La lluvia parecía caer a plomo sobre Tony cuando este regresaba a casa desde el colegio. Aunque aquella tarde la mochila a su espalda bailaba casi vacía, su columna vertebral se encorvaba igual que si estuviera llena. La mano derecha, inexplicablemente mojada dentro del bolsillo de su chaqueta de deportes, arrugaba entre los dedos una pequeña hoja de papel. Una nota escrita por él mismo la noche anterior, cuyas frases perdían contexto y significado a medida que se diluían por las gotas de agua.
Al pasar junto al supermercado, reparó en el mismo hombre de siempre, ese que todas las tardes se sentaba sobre una manta en la acera para pedir dinero. El hombre no ocultaba que le faltaba una pierna. A su lado, un cartel hecho con la solapa de una caja de cartón gritaba algo en un idioma por desgracia incomprensible, apoyado contra la pared. Tony pasó de largo, pero preguntarse cómo sería la vida sobre una sola pierna le distrajo un momento de su carga personal. Claro estaba que no sería lo mismo ser cojo con catorce años que con… ¿cuántos tendría aquel pobre hombre? ¿Cincuenta? ¿Sesenta, tal vez? Pero, de todas maneras, se propuso intentar experimentar algo similar, lo más parecido, aunque solo fuera por unos segundos. Por alguna razón —que desde luego ni se planteó—, necesitaba sentirlo.
Podía ser una estampa cruel aquel niño que caminaba sobre una sola pierna, considerando que doblando la esquina inmediata había alguien cuya pierna le faltaba de verdad, alguien sin casa a la que acudir después del colegio. Pero Tony no era ni remotamente consciente de esto. Su cabeza no emitía juicios de valor mientras él centraba todo su esfuerzo en mantener el equilibrio.
En total silencio y sin perder detalle, Vanessa observaba los singulares movimientos de Tony desde la cristalera del portal de un edificio cercano. Era la hija de la portera y pasaba las tardes al otro lado de los cristales impecables, como una bailarina dentro de una caja de música cerrada, haciendo lo único que le dejaban hacer: observar. Sabía que tenía catorce años y algo llamado “síndrome de Down”, y que por eso último —o quizá por ambas condiciones juntas— era que su madre apenas la dejaba salir a la calle.
Sonrío entre las lágrimas de lluvia que resbalaban raudas a la carrera sobre el cristal. Sin duda, ese chico pensaba que estaba solo mientras ejecutaba aquel estrambótico baile. Sin darse cuenta, Vanessa había empezado a moverse ella misma en el sitio, despegando a su vez un pie del suelo por mero reflejo igual que hacía ese chaval, sólo porque lo que veía le resultaba simplemente maravilloso.
No pensaba en lo que hacía cuando se lanzó a la calle, pero es que fue al ver a aquel chico danzando a la pata coja cuando se dio cuenta de que ella también sabía bailar. En realidad le daba lo mismo si sabía o no, pero quería (y podía) hacerlo.
El soldado, experimentado ya en demasiadas batallas infantiles del primer mundo, vivía aquel mágico momento en inusitada paz. Había dejado la mochila abierta a un lado y esta ahora se arrugaba a punto de volcar, mostrando un sesgo de cadáveres de cuadernos y la punta del sobre que contenía las calificaciones finales del curso. Todo notables, menos un aprobado justo en matemáticas. Tony se olvidó de eso también. Se olvidó, feliz por una vez, de todos los grises que se emborronaban fuera de su particular y efímera burbuja en aquel instante.
Vanessa se acercó a él con pasitos de pato mareado, sin dejarse un solo charco sin pisar (a posta, por supuesto). Sonrió, buscando ávida el contacto visual ajeno con sus ojos azul celeste. Ella no podía saber que Tony estrujaba aun la nota que llevaba en el bolsillo, ni tampoco que esa nota era una despedida; la despedida definitiva tras demasiadas luchas transitorias.
