“El Universo es mental” y “Todo vibra en el Universo”, estos son dos de los Principios Herméticos, el primero y el tercero respectivamente, también conocidos como “Principio del Mentalismo” y “Principio de Vibración”.
Según el primero, podríamos decir que todo fenómeno que percibimos a través de los sentidos es real sólo en la mente. Aunque, desde luego, la “Matrix” tiene sus reglas, es decir: si usted se prende fuego a lo bonzo porque “lo que ocurre es real sólo en su mente” y total, el yo es sólo el muñequito en la pantalla del videojuego, le irá mal. Porque el yo, de hecho, es la parte vulnerable de usted (de Todo-lo-que-es usted) de acuerdo a lo que se cuenta sobre el mundo espiritual. Ya sabe que, según todo esto, usted no tiene alma sino que usted ES alma… y lo que tiene ahora, en esta etapa de su vida como tal, es un cuerpo que habita. En consecuencia, del mismo modo que tiene cuerpo y mente, también tiene algo a lo que usted llama identidad — “yo”—, y este “yo” está convencido de que existe fuera de la mente sólo porque se ve a sí mismo, porque ve el propio cuerpo y es capaz de pensar.
Por contra y siguiendo con esto, lo que no viene de la percepción sensorial sino de la mente, de la imaginación, ¿también sería real en el Universo de cada quién? La respuesta a esta pregunta se la dejo a usted, más que nada porque cada uno tendríamos nuestras propias elucubraciones al respecto.
En cuanto al Tercer Principio (“Todo vibra en el Universo”) lo que se desprende de él tiene un sentido inevitable. ¿Ha pensado, por ejemplo, por qué razón le funcionan a alguien canciones como la de Pharrell Williams (“Happy”) cuando necesita animarse? No es solamente por la letra, aunque, por supuesto, las palabras también vibran. Pero el verdadero trasfondo, todo aquello que usted no conoce y no ve, como por ejemplo la poderosa intención del artista, su estado de ánimo al cantar o componer, y la morralla previa de su historia de vida que, una vez digerida, le hizo elegir la felicidad, estaría presente en la vibración de esa canción como un regalo eterno e invisible, transmisible. La forma de ser de Pharrell, y su actitud ante la vida al momento de componer, están determinando el color de luz de su canción, la frecuencia y la longitud de onda psíquica de alcance infinito en su música. Todo lo que sería real para el artista y que nunca sabremos (porque ni usted ni yo conocemos a Pharrell personalmente) habría quedado retenido en la red vibracional para siempre y así se transmitiría, intacto, de forma inmediata, convirtiéndose en causa que generaría efecto en cualquier destinatario desconocido sin que este supiera muy bien por qué.
Claro que usted, de forma muy aguda y perspicaz, me podrá decir ahora, llegados a este punto, que cómo sé yo si el señor Williams estaba feliz al escribir el tema que hemos puesto como ejemplo. Y es cierto. Cómo sé yo si Pharrell estaba contento cuando escribió su mierda en lugar de incompleto (“like a house without a roof”) o al borde del coma etílico; cómo sé que esa canción no la escribió en calzoncillos desde un sótano infecto a la luz de una vela, sólo por exigencias comerciales, cuando en su fuero interno soñaba con pegarse un tiro. De hecho quizá… quizá ni siquiera escribiera él mismo aquella letra, qué sabe nadie. Incluso puede que para usted esa canción sea una basura y no le cause ningún efecto positivo, y entonces… Entonces, ¿acaso sería la propia mente de quien escucha la que rellenara los huecos de lo desconocido? ¿Acaso cada “yo”, en este Universo Mental, recibe simplemente lo que necesita para sí? Siéndole franco, no tengo ni la menor idea. No escribo esto ni de lejos porque yo lo sepa; de hecho, ¿quién estaría en posesión de la verdad para hacer divulgación informativa de lo intangible? Cómo saberlo, si la premisa axial y tácita del mundo no visible es: “no intente comprenderlo”, “no puede controlarlo porque no puede verlo, cercarlo, clasificarlo ni nombrarlo”.
