Cadenas de libertad

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Tratando de mimetizarse con las sombras del callejón, Maddox se replegó contra la esquina desde la cual planeaba atacar a su codiciada víctima. Tenía el corazón acelerado y no era para menos; se había pasado las dos últimas semanas preparando aquel asalto, con una minuciosidad que rayaba en lo obsesivo, para que no se le escapara ni el más mínimo detalle. No era una persona perfeccionista por naturaleza, pero en esto quería serlo, tenía que serlo. Ahora, en aquellos últimos instantes de espera prendidos con alfileres en el aire, hasta la mano que sujetaba la navaja le palpitaba contra el pecho mientras él esperaba agazapado, intentando hacer el menor ruido posible al respirar y consciente de que —según sus cálculos— estaba a tan sólo unos minutos de saltar sobre la mujer de sus sueños como un gato salvaje.

Maldijo en silencio al darse cuenta de la familiar melodía, repetitiva, machacona, que llevaba tiempo zahiriéndole en bucle desde dentro de su cabeza. ¿Por qué diablos a su cerebro le daba por reproducir viejas canciones infantiles siempre que él estaba nervioso? Se trataba de algo automático, completamente irracional. “El patio de mi casa/ es particular. Cuando llueve se moja/ como los demás”. Era más que molesto aquello; era odioso, joder. Esbozó rápido una nota mental para no olvidar hablarle a la doctora Arce, su terapeuta, la próxima vez que fuera a sesión, de este curioso mecanismo que se ponía en marcha solo y sin permiso. Aunque ya sabía lo que ella le diría, o al menos se lo imaginaba con una probabilidad de acierto de noventa sobre cien: “Seguro esas canciones saltan para decirte algo, Maddox. Nada asciende a la superficie de la mente por casualidad”.

Sí. Seguro. Ya lo sabía que esas tonaditas inoportunas trataban de decirle algo con la insistencia de un taladro industrial perforándole el cráneo, pero no tenía la fuerza para sentarse a trabajar en ello. Le daba una pereza tremenda sólo de pensarlo, porque sabía que analizar una única canción de aquellas, tan solo una, y aunque se pusiera a ello de forma somera y sin muchas ganas, traería más y más canciones del mismo tipo en consecuencia para procesar… Y al final, la lista de temas en cola sería tan larga que él podría pasarse la vida entera desentrañando el cancionero, como si no tuviera cosas más importantes que hacer. “El patio de mi casa”, “soy una tetera”, “a la zapatilla por detrás, tris-tras, ni lo ves ni lo verás, tris-tras”.

“El patio de mi casa” continuaba el machaque de cerebro cuando por fin escuchó el repiquetear inconfundible de tacones sobre asfalto. De forma inconsciente, Maddox acompasó el ritmo de su respiración al metrónomo de aquellos pasos que se le acercaban; unos pasos resueltos, empoderados, con la consistencia de la piedra caliza frente al fulgor tenue y tembloroso del barro que era él mismo en aquel momento.

Los pasos se aproximaban inexorablemente a su esquina. To-toc, to-toc, to-toc. A punto de pasar por su lado en cuatro, tres, dos…

Se lanzó sobre ella en el instante perfecto, sujetándola con la mano izquierda por un hombro y atrayéndola a la oscuridad del callejón. Presionó con su propio cuerpo para colocarla de cara a la pared, ejerciendo toda la fuerza que pudo detrás de ella, contra su espalda. La punta de la navaja rozaba el precioso cuello de cisne de su víctima, mientras él le deslizaba una rodilla entre los muslos para separarle las piernas.

—Ya te tengo, puta —recitó aquellas palabras que había ensayado unas cincuenta veces frente al espejo. Sonaron como un escupitajo violento, y la vez como hálito de serpiente susurrado en el cuello femenino—. No te resistas o será peor.

Por supuesto, ella se resistió. Maddox sabía que lo haría. Corcoveó bajo él tratando de zafarse, pero le fue imposible; él adelantó torso y caderas para aprisionarla todavía más, clavándole en el culo la erección que ya le reventaba los vaqueros.

—Como grites, te mato.

Ella jadeó. Podía notar la hoja de metal punzando fría bajo la curva de su mandíbula, contra la piel erizada.

—¿Me vas a violar? —preguntó en un susurro quebrado.

