Hace unos meses, fui contactado por una escritora argentina. Convencida de que a su cuento le faltaba «algo», me pidió que compartiera algunas observaciones y mi punto de vista. El relato es magnífico; sin embargo, no se equivocaba. Esa «falta» que percibió estaba relacionada con la ausencia de un componente vital en el plano descriptivo, un elemento que Roland Barthes denominó «detalle inútil».
Para ampliar mi explicación sobre el tema, dejaré un ejemplo:
«Las cabecitas, tras los cristales de las ventanillas, intentaban adivinar lo que el conductor del micro conocería unos segundos después; una chica excesivamente delgada, de pullover celeste, se lo anticipó en la vereda».
Si decidiera eliminar el complemento: «de pullover celeste», la comprensión del enunciado no se vería afectada; podríamos entender perfectamente la idea sin alterar la esencia. Pero ese «detalle inútil» aporta un «plus de sentido», tiende a ensanchar lo representado, nos invita a concebir y completar un contexto.
El «detalle inútil» eleva el costo de la información narrativa, pero posee un valor funcional indirecto dentro del relato que provoca en el lector una sensación denominada «efecto de realidad».
El «ancla dibujada a pluma, como por la torpe mano de un niño», presente en el «Libro de arena» (J. L. Borges); aquel «viejo piano vertical» del «Hotel Nicole», en «El rastro de tu sangre en la nieve» (G. García Márquez)… La cenefa en la cortina del atrio de la iglesia, el reloj en el living de la casa, el boleto en el cajón del armario, o incluso, el mismo armario.
La «utilidad del detalle inútil», según el filósofo Jacques Rancière, consiste en decir: «soy lo real». Para él, lo real no necesita contar con un motivo para estar allí. Por el contrario, prueba su realidad por el hecho mismo de que «no sirve para nada» y, por lo tanto, nadie tuvo una razón para inventarlo. Tal es la lógica, a la vez simple y paradójica, del «efecto de realidad».
Ariel García
Corrector de textos