No. Yo no escribo esto porque sepa cosas. Sólo escribo para contarle sobre algo que yo (es decir, la parte de mí que tristemente considero más real que todo, en torno a la cual pareciera que gira la vida misma por mera perspectiva) escribí hace algunos años. Aunque, para ser fiel a mis recuerdos y por pura justicia con usted, antes de contarle sobre “aquello que escribí” debería contarle sobre “aquello que me pasó”. Sea dicho previamente que todo lo que voy a contarle fue codificado en mi mente como una secuencia de hechos, es decir, le prometo que nada de lo que aquí diré procede de la cantera de mi imaginación.
Todo comenzó como por tontería cuando yo tenía dieciséis. Una noche, a mis amigos y a mí nos dio por jugar a la oui-ja. Mi amiga Virginia hizo un intento cutre de tabla en un folio para que todos pudiéramos comunicarnos con el Más Allá, y de alguna manera funcionó. Digo “de alguna manera” porque aquella noche pasaron cosas que por medios racionales no pudimos (o no quisimos) explicar.
Como digo, mi amiga Virginia utilizó una hoja de papel para escribir las letras del abecedario, las palabras “sí” y “no”, los números del uno al nueve y también “hola” y “adiós”. Al fin y al cabo, gracias a las películas y cuentos de terror todos teníamos referencias de lo que era una oui-ja. A falta de otra cosa más elegante, utilizamos una anilla de llavero (lo que en ese momento teníamos más a mano) como pieza que se moviera entre las letras, colocando sobre ella nuestros dedos con cuidado de no empujarla.
Y claro, la condenada anilla se movió. De no haber sido así, no estaría yo ahora contándole nada de esto.
Todos sabemos que la contradicción constante entre creer y no creer es un arma de doble filo cuando un grupo de gente hace estas cosas. Por un lado, en la superficie nadie cree, y por eso todos se permiten jugar con ello. Pero, por otro lado, en el fondo se agitan rescoldos de: “¿y si…?” que transforman un simple juego en la aventura de atreverse más allá del pelo del conejo. Pobres ilusos nosotros.
He de añadir que, cuando jugamos a aquello por primera vez, veníamos de una fiesta y estábamos borrachos. Así que, por desgracia, algunos de los allí presentes se enfrentaron a la aventura sin demasiado respeto.
Como decía, aquella anilla de llavero se movió. Y tanto que lo hizo. Llamó “puta” a una amiga mía (no la anilla, claro, sino el presunto espíritu que la poseyera), “vaca” a otra, y “tú” a mí. No era fácil seguirle la conversación, porque solía engancharse entre la “P” y la “O” trazando círculos, como logrando un lazo energético en bucle que le permitiera ganar vitalidad y consistencia. “PO-PO-PO-PO”; pareciera que repitiese el monosílabo constantemente a tiempos, y también: “TU-TU-TU-TU”. Aún recuerdo la marca energética que dejaba impresa en la piel al moverse y girar. Y recuerdo también que mi amiga Virginia le preguntó algunas cosas a aquel “espíritu”, pero no conseguimos que respondiera nada coherente salvo su propio nombre: “Jan”. La sesión nos hizo reír bastante, eso sí; porque lo de “vaca” y “puta” y “popopo” era gracioso, porque íbamos borrachos, y porque seguro nadie se creía del todo que aquella anilla pudiera estar moviéndose sola. Cuentos de viejas, ¿verdad? Qué íbamos a pensar. Vaya, es completamente cierto que ese tal Jan habría sido un cachondo mental si hubiera existido.
Sin darle mucha importancia a lo ocurrido, nosotros seguimos con nuestras vidas de adolescentes de barrio después de aquella noche. Pero era cierto que nos lo habíamos pasado en grande, así que todos sabíamos que, aunque sólo fuera por la coña del momento, con toda probabilidad volveríamos a jugar a esa mierda. Claro, por qué no, si al fin y al cabo no podía existir causa sobrenatural realmente.
