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—¡Malvajador! Malvajador navajero. ¡Caballero, suélteme!

Juan Navarro es un artista de la pista. Frustrado, eso sí, como muchos. En este mundo hostil y no apto para sensibles, Juan sabe que nunca podrá “vivir de su arte” (qué resignación, qué gran pena mercantil).  Fíjate cómo estará el patio que, por si fuera poco, se ve obligado a tener dos trabajos: uno —el oficial, el que le cuenta a quien le pregunta en las citas del Tinder—, celador en una clínica privada de neurorehabilitación. El otro, en el matadero municipal.

—Venga, Emi. Que vamos tarde.

No son malos trabajos. Le permiten ganar dinero sin dejar de tener la cabeza puesta en cada proyecto creativo. En este momento, mientras agarra la grúa cisne del centro hospitalario, le va hablando a Emilia, su compañera del turno de noche, de la última performance que tiene en mente.

—¡No! ¡No! Malvajador, malevaje. Barro, el rábano ta… tacaño, caño, ¡CAÑO!

Gilberto cierra los ojos con fuerza cuando Navarro y su compañera encienden la luz de su habitación. Son las tres de la mañana: la hora de la segunda ronda para los cambios posturales y de pañal. Por desgracia o suerte, ya conoce las rutinas nocturnas de la clínica, como también conoce a los trabajadores.

—Barro, tacaño, caño — llora a sus setenta y cuatro años. Sabe que vienen a hacerle daño. Siempre es lo mismo. Pero no puede decirlo con propiedad ni puede pararles. No sabe por qué, para Navarro y Emilia la palabra “no” pierde su fuerza y su significado si carece de contexto–. ¡No! ¡Rancaño! Malvajador…

Emilia se ríe ante los disparates que salen por la boca de Gilberto. Una ristra de chorradas sin límite dice siempre este hombre. Navarro, por su parte, le sigue contando a ella sus mierdas, mientras le ajusta al viejo las cinchas de la grúa para izarle en vilo sobre la cama y cambiarle el pañal. Le molesta que Emilia no le preste atención plena, pero lo disimula.

—¡No, no! ¡Caballero! ¡Caballera!

Caray, cómo manotea y se retuerce Gilberto, piensa Navarro. Por una fracción de segundo, le parece estar viendo a uno de esos cerdos mal aturdidos que se revuelven colgados de una pata esperando el degüello. Es una putada cuando las descargas eléctricas aplicadas en serie no bastan para dejarles K.O.; no paran de resistirse. Pero Gilberto no está colgado de una pata, claro que no. Está bien sujeto por las cinchas cruzadas de suave color malva que se le clavan en la piel. Juan se alegra de tener esa grúa a mano —¡sólo tienen una para todo el maldito centro, ¿te puedes creer?!—, porque, de otro modo, Emilia y él se partirían la espalda moviendo gente de ochenta kilos.

—Malvajador, jabarro, “nabarro”…

—¡Anda, mira! Ha dicho tu nombre —ríe Emilia. Le hace gracia que el viejo haya logrado barbotar, por fin, algo con sentido en medio de tanto galimatías.

—Este sabe más que los ratones coloraos’.

—¡Ya te digo!

Las pegatinas del pañal son arrancadas ruidosa y rápidamente con una eficiencia tenaz, experimentada y feroz. La celulosa pesa porque está empapada en un pastiche de orina y materia fecal. Tiran de ella sin miramientos, aplicando técnica.

—¡No! ¡No! ¡Cosorro!

—”Cosorro”, anda que. Hay que joderse.

Las piernas del viejo son dos palos rígidos contra los que roza el plástico verde cuando Emilia, sin dejar de reír, se lleva el pañal hacia atrás. Así que ahora son dos palos marcados por respectivas líneas rojas de dolor.

—Pues lo que te decía —continúa Navarro—. Me he pasado los dos últimos años recogiendo sudor de obreros para hacer un jabón destinado a la gente rica. Es la polla.

La materialización artística de una alegoría muy acertada, eso es lo que es. No le dirá a Emilia que también es un plagio. En fin, simplemente se inspiró en alguien que ya había hecho esto antes.

—¡Por favor! ¡Por favor! —Gilberto gime agarrando las barras metálicas de la grúa con tanta fuerza que las puntas de sus dedos palidecen. Sabe que ahora le van a soltar de golpe. Literalmente no tiene palabras para la angustia que siente cada noche—. ¡Malvajador!

Bueno, palabras como tales sí tiene. Pero son palabras no válidas, algunas incluso inventadas. Gilberto tiene un síntoma llamado afasia de Wernicke transcortical. Tras el último ictus que le dio el año pasado, quedó dañada el área motora del lenguaje, la que se encarga en el cerebro de elegir las palabras correctas y hacer que fluyan. Oralmente, ya no es (ni será nunca) arquitecto de conceptos —¡aunque lo más increíble es que podría escribirlos! Pero ni tiene papel a mano, ni la rigidez de sus manos le permitiría hacerlo—, salvo por semejanzas en la resonancia (“daño, caño, tacaño”) o en el significado cuando dice que Juan Navarro (barro, cagarro) es un “mal-bajador”. De modo que hoy, una noche más, la angustia no será expresada salvo en su rostro para quien quiera mirarlo. La angustia se perderá en los balbuceos de un payaso que da risa, y dejará huella en los brazos y las piernas de color blanco.

Sí, definitivamente el arte es el único consuelo que nos queda en este mundo insensible. Juan Navarro tiene razón: el mundo necesita performers valientes, dibujantes ingeniosos, escritores de pluma afilada. El mundo está lleno de podredumbre y de gente mala. El mundo adolece de todas palabras correctas y no dichas entre sollozos.

—Malvajador…

—Venga Gilberto, a dormir. Ya hemos terminado. No entiendo por qué llora siempre este hombre, de verdad.

—Venga, Emi, que no llegamos al café —farfulla Navarro. Apaga luz y cierra. Aún les quedan cinco habitaciones por delante para acabar la ronda. Menudo coñazo.

Gilberto escucha cómo ambos se alejan hablando por los codos, empujando la grúa y el carro de los pañales por los pasillos blancos del matadero.

Autor: Reyes

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Reyes

4 comentarios en “MALVAJADOR”

  1. Siempre encantado de leerte Reyes. Me gusta cómo te diste la libertad de experimentar con este relato. Te soy honesto que no estaba entendiendo, pero que va, queda más que claro al final.

    Cómo siempre un saludo 😃.

    1. Muchas gracias, Alex <3
      Trabajé con algunos pacientes que tenían este tipo de afasia hace tiempo, y también la opuesta (la de Broca, que es sensitiva, es decir, no comprenden el lenguaje cuando lo escuchan). En la afasia Wernicke el paciente sí comprende, pero no verbaliza de forma normal. Todas las afasias se me hacen horribles (una cárcel de incomunicación), pero la de Wernicke me parece realmente cruel por conservar el paciente la capacidad de entender. Aunque lo que se me hace realmente cruel es lo que puede terminar ocurriendo entre personas. Más que experimentar, me di libertad para desahogar vomitando un escenario sórdido.

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