El soldado brincó sorprendido al ver a la bailarina, pero no por ello apoyó la pierna “coja” en el suelo. De pronto sintió que se volvía de papel bajo la lluvia en los ojos de aquella niña, y eso le gustó. Los ojos de Vanessa eran, en mitad de aquella amalgama de grises callejeros que seguían dentro de él, el absoluto reino del sol y de la luz.
La niña rió, y, como hizo en la portería tan sólo minutos atrás, levantó una de sus piernas. Pero ella no la flexionó hacia atrás como había hecho Tony, sino que, con minucioso esfuerzo, apoyó la suela de su zapatilla de deporte contra la cara lateral de la otra rodilla, quedando en una bella (e inestable) pose de ballet. Elevó los brazos en arco al cielo; nada de movimientos estudiados, todo era improvisación en cada intento de mantener aquella postura soñada.
Tony rio.
—Te falta un traje de bailarina con lentejuelas —bromeó sin atisbo de maldad.
Vanessa soltó una carcajada gruesa y frágil que para mucha gente sonaría incorrecta.
—¡Tengo uno de esos! —le hizo saber de inmediato al soldado, alborozada.
Pero la madre de Vanessa la había oído reír y en aquel momento había abandonado la trinchera en el portal para acercarse a los chavales, a rápida zancada y llevando una bolsa en la cabeza para protegerse del chaparrón.
—¡Pero tú estás tonta o qué! ¡Te vas a coger una pulmonía! —Y sin decir más, agarró a la bailarina y se la llevó prácticamente a rastras.
Ninguno de los presentes allí lo sabía pero, aquella misma noche, la casa abandonada en la colina se iluminaría con un anaranjado y cálido resplandor. Tony estaría justo allí en ese mismo instante, dispuesto a saltar desde el punto más alto en la cornisa hacia aquel vacío que nunca cesaba. Pero entonces Vanessa aparecería y le diría que la chimenea de la casa estaba encendida, ¡qué alegría! La niña no había visto una chimenea encendida nunca en su vida. En cuanto a Tony, la liberación de saltar al fuego le supondría un impulso demasiado fuerte, irrefrenable y sin vuelta atrás. Porque aquello que vería no sería una chimenea sino la mismísima entrada al infierno y, al mismo tiempo, el sol iluminando la colina entera, haciéndola pulsar como si de pronto esta tuviera un dolorido corazón.
El soldado saltaría al vacío en llamas para que por fin el dolor se acabara. Y la bailarina le seguiría sobre una sola pierna sin pensárselo dos veces, vestida de lentejuelas, sin saber muy bien si quería rescatarle o quemarse junto a él.
Y no habría ni corazón de plomo ni retal de muselina que abrazara el alba.
Autor: Reyes
Un precioso relato Reyes, una vuelta de tuerca al soldadito de plomo, la realidad de los problemas adolescentes que para nosotros son nimiedades y a ellos les parecen mundos destruidos. Me encanta cómo ves el mundo.
Muchísimas gracias, Nacho.
«El soldadito de plomo» era uno de mis cuentos favoritos cuando era peque. ¿Te pasa que a veces es como: «Ojalá apareciera ya escrito el cuento que tengo en la cabeza»? jajaja, porque recuerdo que al soldadito le pasaban cosas increíbles, te acuerdas de eso del barquito de papel rollo It por la alcantarilla, que al final se lo tragó un pez no sé cómo, y el pez lo compró en la pescadería la madre del niño propietario del soldadito???? Me habría encantado adaptar eso también, pero soy demasiado vaga :/ . Con lo que te voy conociendo a poquitos, seguro tú me dirías que siempre estoy a tiempo, y tendrías razón <3
Sabes que el otro día leí algo que dijo Stephen King y me partí de risa. Le preguntaban precisamente sobre su manera de ver el mundo y él contestaba: "Tengo el corazón de un niño. Está en mi escritorio, metido en un tarro" xDDDDDDDDD
Muchos besos!!