Las puertas de la ermita se abrieron con un chirrido, revelando un paisaje engullido por la noche que parecía huir de la luz que proyectaba la luna sobre el claro. Los cruzados, con Tristán y Halden a la cabeza, fueron saliendo uno a uno con paso firme y seguro. Los sentidos de este último estaban alerta, cada fibra de su ser preparada para el combate. Era la élite de la Iglesia, templado en innumerables batallas, y sentía una seguridad férrea en sus habilidades y en las de sus compañeros de armas.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la negrura del bosque, comenzó a distinguir figuras humanas mezcladas con los árboles y la maleza. La pobreza de sus ropas y las rudimentarias herramientas para tratar el campo que llevaban algunos confirmaban las suposiciones de su hermano.
—¡Para ser unos pobres campesinos le estáis echando muchos huevos! —rio Tristán—. ¿Seguro que no preferís volver a vuestros corrales?
Varios cruzados rieron, sus risas metálicas resonaron en el aire, pero este eco de confianza se desvaneció rápidamente. Los campesinos avanzaban lentamente, sin pronunciar palabra, y a medida que se acercaban, los detalles se volvían aterradoramente claros.
Halden se estremeció cuando un hedor nauseabundo, como de carne podrida y descomposición, llegó a sus fosas nasales, mezclándose con el crujir siniestro de las hojas bajo los pies de los atacantes. La revelación era de pesadilla: los campesinos eran espectros de carne putrefacta y huesos al descubierto. La piel, de un gris ceniciento mezclado con el marrón de la sangre seca, se adhería a sus cuerpos en jirones. Los que aún conservaban algún ojo presentaban una mirada vacía, pero fija y perturbadora, en el grupo de cruzados. Sus movimientos erráticos mostraban el grotesco balanceo de órganos descompuestos, repletos de larvas que se daban un festín repugnante.
El pulso de Halden se aceleró, no por miedo, sino por la repulsión que le provocaba la visión de esas criaturas. El asco lo recorrió como un escalofrío, endureciendo su resolución. A su alrededor, los otros cruzados parecieron congelarse por un instante, sus respiraciones entrecortadas detrás de los yelmos se volvieron más pesadas. Tristán, quien antes se había mofado con seguridad, ahora ajustaba su agarre en la maza, con movimientos firmes pero cargados de una nueva seriedad.
Uno de los cruzados se adelantó con determinación. Levantó su espada y la descendió con una fuerza implacable, hundiéndola profundamente en el pecho de un campesino pútrido que se encontraba a escasos pasos de él. La hoja, afilada como el filo de una guadaña, penetró la carne podrida del monstruo con un sonido sordo, atravesando huesos y órganos.
Para su horror, el cruzado se dio cuenta de que el cuerpo no cayó como esperaba. En lugar de desplomarse, la criatura emitió un gruñido bajo y gutural. Con una rapidez inesperada, las manos huesudas y descarnadas del espectro se alzaron, cerrándose alrededor del cuello de su verdugo con una fuerza brutal. Las uñas, largas y afiladas como garras, se hundieron en la carne, perforando la piel y haciendo brotar sangre que, como un río desenfrenado, resbalaba por la armadura, trazando surcos en su fría superficie.
El cruzado intentó retroceder, con su espada aún clavada en el pecho de la bestia, pero la criatura lo tenía firmemente inmovilizado. Cada intento de liberarse solo hacía que las garras se hundieran más profundamente. Desesperado, el cruzado soltó su arma y trató frenéticamente de desprender las manos del monstruo de su cuello. Sus dedos, ya débiles y temblorosos, apenas podían afectar el agarre mortal que lo estrangulaba sin piedad. Sus pulmones ardían como si estuvieran en llamas, y su visión se tornaba cada vez más borrosa.
—¡Ayuda! —rugió con un esfuerzo que sonó más a un gorgoteo—. ¡Por favor, ayudadme!
