No me olvides, siempre viva

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Había una vez un jardinero apasionado y de alma feliz. Se pasaba el día, la tarde y la noche trabajando con sus manos: plantando semillas de pensamientos gigantes, regando, abonando la tierra. Eso era lo único que necesitaba hacer en su vida, aparte de beber, comer y dormir (cosas estas necesarias en mucha menor medida). Si le cortasen las manos, sabía que seguiría siendo jardinero con los dientes. Si moría, sabía que seguiría plantando y regando flores incorpóreas en espíritu. Era una persona terriblemente afortunada.

Al jardinero le encantaba probar siempre nuevas cosas, tanto como aprender sobre las mejores condiciones para que creciera todo aquello que fuera capaz de idear su imaginación. Luz o zona sombría, grado de humedad, tipo de sustrato… Era la suya una pasión siempre viva y constante; fuego que se alimentaba solo porque era fuego.

Honestamente, no sabía si disfrutaba más el proceso que la contemplación del resultado. Lo que sí sabía era que, para bien o para mal (para bien de sus sentidos y para mal de sus facturas) su prioridad era el jardín y no el lucro. Era cierto que algunas personas se asomaban a la verja de su casa y le preguntaban por las flores —“¿Cómo has conseguido el tono de la puesta de sol en estas rosas?”, “¿qué puedo hacer para que este injerto funcione?—, pero eso no significaba nada en términos monetarios. Normalmente, si el jardinero veía que los visitantes traían buenas intenciones, les invitaba a pasar y a disfrutar de su pequeño edén, respondiendo de paso a las preguntas que podía. Diciendo “a las que podía” me refiero a que, como en esencia lo suyo era una pasión y por tanto no pertenecía del todo al reino de la mente, no tenía ni mucho menos respuesta para todo lo referente al resultado ni a las técnicas que utilizaba.

El jardinero tenía un vecino muy amable que hacía gala de un gran ojo para las finanzas y solía decirle: “Jardinero, estás perdiendo dinero. Deberías poner una garita en la puerta, tapar con lonas la verja y cobrar entrada al que quisiera asomarse o pasar a ver lo que hay detrás”. El jardinero reía al imaginar aquello y negaba con la cabeza: “Terminarían juzgando al libro por el título o la portada”, replicaba. Y a continuación se encogía de hombros, como el hombre sabio que era, y añadía: “Ya pensaré en eso cuando me haga viejo y no pueda pagar el carbón”. No, de momento no le veía sentido a cobrar la visita, ni mucho menos a vender parcelas o flores cortadas para que algún imbécil se las regalara a su pareja en San Valentín.

Por otro lado, comprenderás que bastante ocupación tenía con su propio jardín como para compararse con otros jardineros. Habría sido el colmo de la egolatría por su parte dejar de darle al mundo lo mejor de sí mismo sólo porque otros pudieran hacerlo mejor. Vaya, ¿y qué importaba eso? Pues mejor para el mundo si otros podían conseguir lo que él todavía no. Había gente evolutivamente bloqueada en no ver más allá de su ombligo, especialmente para las cosas cuya importancia vital estaba fuera de ellos aunque con ellos, pero este no era su caso ya.

Como digo, el jardinero era alguien muy afortunado. Si uno sólo piensa en entregarse porque lo necesita, ahí no cabe lo que otros hagan; ni siquiera cabe el supuesto juicio de Dios. No a todo el mundo le fascinarían sus orquídeas negras y eso lo sabía; alguno las encontraría repugnantes, y a saber lo que opinaría un crítico literario, pero todo eso estaba bien. Nada que no fuera su pasión tenía que ver con su pasión, y gracias a su pasión era él un hombre feliz.

¿Por qué, en última instancia, terminaba haciendo feliz a otros con el resultado de su trabajo? Quizá porque eso formaba parte de su pasión también. Maravilla es que ni él mismo lo sabía, aunque sí sabía cómo se sentía la tristeza de vivir sin flores, la soledad en los peores momentos y la muerte.

No muy lejos del edén, había una vez un hombre malhumorado y harto de tontería que, para sacarse la ponzoña propia de encima, escribía sobre un jardinero feliz. Al fin y al cabo, ambos vivían dentro de la misma persona.

Autor: Reyes

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