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Él, frente a la chimenea, observando las llamas, en un lento y constante vaivén. Las sombras se alargaban y acortaban, acompañando el ritmo de su respiración pesada. La sala estaba casi en penumbra, iluminada solo por esas lenguas de fuego que oscilaban entre la furia y la resignación.

Ella, sentada en un sillón, parecía casi fundida con la sombra que la envolvía. Sus manos, apretadas en su regazo, temblaban. Las lágrimas caían silenciosas, sin la fuerza de un sollozo, escapando de unos ojos vacíos y enrojecidos. No levantaba la mirada. No podía. Su cuerpo, encogido, quería huir, alejarse de él sin moverse.

El hombre, en cambio, rígido, pero su mirada se perdía entre las llamas. Su rostro endurecido ya no mostraba rastro de la ternura de antaño. Ahora solo quedaba el peso de una culpa añeja, como cenizas que nunca terminan de barrerse.

—De niño, admiraba mucho a mi padre —dijo de repente, rompiendo el silencio con una voz áspera —. Era profesor, ¿sabes? Todos lo respetaban. Yo lo respetaba. Caminaba con él y me sentía orgulloso de ser su hijo.

Las llamas crepitaban con más fuerza.

—En la escuela lo veía con sus alumnos, y quería ser como él. Sabio, paciente, un hombre al que escuchaban con atención.

El fuego empezaba a perder fuerza. Las sombras en la sala se volvían más largas y densas.

—Pero… —un temblor sacudió su tono—. Una noche, lo vi golpear a mamá. Entré al cuarto justo cuando su mano cayó sobre ella. No gritó, ni siquiera lloró. Solo se desplomó en el suelo, como una muñeca rota.

Las llamas bajaron. Sus ojos seguían fijos en el fuego.

—Me miró desde el suelo… ‘Hijo, prométeme que nunca harás esto’, me dijo.

Las llamas se avivaron de nuevo, intensas.

—Pensé que siempre podría cumplir esa promesa —añadió, su voz baja, monótona.

Ella, aunque no lo miraba, sintió cómo su respiración se volvía más pesada. Cada palabra que él soltaba parecía resonar en ella, como si cada frase le quitara aire. Su cuerpo temblaba más a cada segundo.

Él se frotó el rostro con lentitud, su voz vacilante ahora, casi quebrándose en una mezcla de amargura y cansancio.

—Mi madre… después de esa noche, ya no era la misma. Se fue apagando poco a poco, como esas llamas —señaló el fuego—. Primero dejó de sonreír. Luego, todo lo que le daba placer simplemente dejó de importarle.

Las llamas volvieron a subir, pero con menor fuerza, como si no tuvieran más combustible.

—La veía sentarse durante horas, fumando… mirando al vacío. Era como si algo se hubiera roto dentro de ella —murmuró.

El hombre dejó escapar una risa seca, quebrada. No había alegría en ella, solo un eco amargo.

—Pensé que era más fuerte que ella… qué tonto fui… qué estúpido…

La mujer, al escuchar ese tono distorsionado, levantó la vista por un instante. Su mirada se cruzó con la de él, y sintió una sacudida fría recorrer su espalda. Los ojos de él, apagados pero intensos, la hicieron retroceder en su asiento. No necesitaba decir nada.

El hombre soltó un sollozo ahogado, y luego se inclinó hacia adelante, sosteniéndose la cabeza con ambas manos. Las lágrimas empezaron a caer, pero su expresión seguía inmutable, como si estuviera fuera de su control. Nadie lo escuchaba, nadie lo veía.

Las llamas, que habían luchado por mantenerse vivas, finalmente se apagaron. La habitación quedó sumida en una oscuridad inquietante, solo rota por el débil resplandor de las brasas moribundas.

—Lo siento, mamá… no pude cumplir mi promesa —susurró, con un tono apenas audible—. No fui mejor que él…

El hombre se quedó quieto, roto en silencio, mientras las últimas sombras desaparecían por completo.

Escena 1

(La escena comienza con un hombre, sentado en una silla de madera, frente a una chimenea encendida. Su rostro carece de expresión. Habla en voz baja pero firme, como si estuviera sumido en sus recuerdos.)

Hombre (con voz calmada):

«De niño, siempre admiré a mi padre. Para mí, era un hombre sabio, un hombre bueno. Era profesor, ¿sabes? La gente lo respetaba… Yo lo respetaba. Cuando caminaba por la calle con él, todos lo saludaban. Y en la escuela, cuando lo veía con sus alumnos, hablaba con tanto cariño, con paciencia… con autoridad, sí, pero sin ser cruel. Quería ser como él algún día. Ser ese hombre que sabía tanto y que todos miraban con admiración.»