Sucedía que para entonces tenía yo un vecino, Iván, que era unos años mayor que yo. Si está usted leyendo esto es porque antes ha leído “Zozobra”, así que seguramente se estará preguntando si de verdad lo que le digo es cierto o me estoy marcando un triple. Ya quisiera yo decirle que me lo estoy inventando o que esto es una broma, pero le aseguro que, como le señalé antes más arriba, y a diferencia del relato de Zozobra que sí es ficción, todo esto es rigurosamente verdad.
Pues bueno, adivine qué. Mi vecino Iván se había mudado hacía poco al lado de mi casa, era un náufrago bello y estaba como una cabra. A mí me gustaba, pero algo en él siempre me causó cierta inquietud. ¿Solía él llamarme para escuchar música en su cuarto mientras nos poníamos hasta arriba de porros? Por supuesto que sí. Hasta las canciones (The Who, Smashing) de “Zozobra” son las mismas que escuchábamos nosotros, por no hablar del “querido tío Oblongo”.
Es cierto que lo primero con lo que Iván me tentó para subir a su casa cuando no le conocía de nada fue el single de “Disarm”. El relato está ambientado en los años noventa por mera fidelidad a todo lo acaecido. Y la verdad es que yo nunca me imaginé que fuera a contarle a nadie los entresijos tras el telón de “Zozobra”, ¿a quién y por qué tendría que contarle? Ja. Ni lo pensé. Mientras escribía el relato, dí por hecho que esta correspondencia entre el “arriba” y el “abajo” me la quedaría por siempre sólo para mí. Y, sabe, creo que por eso me sentí absolutamente libre para desahogarme al narrarlo. Era de cajón: ¿para qué iba yo a abrir la puerta de la trastienda y mostrar los desencadenantes? Pues bien, si estoy aquí ahora, ha de ser porque hay un “para qué”… o porque de repente tengo miedo de que lo haya, a pesar de saber que estoy llegando tarde y ya poco puedo hacer.
En fin, siguiendo con esta locura, de nuevo adivine qué: en efecto, una tarde y como quien no quiere la cosa, mi vecino empezó a hablarme sobre un amigo suyo llamado Jan que había muerto delante de él, seccionándose la carótida con una navaja por accidente mientras ambos jugaban y hacían el tonto. Exactamente igual que el Iván de Zozobra le contó a Gabi, mi Iván no dudó en relatarme cómo se le había jodido la vida en los últimos tiempos y cómo se veía a sí mismo arrastrado por una colosal ola de mala suerte; mala suerte que, de hecho, él temía transmitirme a mí si yo me implicaba demasiado en su vida.
Me quedé helado cuando me habló de Jan, por supuesto. No tuve reflejos entonces (ni valor) para decirle que mis amigos y yo “habíamos conocido” a Jan la semana anterior gracias a una tabla oui-ja cutre que hicimos con un folio. En lugar de eso, me faltó tiempo para levantar el teléfono cuando llegué a casa y decirle a Virginia: “Hostia, tía, mira qué fuerte”.
Puede imaginarse que la historia de Jan nos cayó como un mazazo a todos los amigos pero, a pesar del golpe, de verdad que no sé por qué carajo no empezamos a tomarlo todo un poco más en serio. Supongo que éramos idiotas, o que en el fondo seguíamos aferrando la idea de que tenía que haber una explicación racional.
Y claro, esto que había dicho Iván, en lugar de desalentarnos, hizo que tuviéramos más ganas todavía de jugar con la puta anilla de mierda. La única diferencia fue que, la siguiente vez que nos pusimos a ello, preguntamos directamente por “Jan”… y supimos que volvió, porque siguió diciendo las mismas incoherencias de “Popo”, “Baba”, “Tutu” una y otra vez.
