía el final pensaba que el virus podía ser una infección alienígena para preparar nuestros sentidos a su llegada y permitir la comunicación con ellos en un idioma sensorial galáctico … jajajaj, cómo ves tampoco yo estoy muy bien. Un abrazo.

    1. Muchas gracias, Nacho!!
      el caso es que en mi cabeza esta entidad que la niña (Amara) llama «Lucas» es… una especie de «humano» del futuro¿???? jajjaja, si tuviera fuelle escribiría cosas más largas en torno a ciertas ideas, bueno, ya habrá tiempo quizá. Besos.

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