(La cámara se centra en su rostro. Una leve sonrisa se dibuja en su boca, pero sus ojos pierden ese brillo mientras continúa hablando.)

Hombre (la voz se vuelve más pesada):

«Pero… había otra cara de mi padre que nadie veía. Una noche… lo escuché discutir con mamá. Al principio, pensé que era una de esas discusiones de siempre. Pero esa vez fue diferente. Entré al cuarto y vi… lo vi levantar la mano y pegarle. Ella cayó al suelo, en silencio, sin llorar, sin gritar.»

(El hombre toma una pausa, respirando profundo. Su voz tiembla ligeramente.)

Hombre (más bajo, con tristeza):

«Me quedé quieto, congelado. Ella me miró desde el suelo, con los ojos hinchados pero serenos, y me dijo: ‘Hijo, prométeme que nunca le harás esto a tu esposa’. Esa fue la única vez que me pidió algo.»

(La escena termina en silencio, con la imagen del hombre mirando al fuego, perdido en sus pensamientos. Las llamas crepitan suavemente en el fondo, mientras la luz parpadea sobre su rostro.)

Fin de Escena 1.

 

Escena 2

(La escena comienza con una mujer sentada en un sillón frente al hombre. Su rostro está enrojecido, y sus ojos hinchados revelan que ha estado llorando. Su cabello está desordenado y su cuerpo tiembla ligeramente. No dice nada, solo lo mira mientras el hombre habla, con las manos apretadas en su regazo. El hombre sigue sentado frente a la chimenea, mirando el fuego mientras continúa con su relato. Su voz es monótona, sin emoción.)

Hombre (hablando despacio, sin mirar a la mujer):

«Mi madre… después de esa noche, nunca volvió a ser la misma. No sé cuándo exactamente la perdí, pero fue poco a poco. Primero, la sonrisa que siempre tenía se fue apagando. Luego, los pequeños placeres de la vida dejaron de importarle. Recuerdo verla sentada, fumando, horas y horas. Su mirada estaba vacía… como si no quedara nada dentro. Como si el golpe de esa noche la hubiera roto de una manera que no podía reparar.»

(La mujer sigue en silencio, secándose las lágrimas con una mano temblorosa. Se ve débil, vulnerable. La cámara vuelve al hombre)

Hombre (su rostro sigue inmutable, como una máscara de piedra):

«Ya no era la mujer alegre que solía ser. Se convirtió en una sombra, en alguien que simplemente existía, pero no vivía. Nunca volvió a bailar, nunca volvió a reír como antes. La veía destruirse, cigarrillo tras cigarrillo, sin hacer nada. Siempre pensé que era como darse por vencido… Como cuando alguien decide que ya no vale la pena luchar. La autodestrucción no es más que eso, rendirse.»

(El hombre sigue hablando con frialdad, sin una sola lágrima, sin una fisura en su voz. La cámara se acerca lentamente a su rostro, pero no hay emoción en sus ojos.)

Hombre (con voz firme):

«Es fácil rendirse. Lo difícil es seguir adelante cuando todo se ha roto. Pero mi madre… ella eligió lo fácil. Eligió dejar de luchar.»

(La mujer, aún temblorosa, levanta la vista hacia el hombre. Sus miradas se cruzan. Él la observa con intensidad, mientras ella comienza a temblar más, el miedo reflejado en su rostro. Se siente pequeña, indefensa bajo su mirada, como si él pudiera leer sus pensamientos más oscuros.)

(El silencio pesa en la habitación. El sonido del fuego crepitando se escucha de fondo. La tensión entre ambos se hace palpable, mientras la cámara enfoca los ojos aterrados de la mujer y el rostro impenetrable del hombre. La cámara muestra por primera vez la habitación. Está desordenada y muestra indicios de una pelea.)

Fin de Escena 2.

 

Escena 3

(La cámara enfoca el fuego de la chimenea apagándose. El hombre permanece sentado, pero su expresión ha cambiado. Su rostro rígido comienza a mostrar signos de confusión. Parpadea varias veces, como si estuviera intentando comprender algo que lo atormenta. El silencio en la habitación es denso. La mujer lo observa desde su lugar, aún inquieta.)

Hombre (con voz temblorosa, como si hablara para sí mismo):

«Creo que ahora… ahora lo entiendo. A mamá. No lo veía antes, pero… ahora lo veo.»

(Se interrumpe, frunciendo el ceño. Parece buscar las palabras correctas, pero no las encuentra. Entonces, de repente, empieza a reír. La risa no es genuina, es tensa, forzada. Poco a poco, la risa se transforma en algo oscuro, casi como un lamento ahogado.)

