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Sábado, 1 de junio de 1996
La primera vez

Gloria se había quedado colgada, en el más placentero sentido de la palabra, contemplando el reflejo de la luna sobre el agua de la piscina. Reclinada sobre la tumbona a rayas que ocupaba a pierna suelta, sonreía con feliz atontamiento al tiempo que se apoyaba contra el hombro de Tárel. Se le escapó una risita cuando este, que se sentaba junto a ella en el suelo, giró la cara para rozarle la mejilla con los labios. Un gesto rotundo y decidido, pero al mismo tiempo tan sutil, protegido por la cortina de cabello oscuro y largo del muchacho, que pasó completamente desapercibido a las cinco personas que compartían espacio con ellos allí.
—Je, je. Estás en trance, Glori —susurró él, separándose tan sólo milésimas de aquella piel con la que adoraba estar en contacto.
Ella asintió levemente sin ni siquiera mirarle. El disco difuso de plata que era la luna parecía bailar sobre el agua, cuya superficie se ondulaba gracias a los chorros en el lateral del vaso de la piscina. Era una danza hipnótica, atrapante a la vista, más aún tras haber ingerido una botella de vodka, otra de kalimotxo y media de ron entre los siete amigos allí reunidos. Más aún después de que Varu liase y encendiese aquel oloroso porro de maría. Oh, dios.
Suspiró. Estaba mareada, pero la sensación era inmensamente agradable. Cuando cerró los ojos, la hamaca pareció tirar de su espalda y arrastrarla suavemente, moviéndose, transportándola, como si de pronto Gloria viajara hacia atrás en un tren. Volvió a reír.
—Vas más pedo que Alfredo —resopló Jesús, sin asomo de connotación despectiva. Él era el dueño de la casa (y por extensión, de aquel jardín de las delicias), y estaba encantado de ver a sus amigos disfrutar. Era cuestión de pura hospitalidad; se sentía como el posadero de Tolkien en El Pony Pisador, y hasta físicamente daría el pego. A su hermana Virginia, también allí presente, se la podía considerar de igual modo la dueña de la casa… al menos durante aquel fin de semana en que los padres de ambos se habían ido de viaje a la Costa del Sol.
Todos parecían bastante relajados allí, y no era para menos. Eran casi las tres de la mañana; se habían pegado una fiesta (“muy de tranqui, nada brutal”, como diría Varu) con bebidas en la casa, y la madrugada de primeros de junio no podía ser más benévola en el exterior. El cielo se veía despejado y tachonado de estrellas sobre sus cabezas. El aire traía aroma fresco a enredaderas y jazmín. En el jardín del apartado chalet no se oía más ruido que el canto de los grillos, el agua tamborileando en los skimmers de la piscina y la brisa surcando una hilera de álamos temblones. Se accedía a la casa por un camino de tierra lateral, de modo que la carretera quedaba tan lejos que ni siquiera se intuiría el sonido del tráfico escaso a aquella hora.
El único de los siete que parecía no estar muy a gusto en aquel momento, a pesar del idílico entorno, era Gabriel. Pero, bueno, Gabi solía estar “depre” a menudo y sumergido en su mundo.
—Alegra esa cara, tolay —le increpó con cariño Varu, mientras extendía perezosamente la pierna para darle un toque en el costado, con la chancla rosa fosforito medio colgando de un pie que se veía bastante guarro—. Te lo dice el gran jefe de la tribu de los pies negros. Jau.
Zoe se echó a reír bajo la melena que le tapaba parcialmente el rostro. Estaba sentada con Varu, los dos arrellanados en la tumbona gemela a la que ocupaba Gloria. Gabriel les daba la espalda a ambos, sentado en el suelo de terrazo, abrazándose las flexionadas piernas y mirando el agua. Protestó al momento por la amistosa patadita y lanzó una mirada de soslayo a Varu.
— ¿Qué pasa, tronco? ¿Te aburres o qué? —inquirió este en tono de simpática mofa. No se podía decir que estuviera picando al otro con mala intención; por lo general era un cabrón bastante majo, aunque pesadete—. Hey, Vir. ¿Tenéis algún juego de mesa o algo? —se carcajeó, estirando el cuello a fin de mirar a la aludida, quien en aquel momento avanzaba hacia el borde de la piscina para mojarse los pies—. O mejor… anda, échanos las cartas.
Virginia esbozó una sonrisa burlona, miró a Varu por encima del hombro y negó con la cabeza.
—Tío. ¿Tú crees que yo estoy ahora para tiradas de tarot?
—Va, venga, Vir —intervino Zoe—, aunque sea para saber qué va a preguntar el Geyperman en el examen final.
—Eso no saldrá en las cartas —rio Virginia—. Lo sabes muy bien.
—Te digo yo lo que va a preguntar el Geyper —terció Varu con suficiencia—: lo mismo que el año pasado. Porque es más vago que la chaqueta de un guardia.
—Joder. Pues el año pasado se puso cabrón con las unidades —masculló Jesús. Bien lo sabía él, después de haber repetido curso—. No recuerdo un examen más puto en mi vida. Dios santo, qué ataque a la cabeza.
Virginia soltó una carcajada.
—Ataque a la cabeza, dice. Qué valor. Si te la sudaba suspender, Jesús…
Gloria rio, y Tárel volvió a besarla en la mejilla justo en el momento en que Gabriel se volvía hacia ellos.