Sin embargo, sus compañeros, paralizados por la sorpresa y la impotencia, no sabían cómo responder. Nunca se habían enfrentado a una situación tan aterradora, ni habían tenido bajas en el campo de batalla. La confianza que antes mostraban se había evaporado, sustituida por un miedo crudo y palpable. Su meticulosa formación y su reputación de invencibilidad se desmoronaban ante la brutalidad de lo desconocido.
Halden observó la desesperación de su compañero con un nudo en el estómago. Cada grito de agonía y estertor del cruzado desgarraba la ilusión de invulnerabilidad que él y sus compañeros habían llevado como una segunda piel. La visión del hombre atrapado entre las garras de la monstruosidad lo llenaba de una mezcla de horror y desesperanza. La realidad de la situación se desplomaba sobre él con despiadada claridad, desmoronando la seguridad que antes consideraban indiscutible.
Cuando el monstruo finalmente dejó caer el cuerpo inerte del cruzado, un crujido seco y espantoso resonó en la noche. El cadáver yacía en un ángulo antinatural, con la cabeza desnuda colgando y los ojos abiertos en una expresión congelada de terror. La criatura, imperturbable, se desentendió del cadáver con una frialdad escalofriante. El impacto de la pérdida y el horror se asentaron como un peso implacable sobre los hombros de Halden.
El silencio que siguió estaba cargado de una tensión palpable. Tristán, notando el desánimo de sus compañeros se adelantó, tratando de recuperar el control de la situación. Aunque su voz era firme, Halden podía detectar una nota de inseguridad que su hermano hacía esfuerzos por ocultar.
—¡Vamos, malditos cobardes! —exclamó Tristán con un tono de brusquedad que pretendía infundir coraje—¡Recordad quiénes somos! ¡Recordad cúal es nuestra lucha!
En un movimiento sincronizado, los cruzados desenvainaron sus armas al unísono. El acero brillante de las espadas, el metal frío de las mazas y las afiladas puntas de las lanzas reflejaron los últimos restos de luz en la oscuridad. Una niebla, densa y húmeda, comenzó a serpentear entre los árboles, engullendo las figuras de los atacantes y sumiendo el paisaje en un halo fantasmagórico.
Tristán avanzó con una determinación feroz, su maza en alto y su cuerpo en tensión. A medida que se acercaba a la primera línea de los espectros, su voz retumbó en la oscuridad, cargada de una pasión implacable:
—¡Por Aelthor! ¡Que la luz divina guíe nuestro acero!
El grito de guerra de Tristán resonó como un trueno en la oscura noche, y en un instante, todos los cruzados lo siguieron, levantando sus voces al unísono en una explosión de fervor.
—¡Por Aelthor! —rugieron, sus voces entrelazándose en un coro de fe y furia.
El primer choque fue un estallido de violencia visceral y desesperación. Tristán arremetió con su maza con la fiereza y fuerza de un titán. El cráneo del primer espectro se desintegró en una nube de carne putrefacta y fragmentos de hueso astillado. Sin embargo, mientras el cuerpo se derrumbaba, los pedazos se resistían a la quietud, moviéndose con una voluntad oscura que desafiaba toda lógica. Los demás cruzados siguieron su ejemplo, desatando su furia en un despliegue de habilidad y fuerza.
Halden era un torbellino de agilidad y precisión. Su espada brillaba como un faro en la penumbra, trazando arcos luminosos mientras desmembraba a los seres putrefactos que se abalanzaban sobre él. Cada movimiento suyo era una obra de arte en el arte de la guerra; sus pasos eran fluidos, calculados, como si danzara entre la muerte misma. Un espectro se lanzó hacia él con un grito, pero Halden ya había anticipado su ataque. Con un giro elegante, evitó el embate, y con un movimiento rápido, su
espada cortó limpiamente a través del torso de la criatura, abriendo un surco que dejó al descubierto vísceras podridas y órganos en descomposición.