Hombre (entre risas que se vuelven dolorosas):

«¡Es irónico, ¿no?! Pensé que era más fuerte que ella… Pero… ¡ja! Qué… qué estúpido fui.»

(La mujer, visiblemente asustada, se levanta con torpeza. Su miedo crece con cada risa del hombre. Lo mira por un segundo más, indecisa, pero finalmente, incapaz de soportarlo, sale apresurada de la habitación, dejándolo solo. La puerta se cierra suavemente detrás de ella. La risa del hombre se desvanece, dando paso a sollozos. Su rostro se desmorona y se hunde en sus manos.)

Hombre (llorando desconsolado, con la voz rota):

«El alcohol… el cigarrillo… no comer bien… todo eso… pequeñas maneras de tratar de parar el dolor. Pequeños intentos desesperados para dejar de sentir… Para… para hacer que todo pare por un momento.»

(De pronto, su tono cambia. Aunque sigue llorando, su voz se llena de una extraña euforia, como si acabara de descubrir algo importante. Habla con una alegría inesperada, casi infantil.)

Hombre (entre sollozos y risas histéricas):

«¡Claro! ¡Eso es! ¡No es debilidad, es… una solución! ¡Un escape! Una salida cuando el sufrimiento es demasiado. ¡Mamá lo sabía! ¡Yo lo sé ahora!»

(El hombre se queda en silencio por un momento, mirando al vacío. Luego, su rostro se oscurece de nuevo. Lentamente, su alegría se convierte en remordimiento. Respira hondo, como si fuera a hablar con alguien que no está presente.)

Hombre (con voz quebrada, casi en susurros):

«Lo siento, mamá… No pude cumplir mi promesa… No fui mejor que él… Lo intenté, lo intenté, pero… no pude.»

(El hombre cae al suelo, estallando en llanto. Se lleva las manos a la cara, sus sollozos son profundos, desgarradores. El hombre se queda inmóvil, como si el peso del remordimiento fuera demasiado para soportar.)

(La escena termina con el hombre llorando solo en la habitación vacía, mientras las llamas de la chimenea se apagan y las sombras en las paredes parecen envolverse a su alrededor.)

Fin de Escena 3.

Autor: Alex Pallares

Sobre el autor

Alex Pallares

8 comentarios en “Malvajador”

  1. Otro punto de vista muy interesante Alex. Hay que ver lo que da de sí una palabra inventada, lo que la sonoridad es capaz de despertar en nuestro subconsciente, una palabra que no significa nada en sí, pero que por semejanza abre la creatividad a significados tan distintos. Buen relato 🙂

    1. Si. Cuando pienso en un malvajador, se me ocurre alguien que hace daño, pero intenta no hacerlo…

      Digamos que este tipo de historias no las busco, me encuentran a mí.

      Me ha dado duro. Incluso pensé en no publicarla, porque suena a que se trata de humanizar al victimario. Pero no es mi propósito, es una persona que sabe que, por cualquier motivo, traicionó uno de sus valores centrales. Después de eso no hay vuelta atrás.

      Por eso no quise añadir excusas, solo una historia de fondo y un acto que destruyó dos vidas.

  2. Es una escena realmente triste… se traspasa lo que los personajes sienten, con todo su peso. No sé por qué, pienso que la llevaría al teatro (sería una experiencia verla representada). Lo siento mucho por el hombre de tu historia 🙁 entiendo que intentó no sucumbir, pero no lo consiguió…
    Para mí lo has contado muy bien, Alex, lo que te evoca esta palabra.
    Está siendo interesantísimo hacer el reto con una palabra inventada.

    1. De hecho llegó a mí y lo escribí primero en tres escenas. ¿Subo la puesta en escena que pensé? Aunque no es tan teatral, está más pensando en el uso de cámaras.

      Me siento un poco intranquilo de que el mensaje que quiero dar es no excusar al victimario. Es una persona que no pide perdón, pero se arrepiente de lo que hizo. Lastimosamente la mayoría de victimarios no muestran arrepentimiento…

      ¿Qué opinan? ¿Debería cambiarlo?

      Yo siempre mostrando temas controversiales.