—Dímelo tú —masculló Maddox, sujetándola con el torso para tantear bajo la falda de ella con manos ávidas. Seguro la mujer poderosa podía sentir cada rugosidad de la sucia pared clavándose en su mejilla, y los latidos desaforados del corazón del asaltante reverberando en su espalda.

—Por favor… —rogó ella en un hilo de voz, mientras de un tirón él le bajaba las bragas—. Por favor, hazme daño.

Maddox se sintió mareado. Sabía bien la traducción de estas últimas palabras que había dicho su puta: “Hazme daño. Ten cuidado, pero que yo no me entere de que me estás cuidando”. Con el mástil palpitando iracundo en la hendidura entre las generosas nalgas, descendió con la mano izquierda para tantear en la humedad de sus pétalos. La escuchó gemir y se agitó detrás de ella, moviendo caderas pero aun sin penetrarla, emprendiendo con ganas y brusquedad la búsqueda de aquella perla que se endurecería sin remedio contra las puntas de sus dedos.

—Cabrón, suéltame —murmuró ella—. Hijo de puta.

Pero su voz sonaba ya distorsionada por el placer.

—Escúchame, pedazo de puta. —Maddox sabía su nombre, por supuesto, pero ni se le pasaría por la cabeza decirlo en aquellos instantes—. Atrévete a correrte sin mi permiso y te daré la paliza de tu vida.

La amenaza cayó ominosa y rotunda sobre la piel de ambos, haciendo estremecer el cuerpo de la víctima contra el del atacante por debajo de las ropas. Pero desgraciadamente tuvo el efecto contrario al deseado, porque ella empezó a correrse salvajemente contra los dedos de su torturador. Un orgasmo tan fuerte que durante segundos la hizo culebrear bajo el cuerpo masculino contra la pared, levantando caderas para ofrecerle el culo. Tuvo que morderse los labios para no gritar, mientras los dientes de Maddox se clavaban con furia en la curva de su hombro.

—Me has chorreado la mano entera, zorra —la increpó él, aun sintiendo en su miembro las réplicas del terremoto. Tambaleándose contra ella, se llevó los dedos a la boca para olerlos y lamerlos, e inmediatamente le propinó dos fuertes nalgadas que sonaron como disparos en la oscuridad del callejón.

—Lo siento. N-no he podido evitarl-…

La mujer no tuvo aliento para acabar la frase porque su captor se la había clavado hasta el fondo desde atrás. Previendo que gritaría, él había soltado la navaja para taparle la boca.

Flores, fuegos artificiales y algún corazón pixelado habrían iluminado desde dentro los lindes del callejón si esto hubiera sido un videojuego. Pero no lo era. La captura, las embestidas, los espasmos y los gemidos de ambos trenzándose, todo eso estaba pasando en carne y sangre de verdad.

                                      ****

Al día siguiente, sobre las seis de la tarde, Maddox bajaba la calle principal rumbo a casa de Lucía (la mujer que la noche anterior se había transformado en su puta). Se había puesto la camiseta blanca más inocente que había en su armario y los vaqueros claros que a ella le gustaban, tan desgastados que parecían tener la consistencia de papel aflojado en torno a su delgado cuerpo. El cabello, negro y ensortijado, lo llevaba recogido en una coletita baja que dejaba a la vista el arete dorado de piratilla en su oreja izquierda.

Detuvo su camino ante una pequeña floristería familiar, a cuyos dueños ya tenía el gusto de conocer. Compró un ramo para Lucía (siete rosas rojas y una blanca), porque en lo profundo se sentía un miserable por haberla violado la noche anterior, por mucho que semanas atrás hubiera sido ella quien se lo pidiera hasta convencerle de hacerlo. Fantasías imperiosas de sexo no consentido; desde luego, el joven Maddox no era ningún experto en esas cosas, pero se tiraría de cabeza a todo plan propuesto por Lucía, por descabellado que le resultase.