Nos parecía todo una cosa muy fuerte después de aquella información que me había dado el Náufrago. Resultaba difícil pensar que todo se trataba de pura casualidad, y era imposible no querer adentrarse. Era imposible parar de hacerlo. “Seguro que luego no es nada, pero, caray, cómo mola”. “Seguro que hay una explicación, pero mola pensar que igual no la hay”. Me está entendiendo, ¿verdad?
Jugamos a esa cosa demasiadas veces, siempre con leves variaciones en el idéntico resultado. ¿Usted sabe por qué un día decidimos dejar de jugar? Se lo diré: por la racha terrible de mala suerte que nos sobrevino a todos los implicados. Empezó por cosas camufladas con vicisitudes de la vida, normales hasta cierto punto, como que Virginia se hizo daño en un pie y hubo que escayolarle la pierna, Jesús suspendió tres, los padres de Gloria y Manu se separaron… En cuanto a mí, un problema de salud que ya tenía se agravó bastante, por no mencionar que el ambiente familiar (ya disfuncional de puertas para dentro en mi casa entonces) se puso mucho peor. Mi padre era alcohólico y estaba más en crisis que nunca, más violento que de costumbre. Mi madre, por su parte, empezó a decir que había visto cosas raras en casa, que el perro ladraba a las escaleras sin motivo aparente y que, una noche, algo la empujó en la oscuridad del dormitorio cuando se disponía a acostarse.
En resumen: hablamos los amigos entre nosotros y nos dimos cuenta de que se venían encadenando desdichas cada vez mayores, cada vez a peor conforme pasaban los días. Viendo el panorama de las cosas, nos entró miedo. Iván seguía sin saber nada de todo esto, pero es verdad que su vida estaba hecha un desastre desde hacía bastantes años ya.
A Virgi se le ocurrió pensar que, tal vez, toda esa racha nuestra, tan novedosa como terrible, tuviera algo que ver con Jan y sus juegos… así que optamos por no volver a jugar. “Vamos a dejarlo, ahora que todavía podemos”. Y así quedó la cosa.
Recuerdo que, al final, mis amigos y yo teníamos la sensación de habernos impregnado de algo tóxico que procedía de otro mundo… y eso fue, con diferencia, lo que realmente nos asustó. Aparte de por las desgracias que nos venían seguidas, sólo por cómo esta carga oscura se podía sentir. En cierto aspecto, era parecido a haber contraído una enfermedad. Una enfermedad de la cual nos costó bastante tiempo limpiarnos.
Nunca resolvimos el misterio de Jan. Si fue todo real o pura casualidad, yo no lo sé. Siempre será un cabo suelto en esta historia, porque lo urgente en aquel momento para nosotros era cerrar toda puerta que hubiéramos podido abrir.
Para que se quede tranquilo, le diré que, a diferencia de lo que ocurre en “Zozobra”, ninguno de mis amigos murió. Y no, tampoco Iván terminó en la celda acolchada de un psiquiátrico. Eso sí fue mi imaginación llenando huecos con simplicidad pasmosa a posteriori de todo.
El caso es que, unos veinte años después, llegó a mis manos información sobre quién era Zozo. Quedé atónito por los testimonios que afirmaban haber tenido encuentros con esta presencia diabólica en la oui-ja, refiriendo que se hacía llamar también “Baba”, “Popo” o incluso “Mama”. El impacto fue tal que, me crea o no, ahora mismo se me sigue erizando la piel solo por contárselo a usted.
Incapaz de pasar de largo lo que descubrí sobre Zozo y su negra leyenda, fue que me rendí a escribir “Zozobra” en el año 2018, el relato que usted, por desgracia, ha tenido en las manos antes de leerme ahora a mí, su autor, palabra por palabra. Para mí fue fácil escribir con fidelidad porque recordaba todo (¡cómo olvidarlo!). Y porque tengo entrenamiento en dar giros truculentos a los hechos, gracias a mi obsesión por el mundo del terror. He de decir que cambié el orden cronológico de algunos acontecimientos, irónicamente para darle a la ficción cierto sentido que la realidad no tuvo. El caso es que me sentí bien después de escribirlo, como si al hacerlo hubiera, de algún modo, terminado de desembarazarme de una carga que no era consciente de aún estar llevando.
