En la década de los 90, pocos años después de haber iniciado mi labor como corrector de textos literarios, estaba convencido de que un buen profesional debía adherirse al purismo más estricto. Fue durante aquel tiempo que, en una de mis búsquedas por las viejas librerías, me topé con un ejemplar de «Falsificaciones», escrito por Marco Denevi. El libro, de segunda mano, resultó ser una de las primeras ediciones.
Sentado en un banco de la Plazoleta Suecia, empecé a pasar las hojas. «Falsificaciones» incluía cuentos, microcuentos, una carta y dos relatos escritos en verso. En algún momento, me detuve en la página 157, frente a «La soledad»:
«Dispuesto a convertirse en el primer orador de la ciudad, se encerró en su casa y a solas, durante muchos años, practicó el arte de la oratoria. Pulía cada frase, cada inflexión de la voz, cada silencio. Ensayaba ademanes, gestos, pasos. Era capaz de repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido alcanzase la perfección. Y entretanto se negó a recibir a nadie, a conversar con nadie. Temía que los demás le corrompiesen el estilo, le contagiasen sus trivialidades, sus torpezas de dicción, esas rústicas modulaciones con que habla el pueblo. Cuando, finalmente, decidió que no le quedaba nada por aprender, salió de su casa, se encaminó al ágora y en presencia de la multitud pronunció su primer discurso. Nadie entendió una palabra. “¿Qué idioma es ese?”, preguntaban los curiosos. Algunos se rieron, otros le arrojaron piedras, la mayoría se fue a presenciar las exhibiciones de los cómicos».
Aunque la oratoria se considera «el arte de hablar con elocuencia», posee numerosos puntos de contacto con otras modalidades de expresión literaria.
Cuando recibo un texto con perífrasis intrincadas, un argumento enrevesado o dispositivos rebuscados que no solo podrían alejarlo de su público objetivo, sino también provocar confusión, comparto con el autor el cuento de Denevi.
Ariel García
Corrector de textos
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Me ha gustado muchísimo. Siempre he sentido que escribir es comunicar y leer se parece a escuchar. Como escribió Beltor Brecht en su «Canción de la buena gente»: «¿Qué es lo que a uno le hace sensato?/ Escuchar, y que le digan algo». Creo que la comunicación, el desaparecer en las palabras para que los mensajes lleguen, es el arte en sí. Escogemos la palabra en cada caso. Podemos comunicar de manera bella, tosca, agresiva, siendo el «cómo» elegimos hacerlo parte del mensaje en sí. Pero pretender la perfección no tiene que ver con comunicar; sólo es una extensión (subjetiva, irreal) del orgullo humano en cada individuo. Para mí como lectora, el orgullo es una barrera contraria a la sinceridad.
Gracias por los artículos, Ariel, y a Nacho por publicarlos (me los he leído todos de una sentada xd).
Gracias, querida Reyes, por la lectura y, sobre todo, por dejar tu comentario, lúcido e interesante. ¡Un abrazo!
Desde luego Ariel, totalmente de acuerdo, el preciosismo literario muchas veces aleja de la comprensión y más que aportar resta. Si el mensaje no es comprensible podríamos hablar de literatura abstracta. 😉