Dioses oscuros – Al final del surco

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He decidido seguir el rastro que dejó el meteorito o lo que sea esa cosa que cayó del cielo; tengo mucho interés en saber qué borró del mapa todo rastro de mi vida anterior. El impacto sobre la aldea dejó un tremendo agujero que arrastró la destrucción hasta perderse de vista en el horizonte, un brochazo de tierra y piedras sobre el manto verde de la pradera.

Tengo que andar fuera del rastro porque dentro el suelo está tan caliente que al pisarlo se quemó la suela de mis botas. Huele raro, está todo chamuscado y hay pequeños focos de tizones encendidos que todavía humean, muchos eran árboles o plantas, pero otros son claramente animales o los restos de mis vecinos.

El silencio, el profundo silencio es lo que me preocupa. No hay pájaros, no suenan las chicharras ni tan siquiera zumban las moscas buscando la humedad de mi cuerpo. Incluso el aire parece estático y no juega entre las hojas de los árboles. Es tal el silencio que daña los oídos.

Llevo un par de horas andando, siguiendo el surco que dejó el objeto. Todavía puedo ver entre la tierra quemada algún resto de cuerpo calcinado y a veces reconocer, por un tozo de ropa o un abalorio pegado a un brazo ennegrecido, a quien podía pertenecer. Su visión me trae recuerdos, no siempre agradables, como los restos de Gerd. El enorme e iracundo Gerd. Nadie estaba a salvo de sus golpes. El brazo con su inconfundible muñequera de cuero claveteada está a mis pies y no puedo más que sentir alivio. Gerd era una maldición, un enorme gigante con caprichosos cambios de humor que lo mismo provocaban ira que su risa desbocada. Todo el pueblo evitaba cruzarse con él, pero yo especialmente era su objetivo favorito. Nada le gustaba más que levantarme y lanzarme lejos ante las risas y complicidad de sus amigos. Me agacho, recojo la muñequera de su brazo quemado y me la pongo. Sobrevivir a Gerd me da derecho a llevar este trofeo.

La zanja se va estrechando, ya no es tan profunda ni exhala tanto calor. Puedo ver el final; un pequeño montículo de tierra que cubre algo negro que parece palpitar. Noto sensación de cansancio y dolor de cabeza que se acrecienta según me acerco. Parece que mi cuerpo me quisiera advertir del peligro. ¿Cómo algo tan pequeño puede haber causado semejante destrucción? Se trata de una esfera, algo raro y oscuro, no solo por la carencia de color, es que parece absorber toda la luz a su alrededor. El silencio se llena de voces en extraños idiomas, ¿o es solo en mi cabeza? el caso es que entiendo con plena claridad el mensaje. Parece llamarme y me siento atraído hacia el objeto. Aunque todo mi ser quiere huir lo más lejos posible de allí me acerco más y más cómo un autómata. Las voces se multiplican en mi cabeza, son voces antiguas, cantadas por gargantas resecas mil veces muertas y resucitadas, son voces de niños, de mujeres, de guerreros, demonios, dioses y engendros. Miro el objeto y no puedo resistir, me rindo a su poder, alargo la mano y lo toco.

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

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