VOYAGE, VOYAGE

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Sabes que estás cambiando cuando la palabra «soleado» ha mutado a «desolado» al otro lado de la ventana. Cuando no piensas en el nuevo día por vivir, sino en el día que te espera. Sabes que estás cambiando cuando darte cuenta de eso no te importa ni te despeina, pues, ¿con quién ibas a hablar de todo y nada, y por qué? Y cómo. Tal vez lo compartirías con un ángel nada más, si existiera; un ángel que te acompañase y te entendiera sin tú tener que hablar porque puede verte por dentro, porque ha estado contigo en todo.   Mientras caminaba hacia el trabajo a las siete de la mañana, aun bajo las estrellas, pensaba en el suave cabello plateado de Josefina. Ahora que escribo estas líneas me doy cuenta de que he superado su muerte, pero no su forma de morir.    Josefina de manos bellas fue paciente mía en la residencia desde la primavera de 2023 hasta el inicio del invierno. Tenía la fuerza de las golondrinas y también un Alzheimer muy avanzado. La trajo el SAMUR porque ella había salido de su pueblo a pie y había caminado a una farmacia en el quinto infierno para tomarse la tensión, y allí su aspecto descuidado y su desorientación no pasaron inadvertidos. La farmacéutica se dio cuenta de que la anciana no sabía dónde estaba y no era capaz de decir tampoco la dirección de su domicilio. Así que la trajeron a la residencia para quedarse. El de Josefina habría sido un caso enteramente en manos de servicios sociales si no fuera porque apareció un sobrino suyo, Enrique, que quiso correr con los gastos y ocuparse de su situación.    Enrique era una persona muy amable. Solía encontrármelo por los alrededores de la residencia paseando a una perra descomunal y encantadora que tenía, Leia. Realmente quería a su tía. Me contó que ella había tenido «una gran cabeza» antes de caer en las garras del deterioro cognitivo. Me dijo también que siempre había sido una mujer muy independiente y tozuda en cuanto a que no se dejaba ayudar, ni siquiera cuando empezó a ser consciente de las primeras fugas de memoria y de los «on-off» del interruptor mental en la etapa debutante del Alzheimer. Lo sabía porque, según me dijo, de entre todos los hermanos y primos había sido él el único en insistir, llamarla e ir a verla. Pero claro, tampoco se imaginaba que ella estaba tan mal como para aparecer en una farmacia donde el diablo perdió las chanclas y sólo siendo capaz de decir (que no escribir) su propio nombre. Eso me dijo.   La verdad es que Enrique venía a ver a su tía a menudo y paseaba con ella por los jardines de la residencia. Josefina no le reconocía, pero ambos pasaban juntos un ratito agradable al menos. Le traía lo que a ella le gustaba comer, aunque con precaución, porque ella era diabética y en los últimos meses no se había tratado ni controlado en absoluto el azúcar en sangre. Del resto de la parentela (sobrinos y demás familia), jamás supe nada ni vi a nadie.   Josefina entró muy desorientada en la residencia. Los primeros días parecía un pajarito enjaulado, y sufría por «todas las cosas que le habían quedado pendientes en casa». Respondía al afecto, así que le daba abrazos cada vez que podía.    A pesar de todo, se adaptó a las dinámicas y rutinas del centro mucho antes de lo que yo imaginaba. Tras las dos primeras semanas empecé a verla sonriendo en feliz olvido cuando la llevaban por el pasillo junto a los demás pacientes del módulo de Alzheimer, rumbo a las actividades. No sabía dónde la llevaban (a pesar de que todos los días la llevaban a los mismos sitios), pero la veías andando feliz de la vida, aseada, bien peinada, vestida con ropa bonita y planchada y cómoda.    El despacho de supervisión de servicio está a medio camino entre el módulo de Alzheimer y la sala de terapia ocupacional, así que cada vez que fluía el río de pacientes de uno a otro lado yo salía a la puerta a verles. Soledad, Petra, Mariano y Francisca (un matrimonio; a él le llamábamos Mario Bros porque no veas las que liaba desmontando cañerías en el baño), y también Josefina. Todos los días le daba un abrazo a la ida y otro a la vuelta, y le preguntaba cómo estaba, si la estábamos tratando bien, si estaba a gusto. Ella, con una sonrisa como un sol (no un sol desolado, eso no), respondía que estaba muy contenta, y me contaba alguna cosa que hubiera hecho en el día. Y cuando terminaba, siempre me hacía la misma pregunta: «Señorita, muchas gracias, pero, ¿quién es usted y cómo sabe mi nombre? Discúlpeme, por favor, no recuerdo de qué la conozco». A lo que yo le respondía siempre igual: «Soy Reyes, tu enfermera». «Ah, Reyes». Se quedaba pensativa, se encogía de hombros como diciendo: «pues vale, no tengo ni idea», sonreía y se marchaba.    Esa etapa cuando se adaptó fue buena. Veías sus ojos brillar. Colaboraba en todo porque era sociable y le gustaba el rollo de hacer rompecabezas y demás juegos que proponían los terapeutas. Su memoria era volátil, efímera y quebradiza como alas de mariposa, pero ella estaba feliz, se le notaba. Como cuando venía Enrique y ella comentaba tras la visita que no sabía quién era ese señor tan amable que le llevaba jamón del bueno.   Todo para ella era nuevo cada día. No existían las rutinas porque cada actividad le sorprendía, aunque la hiciera todos los días. Cuando entraba al gimnasio con los fisioterapeutas abría los ojos como platos ante tanto esplendor de artilugios, lámparas infrarrojas, camillas, cuestas, pelotas. Vivía en continua fascinación, se sentía querida y se lo pasaba en grande, y yo me lo pasaba muy bien con ella también. Era ingeniosa y divertida en su experiencia de continuo presente (presente de tiempo, y también regalo).   Todo empezó a joderse cuando se hizo una pequeña herida en la pantorrilla. No sabíamos cómo se la había hecho; probablemente un roce cuando algo se interpuso en su caminar, porque Josefina andaba mucho, todo el tiempo. El caso es que la herida, aunque era pequeña, no curaba bien. Se sobre infectó, y al momento que ella tuvo fiebre la enviamos al hospital.   