Familiar

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Recuerdo aquella noche de invierno hace veinte años, cuando Abuelita me abrazaba llorando y diciendo que me creía, que yo tenía razón, que Francis era malo. Francis es mi hermano gemelo, y esa noche mamá se había suicidado por su culpa. 

En aquel momento, mientras me abrazaba, Abuelita me dijo entre sollozos: “Simón, por favor, por el amor de dios, haz lo que tú sabes que tienes que hacer”. La miré a los ojos. Su mirada dulce y cansada ya no era refugio sino las ruinas de un hogar quebrado, porque ella tenía miedo igual que yo. Así que me dije que, aunque ya no pudiera traer a mamá de vuelta, yo debía encarar la realidad y hacer que la suya fuera la última muerte inmerecida. De modo que, poco después del funeral, yo mismo maté a Francis con mis propias manos.

Matarle fue más sencillo de lo que pensaba, pero hacerle desaparecer no lo fue tanto. Si he dicho que Francis “es” mi hermano gemelo, es porque de algún modo se las arregló para seguir conmigo. Mamá descansaba bajo tierra y gladiolos negros; a ella no podía oírla, pero a Francis sí. De algún modo retorcido, él conseguía hablarme desde dentro y desde fuera de mi cabeza. Tal vez el vínculo entre hermanos gemelos sigue intacto más allá de la muerte, o quizás, simplemente, escucharle y sentirle era algo así como la penitencia que yo tendría que cumplir de por vida por haberle asesinado. 

Le dije a Abuelita que le había matado aunque no tenía pruebas físicas para demostrarlo. Ella me abrazó y me dijo una vez más que me creía. “Te creo, Simón. Te creo. A partir de ahora todo va a estar bien. Yo sé que todo lo puedes”. 

Abuelita me dijo que iríamos a vivir a otro lugar. Un lugar alejado de la cabaña que ocupábamos en Bosque Torcido, quizá a las afueras de una gran ciudad. Allí empezaríamos de cero y todo iría bien, y por fin yo tendría amigos. “Tú eres perfecto; vales más que el alma de mil niños”, solía decirme Abuelita, y ahora sé que esa frase prendía sobremanera los celos de Francis y por eso Willow, mi único amigo en Bosque Torcido, descansa bajo tierra igual que mamá. ¿Que cómo lo sé? Porque Francis me lo ha dicho. No se cansa de decírmelo. 

Hice los preparativos del viaje con Abuelita, empaquetando las pocas cosas que nos acompañarían en nuestra nueva vida. Estaba contento porque, aunque ya entonces podía escuchar a Francis con toda claridad, sabía que desde dentro de mi cabeza él no podría matar a nadie. Estaba seguro de ello.

El invierno fue crudo y Abuelita no lo resistió. Nunca hicimos ese viaje juntos hacia aquel hipotético lugar mejor. 

Me las apañé para sobrevivir yo solo, y en primavera abandoné Bosque Torcido para buscar un trabajo decente. Tuve que prostituirme para costearme un viaje largo en autobús hasta el puerto, y de allí tomar el ferry a Dinamarca, porque la fama de asesino de Francis había llegado a los pueblos aledaños a Bosque Torcido y, aunque no había pruebas fehacientes que le incriminasen, sabía que a mí nadie me contrataría jamás. Incluso a la pobre Abuelita la llamaban “bruja”, cosa que siempre me ha dolido y a la larga fue una razón más para marcharme; tengo un temperamento muy visceral, todo el mundo lo sabe —y por supuesto Francis también es conocedor de ello, por eso me provoca y hostiga constantemente—, y no estaba dispuesto a dejar que mi reacción ante lo que un puñado de pueblerinos ignorantes pudiera decir me arruinase la vida.

Empecé a trabajar como empleado de gasolinera en Copenhague, y luego tuve la suerte de ser contratado por un hombre llamado Carl Jensen que regentaba una casa de comidas caseras. La verdad es que nunca pensé que terminaría como jefe de cocina, pero era cierto que con Abuelita había aprendido a preparar mil variaciones de bigos, nuestro guiso de carne, tocino y cebolla,  y eso me había dado experiencia sin pretenderlo.