Pero entonces la pesadilla se hizo evidente: los cuerpos mutilados no caían en la muerte. Los fragmentos cercenados seguían moviéndose. Cabezas decapitadas continuaban emitiendo lamentos ahogados desde el suelo, mientras los ojos vacíos parpadeaban. Brazos amputados se arrastraban por el terreno, aferrándose al fango ensangrentado en un intento inútil de volver a unirse a sus cuerpos destrozados. Las piernas, separadas de sus torsos, pataleaban en una danza macabra, esparciendo sangre y lodo a cada espasmo. Los troncos cercenados, aún dotados de brazos, se aferraban a las piernas de los soldados sagrados, trepando con una ferocidad primitiva.
A pesar de sentir cómo la marca en su pecho ardía con una furia creciente, Halden no se detuvo, su espada se movía con una ferocidad controlada, buscando siempre el siguiente punto de impacto. Su precisión era sobrehumana, cortando tendones, quebrando huesos, desgarrando carne con una eficacia despiadada. Cada tajo era una declaración de superioridad, un rechazo absoluto de la oscuridad que enfrentaba. A su alrededor, el campo de batalla se transformó en un abismo de carnicería, un charco inmenso de sangre y vísceras que engullía todo a su alrededor. Cada paso de los cruzados resonaba con un chapoteo húmedo, como si el suelo mismo fuera una extensión de la carne que habían destruido. El fango estaba saturado de órganos esparcidos, entrañas que latían débilmente, y extremidades que seguían retorciéndose en su agonía inmortal.
En el corazón de esa carnicería, la desesperación comenzó a apoderarse de las filas sagradas. Los putrefactos campesinos no podían ser aniquilados; sus cuerpos mutilados volvían a alzarse, una y otra vez, en un ciclo interminable de horror. El grupo de cruzados mostraba signos evidentes de agotamiento. La fatiga se reflejaba en cada movimiento lento y en cada respiración pesada. Mientras sus filas se reducían drásticamente, las hordas de atacantes no solo persistían, sino que parecían inagotables, surgiendo de la oscuridad con una resiliencia perturbadora.
En medio del caos, una presencia oscura emergió del bosque, imponiéndose sobre el pandemonio con una fuerza primigenia. Una anciana, cuya presencia imponía respeto y temor por igual, se alzó a lomos de una bestia monstruosa que dominaba el paisaje. El cuerpo de la anciana estaba envuelto en una túnica de piel curtida y pieles de animales, su aspecto era tan áspero como el entorno salvaje del que parecía haber surgido.
La bestia sobre la que montaba era un orgunt. Parecido a un oso, su cuerpo era una masa de músculos retorcidos, cubiertos por un pelaje oscuro y denso que parecía portar la noche consigo, envolviendo su entorno en una penumbra inquietante. Su tamaño era descomunal, sus patas semejaban troncos de árboles, y sus garras, largas y afiladas, podían desgarrar la roca misma. Los ojos del monstruo, profundos y brillantes como el carbón ardiente, irradiaban una inteligencia salvaje y una furia contenida.
La matriarca, desde lo alto de su montura, se movió con una autoridad que no requería palabras. Alzó una mano, y con ese simple gesto, el caos que reinaba en el campo de batalla se congeló en un instante. Los engendros, que hasta hacía un segundo eran una masa de violencia desatada, quedaron inmóviles, como si un poder insondable hubiera arrebatado su voluntad. El silencio que siguió fue denso, opresivo, como si el aire mismo hubiese sido vaciado de todo sonido y vida.
Los ojos de la matriarca, dos pozos infinitos de conocimiento y poder antiguo, se fijaron en Halden. En ese instante, un susurro helado penetró en su mente, arrastrándolo a un abismo donde el tiempo y el espacio se desvanecieron. El campo de batalla, con su horror y carnicería, se desintegró en una negrura infinita salpicada por pálidas estrellas, un vacío donde no existía nada salvo la presencia ominosa de la anciana.
Autor: Victor Cañigueral
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