Estuvo ingresada unas dos semanas. Llamaba por teléfono a Enrique para preguntar por ella, y él me decía que no terminaban de dar con el antibiótico preciso y que, bueno, sentía que la habían dejado un poco de lado por su edad y sus condiciones mentales. Desahuciada, ya me entiendes. Como es lógico, Josefina se desorientó muchísimo allí. Las noches en el hospital eran terribles, aunque debido a la lesión en la pierna ella no podía levantarse. Enrique decía que eso (el que no se pudiera levantar) era una bendición, porque tenía miedo de que en su desorientación ella se fuera a las chimbambas, abriera cualquier puerta y se metiera en un ascensor o se cayera por las escaleras de emergencia.    Creo que le dieron el alta demasiado pronto, porque cuando volvió a la residencia no estaba del todo recuperada. No era ni mucho menos la mujer feliz que yo veía en los pasillos. No quería levantarse del sillón, y posteriormente de la cama. A los pocos días volvió a hacer fiebres recurrentes. Sucedió todo muy rápido, justo en la primera semana de mis vacaciones, estando yo ausente del centro.    Me contaron que llamaron a una ambulancia, pero no la quisieron trasladar porque si lo hacían ella «se moriría por el camino».   La lumbrera de médico que teníamos en la residencia dictaminó entonces que, bajo acuerdo hospitalario, se dejaba a un lado el abordaje terapéutico y se comenzaría con cuidados paliativos. Esto, para cualquier profesional quiere decir, en lenguaje de a pie, que ya no se le iban a suministrar antibióticos, sino que todos los cuidados prestados irían orientados a la ausencia de dolor y al confort del paciente en la experiencia de la muerte. Pero el grandísimo hijo de puta que teníamos por médico no lo entendía así. Para él, «cuidados paliativos» significaba clavarle una aguja en el tejido subcutáneo a la paciente, pasarle suero y dejarla morir. Siempre hacía esto.   No hay explicación de por qué trabajaba así este hombre. Nosotros trabajábamos codo con codo con un equipo maravilloso especializado en paliativos, el ESAP, que estaba en Guadarrama. Te aseguro que una sola llamada bastaba para que vinieran, y los trámites de inscribir al paciente con ellos y registrarlo eran sencillos si existía orden hospitalaria (y en este caso la había). Lo sé porque les llamaba yo, porque este cabrón jamás les llamaba. No sé si porque se ponía nerviosito en presencia de otros médicos que pautaran un tratamiento diferente al suyo.   Esta gente de paliativos era estupenda. Cuando les llamabas, venían el mismo día o al día siguiente como mucho a la residencia. Se personaba una doctora, una enfermera y un auxiliar. Traían equipo especializado para que un paciente no atravesara agonía: bombas de infusión de morfina y sedación, medicación transdérmica, todo. Nos dejaban medicación para el dolor si nosotros no teníamos, aunque normalmente en la residencia había algo de stock. Nos dejaban el aparataje y nos explicaban su funcionamiento; a mí me enseñaron también a identificar signos de sufrimiento y a distinguirlos de otros signos que, aunque llamativos, estaban relacionados con la situación física del tránsito a la muerte y no con dolor. Eran especialistas, vamos, y nunca, jamás se negaron a venir. Pero este hijo de puta no les llamó. Y como yo estaba de vacaciones, no les llamó nadie. Las enfermeras tenían el número del ESAP en  el corcho de la enfermería y el médico en el de su despacho (puesto el papel ahí por mí, un folio grande), pero no les llamó nadie.   No contento con eso, este señor no le prescribió ni una sola ampolla de morfina a Josefina. Como he dicho, manejábamos un stock pequeño y podía haberlo hecho, pero no lo hizo. Mis enfermeras se lo pidieron pero él no lo hizo.   Me contaron que la vieron agonizar durante cuatro días en la cama de la residencia. Esto es lo que no supero. Podían haber sido más días y este hijo de puta habría hecho lo mismo: nada.   Ojalá hubiera podido estar con ella por lo menos. Trasladando a mí misma la experiencia de la muerte, creo que el hecho de que alguien esté contigo y te dé la mano puede suponer una gran diferencia.   Sé que murió sola porque este señor tampoco avisó a Enrique, quien en ese momento no venía a verla por estar en viaje de trabajo. Lógico quizás, siguiendo su hilo de razonamiento, este matasanos tampoco querría que Enrique viera en qué situación infrahumana estaba su tía. A Enrique sólo le llegó la noticia de que ella había muerto, y, cuando le vi paseando a Leia, unos días después, me dijo que sentía alivio al pensar que Josefina por fin descansó. Ahora le quedaba desmontar su casa, y lidiar con el resto de la familia que, mágicamente, de pronto manifestaban gran pesar por la muerte de su tía. Todos se acercaban ahora.   Antes he dicho que Josefina tenía la fuerza de las golondrinas. Lo he dicho porque es la misma fuerza que tengo yo, así que la conozco, la reconozco. Las golondrinas vienen y van con descansos entre medias. Estén como estén, nunca dejan de ir y venir. Parar no significa rendirse. No existe el fracaso. Esa es su manera de vivir, de intentarlo todo mientras viven: ir y venir. Volando a tierras cálidas cuando el frío se hace insostenible, y regresando después. Está escrito en su ADN: siempre vuelven, no pueden dejar de hacerlo.   Esa fuerza es la que a mí me permite hacer cosas en mi vida. Yo quiero estar aquí para acompañar a otros a tierras más cálidas. Tal vez por negarme a aceptar que Josefina y otros sufrieron es que me alivia pensar que el tiempo no existe y todo sucede al mismo tiempo. Que, en esencia, cada uno de nosotros es mucho más que la persona que cree ser, de modo que la vida sigue, hay vida y consciencia después del cuerpo.    Si el tiempo es solo un invento humano, si todo sucede al mismo tiempo, sé que no dejo de acompañar a Josefina. Puedo acompañarla y la acompaño siempre, como una llama tenue pero viva en el viaje eterno. Sé que la acompaño siempre, a pesar del odio terrenal que me tengo por no haber estado allí. No me consuela en absoluto saberlo, pero lo sé.