Allí en la ciudad no me conocía nadie. Todo debería haber ido bien, pero la voz de Francis se volvía cada vez más insistente. Empecé a sentir que, pese a mis esfuerzos por sujetarle, más pronto que tarde él conseguiría regresar a este mundo, liberarse de la contención física de mi cráneo y volver a ser corpóreo de nuevo. 

No era capaz de ignorarle. Por las noches, cuando cesaba todo ruido en las calles fuera de mi apartamento, él reía y gritaba de forma insoportable diciendo que iba a matarme si yo no hacía lo que me ordenaba. Quería que yo le dejase controlar mi cuerpo, y que le permitiera hablar y cantar a través de mi boca.

Admito que alguna vez fantaseé con ceder. Entregarme a Francis habría sido tan sencillo como cerrar los ojos y lanzarme al vacío. Realmente no sé si llegué a hacerlo. En ocasiones despertaba con la certeza de haber tenido una pesadilla horrible que no recordaba, empapado en sudor y horrorizado por la posibilidad de que mis manos estuvieran cubiertas de sangre.

Francis ha sabido siempre que yo nunca dejé de amarle. Quizás eso es lo que desde el principio le retuvo en este mundo que ya no le corresponde, lo que le ha mantenido todo este tiempo atado a mí.

Terminé tan angustiado que al final confié en Jensen y le conté algunas cosas. Le hablé de quién había sido mi fallecido hermano y de cómo, en lugar de cruzar al otro mundo, había decidido quedarse conmigo y torturarme desde algún lugar más allá de la muerte. Por supuesto no le dije que yo le maté, pero creo que Jensen fue lo bastante listo para detectar en mis ojos el destello de la culpa. Me aconsejó que buscara un psiquiatra y yo le hice caso, lo cual fue una pésima idea.

El bueno de Jensen no me despidió, así que yo seguí trabajando entre cuchillos. Ahora mismo llevo uno recién afilado en la mano mientras camino por Bosque Torcido. Ya no existe la cabaña donde Abuelita y yo vivíamos; desde hace tres años montan aquí campamentos de verano para niños, por eso he venido. Es la única forma de que Francis se calle. No deja de recordarme lo que Abuelita me repetía —”Simón, tú vales por el alma de mil niños”—, así que ahora tengo que pasar a cuchillo a cuantos niños pueda, porque sólo de ese modo Francis me dejará en paz.

El doctor Bach, el psiquiatra, insiste en que Francis no existe. Dice que Francis soy yo mismo. Que Francis es una especie de personalidad tumoral que alcanzó su máximo desarrollo cuando mi madre murió. El mensaje entre líneas es que mi madre se quitó la vida por culpa mía, o eso es lo que yo creo y no puedo soportarlo. Pero qué sabrá Bach de lo que yo pienso. Ese mentecato no sabe una mierda de mi vida, y está claro que yo no voy a contárselo todo.

Qué más quisiera yo que Francis fuera simplemente producto de mi imaginación. Es real. Tan real que al fin, tal como yo temía, ha regresado al mundo no sólo en alma sino en cuerpo también.

Le he visto hace un momento entre los árboles de troncos como anzuelos, aun a distancia, apuntándome con un arma, imitando la voz de otro. Al llamarle por su nombre, el cabrón me ha contestado: “Simón, tira el cuchillo. No soy Francis, soy el oficial de policía Winther; suelta ese cuchillo y nadie saldrá herido”. Pero no puede engañarme. Le distingo perfectamente. Conozco sus trucos. 

Le cortaré el cuello y esta vez lo mataré de verdad. Conozco el bosque como la palma de mi mano, aunque ahora esté plagado de casetas hechas de madera falsa.

Sé que aunque mate por segunda vez a Francis él seguirá vivo a menos que mate a los mil niños también. No creo que sólo con un tajo pueda silenciarle, y sea como sea no quiero arriesgarme. Ya no puedo soportar más su mirada de perro de caza dentro y fuera de mí.

Autor: Reyes

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