El relato lo llamé “Zozobra” por el juego evidente de palabras (ya ve que no me rompí la cabeza), y lo incluí en una antología de terror titulada “Pandemonium”. Ese mismo año lo compartí solo a dos lectores beta, una de ellas una amiga que antaño fue correctora de estilo (pero cuyo juicio no es imparcial, porque me quiere demasiado), el otro un conocido con opiniones valiosas para mí. No mostré el manuscrito a nadie más, porque había una editorial que estaba interesada en publicarlo y me pedía que “Pandemonium” permaneciera inédito. Pero finalmente la editorial me pidió dos cosas que hicieron imposible para mí trabajar con ellos: una, un depósito económico que, si bien era muy poco, no quise invertir, y la otra era una presentación de la obra en sala de actos, cosa que me horrorizaba hacer. Así que todo quedó en el aire. Yo continué viviendo y trabajando, para entonces ya como supervisor de enfermería en el lugar donde sigo ejerciendo actualmente, demasiado ocupado como para pensar en autopublicar esta obra que se me había quedado colgada. Así que tampoco hice nada con el manuscrito hasta que en 2023 llegué a Literanoicos.
Le envié el relato a Nacho Chavarría, amigo y administrador de la página, sólo porque independientemente de todo me gustaba, y desde luego sin pensar que compartirlo pudiera traer algún tipo de maliciosa consecuencia. Es una castaña de relato (larguísimo), así que pensé que nadie lo leería… pero Nacho lo hizo. Claro, él lo lee todo.
A los pocos días de publicar “Zozobra” en esta misma página, Nacho dejó un comentario al pie del relato (usted puede leerlo, si gusta), en el que me contaba que había una especie de fuerza sobrenatural que le impedía seguir leyéndolo y terminarlo. Ahora pienso que esa fuerza no era diabólica, Nacho, sino que por el contrario era tu ángel de la guarda o algo semejante tratando de protegerte.
Cuando Nacho terminó por fin el relato, comentó algo curioso que de alguna manera me removió la alfombra: “Espero no llevarme nada de recuerdo”.
Ahora es cuando yo le digo a usted que siempre me he tomado en serio el contagio vibracional, tal y como trataba de explicarle al principio de este relato. Y entonces, ¿por qué me tomé a cachondeo el comentario de Nacho? Fácil: porque todavía no había pasado nada.
Pero, si ha leído el relato “Posesión”, ya sabe el curso que tomaron las cosas. Ahora no es tan gracioso, y lo es aún menos cuando me pregunto cuál es el paso siguiente, que ocurrirá a continuación.
Le he pedido a Nacho que saque el relato de la página, pero veo que aún sigue ahí. Tal vez no puede borrarlo, o eso es lo que inevitablemente he llegado a pensar; sé que no suena muy cuerdo, y la verdad es que tengo la sensación de estar a un pulso cardiaco de volverme loco. Sea como sea, no quiero preguntarle. En realidad estoy tratando de no tomarme muy en serio a mí mismo… Si me dejo llevar por la paranoia, terminaré por pensar que las palabras de Nacho se leen extrañas desde mi lado del wasap, y que tal vez el que me está respondiendo los últimos mensajes no sería él… o no del todo.
He escrito esto a fin de advertir a quien me pueda leer. Para decirle que, si ha leído “Zozobra”, se limpie psíquicamente como pueda y diga “adiós” (justo lo que yo no dije). Para que lo borre si lo guardó en favoritos o algún otro sitio; para que no lo divulgue, y desde luego no vuelva a leerlo jamás. A pesar de que según lo que se dice del plano espiritual “yo” no existo (y usted tampoco) me horroriza que, como antaño dijo Iván, pudiera contagiarle de alguna forma todo lo vivido, intacto. Al fin y al cabo, la vibración se transmite. Las palabras vibran… y la energía de Zozo también.
Autor: Reyes