Autor: Reyes

https://www.youtube.com/watch?v=7g2en4t2VLE

Sobre el autor

Reyes

3 comentarios en “VOYAGE, VOYAGE”

  1. Ufff, Reyes, he tardado un buen rato en reaccionar a este relato tuyo. Cuando cuentas desde el mundo que conoces, ese mundo oculto y desconocido tras la puerta de la residencia que no queremos ver llegas de verdad a la persona que te lee. Me encanta Mario Bros, debe ser un personaje interesante, me apena que esta sociedad oculte a sus mayores, que ponga fecha de caducidad a los cuidados de una persona, entiendo que hay que priorizar las vidas jóvenes antes que las que se están apagando, pero debería haber recursos para todos, para los viejos, para los jóvenes, para los del primer mundo y para los del submundo y, sobre todo, debería haber castigos ejemplares para los profesionales que pudiendo evitarlo permiten estas situaciones, si el karma existe espero que se cebe en este torturador. No se si terminaré yo así, cuantos más años cumplo y más me cuesta recordar palabras más vueltas le doy al posible final. Espero que cuando llegue ese momento haya alguien como tú dispuesto a dar un superabrazo que me acompañe (no que me mande) al otro barrio.

    1. Bueno, bueno. De Mario Bros te podría escribir un libro. Una vez se estropeó la puerta magnética del módulo de Alzheimer y él llamó a Fernando, un amigo suyo también paciente y le dijo: «Sujeta la puerta, Fernando, sujétala y que salgan todos!!!» jajjajajjaja era la bomba (y el otro claro, feliz sujetando la puerta).

      Es que es eso. Todos vamos a llegar a ser dependientes de otros, literalmente dependientes, o eso es lo más probable…

      Significa mucho para mí que me leas y desde luego también tus palabras.
      Te pido perdón por no estar enviando muchas cosas ahora pero… te tengo que decir también que tengo increíbles noticias;;;

      Un abrazo q te deje K.O también te lo puedo dar eh xDDDDDDDDDD
      pero ya cuando te vea te doy el que no te mata xd

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