Aelthorium – Silencio

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El crujir de los huesos al aplastarse bajo las botas resonaba en la llanura. Los cruzados de la Cofradía de la Purificacion caminaban entre los cuerpos amontonados, buscando objetos de valor para llenar las arcas de su intimidante y militarizado carromato. El hedor a podredumbre y sangre se filtraba a través de los sucios yelmos de los ejecutores, quienes ni se inmutaban debido a la rutina. Purgar a los herejes en nombre del Sumo Divulgador era su cometido y la más alta prueba de fe hacia el único y verdadero dios, Aelthor.


Con el sol ocultándose tras las montañas, las oscuras figuras volvían al terroso sendero que separaba las montañas de cadáveres. El imponente carruaje aguardaba, sus telas negras ondeando, las cadenas tintineando y las gruesas ruedas de ébano listas para avanzar. Al frente yacían encadenados aquellos infieles con mejores cualidades físicas, elegidos para tirar del carro y ofrecer su dolor como muestra de fe para impedir su ejecución. Halden fue el último de los seis en subir al transporte y sentarse en uno de los dos bancos enfrentados en su interior.


La cofradía prohibía quitarse el yelmo en presencia de otros, era sacrilegio capital, por lo que identificar a su hermano Tristán de entre los otros miembros no era tarea fácil. Por suerte, la escasa luz que se colaba por las grietas de las paredes le permitió fijarse en un pañuelo que envolvía la muñeca de uno de los presentes. La prenda, tiempo atrás, había sido de un blanco puro con un delicado bordado dorado. Perteneció a su madre hasta el momento en el que los hermanos fueron reclutados para servir a la Iglesia de la Resiliencia Infinita. Desde que tuvieron uso de razón, habían sido instruidos en los dogmas de la Iglesia y, llegado el momento, abrazaron con orgullo y honor el llamado a la servidumbre.


Los recuerdos invadieron los pensamientos de Halden: las competitivas carreras hasta el río junto a su hermano, el refrescante aroma del pasto mojado tras una noche de lluvia, la mirada de orgullo de su padre cuando alzó por primera vez una espada… Los detalles se habían deteriorado con los años, pero no la reconfortante sensación de calidez que le provocaban. A diferencia de su hermano, necesitaba recordar cada día que la felicidad existía, a pesar de que él ya no la experimentara. No podía permitirse el lujo de tener emociones; de ser así, ya se habría colgado hace tiempo. Incontables niños habían exhalado su último aliento con el filo de su espada atravesándoles el corazón, mujeres suplicando clemencia con sus últimas palabras, hombres esparciendo sus intestinos en vano. Los gritos de agonía ya no resonaban en su cabeza, ni el sentimiento de culpa que en sus primeras noches como cruzado le impedía dormir. Solo notaba un tenso vacío, mantenido unido únicamente por la fe. El carromato osciló, emitiendo un leve gemido. La vibración no inquietó a los cruzados, pero sí logró arrancar a Halden de sus recuerdos. Observó detenidamente a sus compañeros: dos yacían en un sueño profundo con sus robustas espadas descansando sobre el pecho. Tristán se entretenía extrayendo los restos de piel, carne y pelo atrapados entre las púas de su mangual. Los dos restantes rezaban en posición de oración, revelando uno de ellos una cadena que sostenía un Aelthorium. Los entrelazados círculos decorados con llamas simbolizaban la eternidad, la continuidad y la purificación.


Hacía horas que la extensa llanura se había desvanecido en el horizonte, junto con los últimos destellos crepusculares. La caravana se internaba en un bosque denso, donde los árboles se alzaban como centinelas tapando el cielo nocturno. En el carromato, farolillos colgantes bailaban al capricho de la senda irregular, sus llamas parpadeantes luchando contra la oscuridad mientras devoraban los últimos vestigios de cera. Un viento impetuoso azotaba las copas de los árboles, susurros de una tormenta inminente. El agotamiento de los condenados que arrastraban el furgón se reflejaba en sus semblantes demacrados y en el ritmo menguante de su marcha. Sin embargo, la compasión no encontraba lugar en el corazón del carretero; sus gritos de ira y el chasquido cruel de su látigo desgarrando la carne viva resonaban en el silencio del bosque. A lo lejos, una débil luz revelaba una ermita desgastada por el tiempo, un remanso en la noche para cobijar a sus fieles tropas.


Se detuvieron en el lateral de la ermita. Al descender del transporte, les recibió un anciano con un largo hábito blanco descosido por la parte inferior de la cual asomaban unos descuidados pies cuyas uñas no tenían nada que envidiar a las de un orgunt. La puerta abierta filtraba una luz cálida y un tentador aroma a cocido que despertó el apetito de Halden. El anciano, de aspecto frágil y manos huesudas, se acercó frotándoselas con gesto ansioso.