La mujer de la floristería, siempre amable, le puso al ramo un papel transparente con dibujos de mariposas para sujetarlo y se lo entregó. Maddox suspiró al tomarlo en sus manos. Estaba claro que ni un ramo, ni cualquier regalo que le hiciera a Lucía, haría desaparecer ese regusto de malestar como cielo envenenado que él sentía dentro. Además, seguro que Lucía le tiraría el ramo a la cabeza, primero porque no le gustaba que le regalaran flores, y segundo porque las mariposas le gustaban aún menos. Cosa extraña porque a todo el mundo le gustan las bellas mariposas, símbolo ancestral de transformación, ¿verdad? Pues a ella no. Las odiaba. Las temía. Les tenía una fobia cerval. Una vez, en un patinazo de confianza, le había contado a Maddox por qué.

Lucía solía pintar cuadros en sus ratos libres. Realismo mágico, paisajes oníricos, alguna obra abstracta. Ella decía que lo hacía en plan catártico por desahogarse, pero, independientemente de eso, Maddox pensaba que era muy buena como artista. Y sucedía que a veces, por etapas, cuando él iba a visitarla, veía que las paredes de Lucía aparecían subitamente tapizadas de cuadros de mariposas. Casi todas ellas mariposas nocturnas, de diferentes tamaños, con las alas marronáceas extendidas como libro abierto en posición de descanso. El primer día que vio la exposición de jorobados esfíngidos pintados a mano, tan fieles al detalle que parecían tener cubierto de lanugo el abotargado cuerpo, le preguntó a Lucía si las mariposas oscuras le gustaban. “Qué va. Las odio” había respondido ella. “Soy motefóbica desde pequeña, cariño”.

Lucía poseía la inteligencia y el valor suficiente para haber hecho un viaje hacia dentro de sí misma, en pos de comprender las raíces de aquella reacción irracional de temor y de asco. Y sin ningún problema, sin variar un mínimo el tono de su voz, se lo había relatado a Maddox cuando él había preguntado aquella tarde, en el mencionado derrape prohibido de confianza. “¿Ves esta mariposa de aquí?” le había dicho, señalando uno de los cuadros, el más grande de todos. “Es prácticamente negra, casi del mismo color que el tronco del árbol donde descansa. Si fueras por el bosque sin reparar en los detalles a tu alrededor, probablemente pondrías la mano ahí sin darte cuenta de la presencia de ese ser… justo a su lado, o encima… Y entonces, ¡zas! El bicho rompería a volar histérico y seguro iría hacia ti, ciego, tocándote…” Le había dado un escalofrío a Lucía sólo por explicarlo, y su gesto se había torcido por la náusea de verse en aquella tesitura imaginaria. “Cuando tenía diez años, mi padre cambió. Se volvió un hombre violento a ratos, solo a ratos. Tenía crisis que no avisaban, aunque mi madre decía que todo era culpa del alcohol. Lo peor es que seguía siendo el mejor padre del mundo cuando no tenía crisis… y yo le adoraba, pero sabía que Mr. Hyde estaba ahí. Estaba ahí, agazapado en algún lugar recóndito dentro de él (en el tronco del árbol), y… y en cualquier momento podía saltar sin que yo me diera cuenta, durante el más tranquilo paseo por el bosque, por mi casa, por el entorno supuestamente más seguro… igual que ese asqueroso bicho camuflado en la corteza del árbol”.

Maddox había pasado varios días dándole vueltas a esto. En aquel momento, mientras caminaba calle abajo con las flores, aún pensaba en ello. Sin duda, la doctora Arce tenía razón y nada afloraba a la superficie de la mente porque sí. Las cosas no son irracionales, sólo lo parecen… en la mayor parte de los casos.

“Y si las odias, ¿por qué las pintas?” había preguntado tras oír aquella explicación. Lucía había sonreído con tristeza y le había dado la espalda, haciéndole señas para que la siguiera hacia la cocina, donde ya estaba hirviendo el café. “Para tenerlas controladas”, había respondido. “Para exorcizarlas. Pintarlas es la única forma de saber que están ahí y poder mirarlas antes de que ellas salten. Es la única forma de que no se me jodan las relaciones personales en mi vida a causa de mi propio miedo. Me refiero a… cuando quiero realmente acercarme a alguien. A alguien que me importa, y por eso, porque me importa, podría saltar y hacerme daño sin avisar”.