      1. Cuando escribí que yo estaba leyendo sobre la infancia de Hitler, alguna persona se mostró reactiva a sacar por su cuenta la conclusión de que yo estaba excusando a un genocida. Investigar y comprender nos hace siempre más fuertes (repercute en nuestra sensibilidad y conocimiento), no tiene nada que ver con justificar. Cuando por ejemplo lees hechos reales y dramáticos (pero no dramatizados, simplemente fueron así), como que el padre de Hitler solía usar un látigo de piel de hipopótamo para pegarle al perro hasta que a este «se le combaba el lomo» y se orinaba encima, uno se traslada a presenciar esos hechos. Cuando lees que ese mismos instrumento lo usaba para disciplinar a su hijo, uno se estremece igual que cuando lees sobre los campos de concentración, la ideología aria, las cámaras. Cuando uno lee sobre pedagogía negra en la alemania nazi está leyendo sobre el origen, no tratando de justificar. Uno no justifica por creer que todo tiene orígenes. La violencia en sí deja víctimas en cadena; sé por mí misma, desde mi cuerpo, que uno puede hacer algo violento porque es víctima en su propio eslabón.
        En españa hubo una campaña hace tiempo que decía: ante el maltratador, tolerancia cero. No, señores: ante el MALTRATO tolerancia cero. El maltratador es una persona que necesita que lo contengan y lo salven para que no haga daño a los demás, lo mismo que las personas inocentes bajo su yugo necesitan ser protegidas. Yo sólo sé que yo soy un ser humano viviendo en un mundo mecánico y desastroso; ¿con qué soberbia defendería que, reaccionando a lo que fuera, no podría yo terminar convertido en monstruo? ¿Está en mi ADN algo privilegiado que me separa de un «maltratador», acaso? ¿O sólo he tenido suerte? ¿Soy yo por mis santísimos ovarios una persona mejor que otra que tiene la desgracia de caer en esto? No, señores. Si se trata de construir un mundo donde no nos matemos entre nosotros, hay que ir a los orígenes. Presuponer que un hombre como el de tu relato es un humano con su particular batalla no te hace defensor de su conducta, te hace persona.

        1. Perdón por escribir tanto, pero necesito expresarme con la máxima honestidad en esto porque es un tema que me ha tocado cerca. Durante toda mi infancia viví con alguien que no era capaz de controlar sus impulsos y cometía actos violentos con demasiada frecuencia (dónde está la marca que cataloga el «demasiada», ¿verdad?), a veces atroces. Una persona a la que, aparte, yo amaba, aunque durante esos actos «frecuentes» me aterraba. De hecho, era como convivir con dos personas distintas. Era mi padre. Mi madre carecía de autocontrol igualmente pero de otras maneras. Para resumir, me «comí» violencia directa, violencia encubierta y violencia redirigida (el desviar algo para pagarlo contigo) por muchos años. Viendo eso en sus referentes, yo aprendí a odiar, a no llorar, a comunicarme así. Durante algún tiempo yo no fui capaz de controlar mis impulsos tampoco, ¿¿cómo hacerlo?? ¿Lo habría hecho alguien en mi situación? Cometí algunos actos que me perseguirán toda la vida. Sé cómo se siente. El arrepentimiento es profundo e interno, pero no soluciona nada. ¿Un amigo me querría si supiera que fui un (inserte palabra que mejor convenga)? ¿Me juzgaría? Sufrir violencia me enseñó a odiar; cometerla me enseñó a odiarme. Odiarse a uno mismo no le ayuda a parar.
          Tuve que salir de esa mierda que estaba en mí pero no era yo. Aprendí a controlar impulsos porque alguien formado para ello me enseñó, ya de adulta, fuera del entorno familiar. Tuve que reconstruir y reestructurar todas mis maneras de ver la vida, de ver a los demás y a mí misma. A amarme aun estoy aprendiendo. Al menos ya no es impensable para mí ser digna de amor.
          Podría hablar tanto sobre mi verdad en esto…
          La violencia es un problema personal y universal. Tantas veces me he preguntado qué la cura y qué no. Sé que el odio no la cura y el juicio tampoco. La consciencia y el valor de enfrentar lo que en ti mismo no quieres ver (porque te daña), a mí me ha ayudado.
          Perdón por el tochaco.

          1. Gracias por tus palabras Reyes. Lamento mucho saber que esta historia sea tan cercana a tu experiencia. Lo digo porque no deseo que nadie sufra así. Es duro reponerse, pero me alegra saber que has logrado salir adelante. Eres una gran persona y una excelente escritora.

            Cuando necesites hablar con un amigo, tienes uno al otro lado del charco.

  3. Amigo, gracias, pero no te preocupes, en mi caso lo más difícil ya se pasó<3
    Era todo para decir que entiendo perfectamente lo que habías escrito y el sentir de los personajes… Creo que todos los escritos sobre sentimientos resultan siempre útiles además de entretener…
    un grandísimo abrazo y gracias.

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