—Pasad, pasad. — insistió con voz débil. —Abasteceos y disfrutad de las recompensas que nuestro Sumo Divulgador os concede por vuestra encomiable fe. — añadió con tono pícaro, mientras una sonrisa repulsiva dejaba entrever sus escasos y sucios dientes.


Algunos miembros de la tropa murmuraban de alegría bajo sus yelmos, pero otros, como Halden, permanecían en silencio. Era una práctica común de la que en anteriores ocasiones se había servido para evadirse o incluso desahogar sus frustraciones. Sin embargo, desde hacía meses ni el cálido cuerpo de una mujer lograba templar su álgido interior.


Al adentrarse en el recinto sagrado, una atmósfera de humildad y serenidad recibió a Halden. Las paredes de piedra gastada y los techos bajos de vigas de madera brindaban una sensación de seguridad y protección, aunque evidenciaban la falta de lujos. La iluminación procedía de antorchas dispuestas en las paredes, cuya luz parpadeante proyectaba sombras danzantes sobre los rincones oscuros del lugar. Se dirigió con determinación hacia la mesa de madera en la que reposaba una gran cacerola, causante del sabroso olor que invadía la estancia. A su lado, una joven de piel rosada y cabellos dorados esperaba de pie cabizbaja con un plato ya servido en sus delicadas manos. A pesar de tener la misma edad que él cuando lo reclutaron, ella era la mayor de todas las presentes. Las demás permanecían alineadas contra la pared, erguidas y con los ojos clavados en el suelo. Nacer en una familia pobre que no podía mantener a otro hijo a menudo resultaba en la adopción bajo el manto de la iglesia. La institución se encargaba de buscarles un lugar en el que sacarles utilidad y, en el caso de las niñas, su función era servir y ser usadas para satisfacer a sus miembros.


Tras recoger su comida, Halden escudriñó las habitaciones que se extendían a lo largo de un pasillo sombrío, apenas iluminado por los débiles destellos provenientes de la habitación principal. Antes de retirarse, se cercioró de que podía relajarse durante unas horas, observando cómo la mayoría de sus compañeros esperaban en fila para recibir su ración de alimento. Mientras tanto, otros, incluido su hermano, se entretenían decidiendo con quién compartirían la noche. Con un ligero susurro de aprobación para sí mismo, Halden avanzó hacia la puerta más alejada del corredor. El cuarto resultaba diminuto, apenas suficiente para albergar una estrecha cama, un modesto escritorio con su sencillo taburete y un tímido espejo de pared. Las gruesas paredes de piedra, desprovistas de ventanas, obligaban a depender de un par de velas dispuestas sobre la superficie de trabajo para disipar las sombras que inundaban el espacio. Para el cruzado, sin embargo, aquella escena evocaba una sensación de acogedora comodidad. Después de una jornada agotadora, lo único que ansiaba era el reconfortante calor de un plato de cocido y el abrazo suave de un lecho mullido.


Apartó el plato de cocido, cuyos vapores aún danzaban en el aire, sobre el escritorio y procedió a despojarse de la pesada armadura. El yelmo, negro como el carbón más puro y adornado con puntas que semejaban una corona de espinas, fue la primera pieza de la que se desprendió. Las greñas castañas, descuidadas y sucias, cayeron sobre los hombros de Halden. Su barba oscura iba a juego
con la suciedad que ennegrecía su tez, originalmente clara, pero ahora manchada por el sudor y el polvo que se había colado por los orificios de la celada. Sus ojos reflejaban agotamiento. El blanco que rodeaba el gris del iris se encontraba de un tono rosado por la fatiga. El sombrío semblante se veía reforzado por unas profundas ojeras, vestigios de un sueño interrumpido y un peso que apenas podía soportar.
Desató con parsimonia las correas que le aprisionaban pecho y hombros bajo el peso de la armadura. Cada placa de acero negro, marcada tanto por el combate como por la fe, fue retirada con delicadeza. Ornamentos religiosos y señales de rango se entrelazaban en el metal: un imponente Aelthorium se erguía en el centro del peto, irradiando autoridad divina; el emblema de la división militar de la Iglesia, un cáliz desbordante de espadas y enmarcado por espinas, se imponía sobre su corazón, recordándole su deber y lealtad; las hombreras, marcadoras de la cofradía y el rango, en su caso, exhibían una grotesca cabeza humana emergiendo con las cuencas de los ojos vacías y labios cosidos.


Cuando llegó el momento de quitarse el gastado gambesón, Halden vaciló. Con un movimiento sigiloso, se acercó a la pared, asegurándose de que nadie se dirigía hacia su habitación. Afuera, los golpes secos y gemidos apagados de otras habitaciones se mezclaban con el distante estruendo de platos y cacerolas chocando, señal de que las jóvenes sirvientas recogían el comedor. Con un suspiro, avanzó hasta situarse frente al espejo colgado en la pared. La penumbra de la habitación le confería un aire de solemnidad, casi como si estuviera a punto de realizar un ritual. Bajó la vista, sus dedos hábiles comenzaron a desabrochar las correas del gambesón. El cuero crujió en protesta, como si se resistiera. Dejó caer la prenda al suelo con un ruido sordo, desnudando su torso. Apretó los puños con fuerza y alzó la vista.


