Supercuerdas, crueldad y mal de ojo

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Durante mis primeros años de servicio solían contactarme personas cercanas. Nunca estuvo en mis planes hacerme conocido, así que simplemente dejaba que todo fluyera Dios mediante. Magda Llopis me llamó un tres de marzo de 2018. No la conocía, pero gracias al boca a boca se enteró de mi existencia y pensó que yo podría ayudarla.

Cuando Magda me contactó por teléfono, me habló de su hijo Isaías. Estaba muy preocupada por él. Isaías tenía seis años y, aunque hablaba perfectamente y leía sin ningún problema, parecía tener graves problemas para comunicarse. No tenía amigos, porque andaba absorto en su mundo y no quería jugar con otros niños en el patio del colegio. Según me dijo Magda, le costaba empatizar y comprender a los demás. Era un niño muy tranquilo que siempre quería estar solo; no toleraba ser sacado de su particular burbuja y por eso odiaba el colegio y le disgustaban las reuniones familiares. Se orinaba encima, e incluso a veces soltaba también el control de los intestinos, cuando se veía obligado a cumplir con las rutinas que implicaban quebrar su soledad.

Magda, por su parte, había hecho cursos de reiki hasta el máximo nivel. Era alguien muy metido a su modo en lo que mucha gente llama «el despertar espiritual». Estaba convencida de que el niño tenía algo malo que se le había «pegado» y que, según sus palabras textuales, le impedía «abrir el chakra corazón». Me pidió que fuera a verle lo antes que pudiera, y eso hice.

Acudí a casa de Magda dos días después de haber recibido su llamada, a la caída del sol. Era sábado. En la terraza, donde estaba Isaías, reinaba una suave penumbra que me permitía ver con bastante claridad. Él estaba ahí, jugando solo, sentado en el suelo. Cuando llegué, a una orden de su madre levantó la cabeza para saludarme y me sonrió. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban también en penumbra. Al mirarlos, sentí una oleada de tristeza que me resultó tan familiar como extraña al mismo tiempo; parecían adormecidos, y sin embargo era como si muy al fondo de ellos alguien llorara inconsolable.

Junto a Isaías había un ser de luz que medía por lo menos cuatro metros. Con «ser de luz» me refiero a que era literalmente una figura de luz blanca resplandeciente. Nunca, jamás he visto una protección estelar semejante. «¿Quién es este niño, por Dios santo?», me pregunté. No percibí nada hostil en absoluto, ni en el niño ni en la estancia ni en la casa.

Magda hablaba demasiado. Hablaba, hablaba y hablaba. Las interferencias mentales en su cabeza eran como asteroides girando rápidamente, y hablaban también. Era todo una cacofonía enmarañada y muy molesta, pero Isaías permanecía tranquilo.

En un momento que Magda miró a su hijo y empezó a referirse a él de una forma errónea, como si fuera un niño problemático, el ser de luz activó una especie de llamarada blanca para envolverle con ella. Mal de ojo, mala mirada de su propia madre e inmediata protección. Le rogué a Magda que callara un momento y me acerqué a ellos.

Me dirigí en silencio al ser lumínico y le pedí que me indicara qué hacer, cómo podía yo ayudar. Le pregunté si le pasaba algo malo a aquel niño. Inmediatamente supe que no. Por otra parte, la indicación de no hacer nada fue clara. El ser centelleante me habló en su lenguaje, pero yo estaba demasiado deslumbrado en mi canal de comunicación para entender más allá de estas dos ideas. No obstante, supe que ese guardián generoso me envió un puente de información codificada que se iría desenvolviendo cuando fuera el momento.

Hice entonces lo que juzgué más respetuoso y, tras ese intercambio (que no fue breve en el tiempo, aunque así me lo pareció), traté de tranquilizar a Magda y luego me marché. Le dije que su hijo no tenía ningún «ente negativo pegado» y que, hasta donde sabía, no existía más energía negativa que la proyectada por nuestra propia autosugestión.

Le sugerí que tratase de promover el entorno más amoroso, respetuoso y saludable posible para Isaías. Me habría gustado decirle que las fantasías del despertar de la Nueva Era eran solo eso, fantasías humanas que no tenían nada de divinas, pero temí que se sintiera agredida. Quizá debería habérselo dicho a pesar de no encontrar las palabras adecuadas, pero me sentía demasiado aturdido después de lo que vi.

No le conté a Magda sobre el ser de luz gigantesco que era el guardián de Isaías (tan sólo uno de ellos, supe al instante). Sólo le aseguré que su hijo estaba muy protegido, sin decirle de qué.

En los días posteriores, recibí alguna traducción de aquellos códigos que me envió el Guardián. Supe que Isaías tenía, en esta dimensión, lo que llaman un trastorno del espectro autista, en su caso leve. Era esta condición lo que su madre calificaba de algo contrario a la espiritualidad, por la incapacidad de su hijo para «empatizar» con otros. Pensado así, habría sido fácil levantar el teléfono y decirle a Magda que llevara a su hijo a alguien que pudiera diagnosticarle el TEA… Pero las indicaciones de no hacer absolutamente nada seguían siendo claras. Ese niño tenía un proceso importante desde él mismo hacia el mundo. Supe que desarrollaría dones psíquicos desde su adolescencia, y que el hecho de ser considerado un anticristo por su propia madre sería, por desgracia, necesario. Necesario para que, cuando fuera adulto, él entendiera que todo criterio basado en la separación (seres despiertos y seres que no lo están; seres empáticos y seres que no lo son, seres elegidos y seres normales) estaba muy lejos de toda verdad espiritual. Sólo a través del sufrimiento de haber sido señalado, catalogado respecto a un sistema basado en las creencias, las etiquetas, las modas y las máscaras, podría comprenderlo. Y él necesitaba comprender esto, esta simple verdad esencial, para hacer lo que quisiera que hubiera venido a hacer aquí. Tal vez para dar un mensaje de aliento cuando fuera el momento, sólo Dios sabía.

¿Dios es cruel? En esta dimensión podría ser juzgado así. Pobre Isaías. Y yo cómplice de quién o qué. Yo también soy cruel, porque tal vez pude haberle aliviado la existencia y no lo hice.

¿Dios existe? Depende de lo que uno crea que Dios es. Para mí, sólo es. «Dios» es «Nada» y por lo tanto también Todo.

Agradecí, sintiéndome profundamente afortunado de haber vivido aquella experiencia, sabiendo que nunca la olvidaría mientras viviera en mi cuerpo.

Autor: Reyes

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Reyes

Un comentario sobre “Supercuerdas, crueldad y mal de ojo”

  1. Interesante, estoy esperando seguir con la saga a ver donde lleva esto Isaías, el que anuncia la llegada de Jesús. Por otro lado Reyes, me llega el sufrimiento del niño y la desesperación de la madre sin saber cómo ayudarlo y haciendo todo mal intentando hacerlo bien. Salto al siguiente 🙂

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