Una fuerte oleada de compasión surcó la espina dorsal de Maddox al recordar esto. Se acordaba de lo que le había dicho Lucía aquel día, frase por frase. Concordaba terriblemente con las palabras que habían cruzado la noche pasada en el callejón, durante aquella “violación” por consenso: “Hazme daño” (“hazme daño ahora que yo tengo el control”). Buscar la violencia en condiciones de control, como juego y ejercida por alguien que sabes que te ama, ¿podría considerarse lo que llamaban “modo contrafóbico”? Enfrentarse uno a su peor pesadilla, de la mano de una buena persona y bajo condiciones pactadas, ¿eso podía de alguna forma aliviar el dolor, aliviar la vida o arreglar un poco el pasado? ¿Se convertiría el terror, entonces, en el detonante máximo del disfrute? “En el medio del pánico, te encuentras de bruces con tu propio placer” le había dicho Lucía sobre esto. “¿Y qué haces? Pues lo que sabes hacer, lo que has hecho siempre: seguir adelante”. Seguir adelante por el camino tórpido del placer que de tan intenso se volvía insoportable, hasta concluir uno mismo muriendo como fénix resplandeciente, ardiendo y explotando en el orgasmo.

Llegó a la puerta de Lucía recordando todo aquello: preguntas, respuestas, liberación y atadura de cabos.

Ella le abrió al primer timbrazo y sonrió al verle, aunque arrugó el ceño cuando desvió la mirada hacia las flores.

—Maddox, querido. Sabes que antes de venir tienes que avisarme —le indicó con un deje de fastidio fingido, aunque se hizo a un lado para que él pasara.

El chico sonrió en el vestíbulo lleno de mariposas controladas sobre lienzo, rodeado por multitud de instantes estáticos de transformación que jamás se llevaría a término. Y ella sonrió también. No podría dejar de hacerlo. “Maddox” significaba “amable” y, más allá de la pura actitud, existía la mayor verdad de fondo: amable, susceptible de ser amado, digno de amor. Ah, realmente ese chico merecía todo lo bueno de este mundo.

—Lo siento, señorita Arce. Sólo vine a traerle flores. —Él bajó la mirada, tomó aire y añadió, levantando de nuevo los ojos azules hacia ella—: No me disgusta la obra de teatro del callejón; me cuesta un poco, pero por usted haría lo que fuera. Sé que usted me saca diez años… sin embargo, también sé que pinta mariposas negras cuando se ha enamorado. ¿Me dejará que la quiera bien alguna vez?

Autor: Reyes

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Reyes

11 comentarios en “Cadenas de libertad”

  1. Me dejas sin palabras. Lo de la conexión esa que comentaste debe ser cierto, hay cosas en tu texto que podría haber escrito yo. De hecho alguna situación la he escrito en el ultimo libro que tengo entre manos, si no fuera por que sé que no es posible diría que lo has leído 🙂 Las cancioncitas qeu llegan al cerebro cuando uno menos lo espera, es algo que me pasa constantemente y que odio y por eso lo transcribo en uno de los personajes … muy fuerte como dices tú. Luego me encanta la descripción del camuflaje, un método de defensa y un arma en la naturaleza y que visto en la irracionalidad de un psicópata se ve como muy real. Por último los nombres. Cuando elijo un nombre para uno de mis personajes SIEMPRE lo elijo por el significado, puedo pasar mucho tiempo buscando el nombre con el significado correcto para cada personalidad. ¿Puede que le pase a muchos escritores todo esto? No lo sé, a mi me parece mágico.

  2. jajajjaa ay Nacho, eso de las putas cancioncitas a mí me ocurre! Jo, pues sí que es fuerte todo!! Cuándo podré leer el proyecto que tienes entre manos? El último proyecto mío se llama «Innombrable» y creo que la correctora lo suelta hoy… no tengo ni idea de qué voy a hacer con él, pensé en autopublicarlo para regalárselo a mi pareja.

    Muchas gracias por leer y comentar el relato. Me hace feliz que te haya gustado.

  3. Si, lo de los nombres es cierto… incluso a veces, como en este textito, hago referencia a ellos. «David mató a Goliat con una honda, señora. ¿Por qué iba a necesitar su hijo una pistola que pareciera de verdad?» << jeje, esto es de un texto antiguo que estoy preparando para subirlo también.

  4. Una obra de arte como siempre. Es una pasada. Es muy intenso, tienes una forma de narrarlo todo que siempre me sorprende y me deja sin palabras. Eres arte, y tengo la suerte de poderte ver creando tus obras y de conocerlas el primero. Te amo <3

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