Aunque ya sabía lo que iba a ver, un escalofrío glacial le recorrió el cuerpo. Del centro de su pecho se extendía una oscura mancha, ennegreciendo e hinchando las venas que la rodeaban. Como raíces de un árbol condenado, se propagaban en todas direcciones, buscando regiones no afectadas para corromper. Pueblos enteros habían sido diezmados bajo la inflexible orden de purificar el reino de la blasfemia y la falta de fe simbolizadas por la oscura marca. Lo que al principio fueron casos aislados, con el paso de los años se convirtió en una epidemia incontrolable. La creación de la Cofradía de los Susurros Profanos representó la respuesta de la Iglesia para enfrentar y erradicar a los marcados herejes, una élite compuesta por los más devotos, íntegros y diestros de sus filas.


Los interrogantes se repetían sin cesar en la mente de Halden: ¿Por qué? ¿Acaso no he cumplido siempre con los deseos de Aelthor? ¿Puede mi fe no ser suficiente pura y fuerte?” A veces sentía la necesidad de acudir a su hermano en busca de consuelo, aunque sabía que no lo encontraría. El hecho de formar parte de la Iglesia no le eximiría de recibir la máxima pena. Se sentía como una triste alma que deambulaba en soledad por una llanura infinita, cargando sobre sus hombros un peso tan abrumador que, tarde o temprano, le impediría avanzar y le derrumbaría en el seco pasto, sin nadie que le ayudara a levantarse ni con quien compartir la carga.


Un ensordecedor golpe en la puerta sacó a Halden de su letargo momentáneo. Con un movimiento brusco giró hacia el origen del sonido. La voz de Tristán, cargada de urgencia y tensión, resonó a través de la madera:


—¡Halden! ¡Han rodeado la ermita, sal ya!


El corazón de Halden latía con fuerza mientras se apresuraba a vestirse. La meticulosidad ritual de antes se había desvanecido, reemplazada por la prisa y la urgencia. Mientras se colocaba las últimas piezas, su mirada se desvió hacia el plato de cocido en el escritorio. El vapor había desaparecido, dejando un rastro de lo que había sido una promesa de calidez y sustento.


El marcado cruzado se enderezó, sintiendo el peso de la armadura bien ajustada. Con una última mirada a la sencilla pero acogedora habitación, salió al encuentro de su hermano. El pasillo se encontraba invadido por las siniestras figuras de sus compañeros. El ruido metálico de las armaduras inquietas y el crujido de los guantes al empuñar las armas añadían una capa de ominosa realidad a la situación. Con paso firme y con el mangual descansando sobre uno de sus hombros se acercó Tristán.


—Parecen campesinos, deben habernos seguido hasta aquí. —No se esforzaba en disimular su confiado semblante—. ¿Cómo se atreven? Sucias ratas armadas con palos… No dejaré ni uno con vida.


Varios murmullos y risas de aprobación acompañaron las declaradas intenciones del corpulento cruzado. Halden sintió una mezcla de inquietud y determinación al escuchar las palabras de su hermano. Colocándose a su lado y avanzado hacía el comedor le miró para comprobar que, a pesar de no verle el rostro, irradiaba un aura de confianza feroz, la misma con la que afrontaba cada misión y que tantas veces había inclinado la balanza a su favor cuando entrenaban de niños. Envidiaba y respetaba por partes iguales esa cualidad de Tristán. Sin embargo, no podía ignorar la sensación de que esta vez, algo era diferente. La marca en su pecho parecía arder con una intensidad hasta ese momento desconocida, como si estuviera acercándose a algo o alguien que reclamase su presencia.

Autor: Victor Cañigueral

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Victor Cañigueral

Un comentario sobre “Aelthorium – Silencio”

  1. Hola, Víctor!! Bienvenido!!
    Me encanta el arranque de la historia. Uno se hace preguntas sobre esa marca, ¿de verdad significa lo que creen? Difícilmente significa algo más horrible que las circunstancias del contexto; ser hereje es casi una bendición…
    Me gusta muchísimo la carga humana de los personajes, y la atmósfera Dark Fantasy en tus descripciones. Y estoy intrigada por saber qué pasará.

    Sabes, te había leído en otro foro. Allí una amiga recuerdo que te dio unos tips de gramática y construcción de oraciones. Yo no suelo hacer eso, pero hay algo que he visto que creo que te puede hacer encajar el arranque de la primera frase: prueba la forma pasiva a ver cómo te suena (los huesos al SER APLASTADOS en lugar de “aplastarse”). ¿Te suena mejor? De ese modo la acción recae literalmente sobre ellos, jajajaja,

    Un abrazo y bienvenido!!

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