Virginia tomó asiento al borde de la piscina, se remangó la larga falda estilo hippy que llevaba y metió un pie en el agua. Carajo, estaba fría. De pronto, se le iluminó el pecoso rostro.
—Ah, bueno. Cartas no, pero… se me ocurre algo mejor para terminar la noche —dijo con una enigmática sonrisa.


— ¿Qué haces? ¿Dónde vas? —le preguntó Jesús a su hermana, viendo como esta se levantaba y se dirigía con repentina prisa de vuelta a la casa.
—Nada, ya verás. Sólo necesito un folio y… un bolígrafo.
No tardó en regresar de nuevo al jardín, llevando en las manos papel, útil de escribir y un grueso libro llamado “la vida increíble bajo el mar” para apoyarse.
— ¿Qué es eso, tía?
— ¿Qué vas a hacer?
Sin responder a las preguntas de sus amigos, Virginia sonrió. Ella apenas había bebido alcohol y tal vez por eso se la veía mucho más despejada que ninguno allí.
—A ver… —murmuró, concentrada, mientras se posicionaba con el libraco sobre las piernas cruzadas y colocaba la hoja de papel encima para empezar a escribir.
“A”, “B”, “C”… con su hermosa y cuidada caligrafía, fue trazando el abecedario en mayúsculas cerca del borde del papel, dejando bastante distancia entre las letras como para que, al final, todas ellas formaran un círculo casi tan amplio como el folio mismo.
— ¿Estás haciendo lo que creo que estás haciendo? —Zoe se inclinaba sobre la hoja de papel y seguía al detalle los movimientos de la mano de Virginia al escribir. Continuaba pensando en las preguntas del examen que pondría aquel profesor al que apodaban “El Geyperman”, pero jamás se le habría ocurrido que Vir pudiera utilizar una tabla oui-ja fabricada a mano como oráculo alternativo. Porque eso era lo que a todas luces parecía estar confeccionando ella, casi con toda seguridad.
Jesús miraba a su hermana con una tranquilidad pasmosa, sin embargo, como si no le sorprendiera demasiado aquella idea. Después de todo, él ya estaba más que acostumbrado a las inquietudes esotéricas de Virginia y perfectamente cabría en ellas algo como eso.
Gabriel contemplaba la hoja de papel con las letras sin decir nada. Varu se levantó para sentarse más cerca de Vir, comenzando a sentirse discretamente intrigado con el asunto a pesar de su manifiesta embriaguez. Gloria y Tárel parecían en su mundo, a kilómetros figurados de allí, ella aún encima de la hamaca —aunque ahora en algún momento había abierto los ojos—, él acariciándole cuidadosamente el antebrazo con las puntas de los dedos.
—Bueno. Ya casi está —murmuró Virginia. Había escrito “hola” en la parte superior del papel, por debajo de las letras, y mientras hablaba encuadraba la palabra “adiós” en la región inferior y a la misma altura.
— ¿”Hola” y “adiós”? Pero qué locura es esta. —Varu soltó una risotada. Al parecer, acababa de pillar que lo que Virginia tenía sobre el libro “la fascinante vida en el mar” (o lo que puñetas fuera el título), era una tabla oui-ja de andar por casa—. Mira que hacerlo a mano… En la revista “Más Allá” la regalan de plástico duro —barbotó, y ciertamente se lo estaba inventando, aunque, por otra parte, estaba seguro de haber visto una tabla decente de esas alguna vez en el kiosco.
Virginia no le respondió. Escribió los números del cero al nueve en un lateral del folio, y luego, a modo de detalle creativo, dibujó una luna y un sol junto a las palabras “Sí” y “No”, a izquierda y derecha del centro respectivamente.
—No me molan nada estas movidas… —farfulló Varu para el cuello de su camiseta. Pero se reía, en ningún caso sintiéndose amenazado por el supuesto mal rollo que lo escrito en el folio le pudiera generar.
—Vale. Ahora sólo necesitamos algo que… —Virginia dejó la oui-ja improvisada sobre el libro en la hierba y dio un rápido barrido visual alrededor—. Ah, ya, ya sé. Jesús, dame las llaves de la depuradora.
— ¿Qué?
—Las llaves de la depu, venga. Las tienes ahí, dentro de la zapatilla —señaló ella sin dar más explicación.
— ¿Pero para qué quieres…?
—Tú dámelas. Por favor —añadió las dos últimas palabras en tono apremiante pero aún contenido, extendiendo la palma de la mano hacia su hermano.
Jesús se encogió de hombros, se giró hacia la zapatilla a su espalda y sacó de allí el manojo de llaves sujetas por una anilla. No le cabía en la cabeza por qué Vir querría bajar ahora al cuartucho infecto de la depuradora, pero en fin, a saber.
—Gracias —murmuró ella cuando se las entregó. Inmediatamente, procedió a sacar las llaves de la anilla donde estaban engarzadas y sostuvo el aro metálico un momento ante sus ojos verde lima—. Esto servirá.
—Ja, ja, ja. ¿En serio? Tía, eres lo más cutre que hay —se burló Varu.
Zoe también se rio.
— ¿Pero esto no se hacía con un vaso? —inquirió, mirando cómo Virginia ponía el aro, de tamaño ligeramente mayor que el tapón de una botella de refresco de dos litros, en el centro del papel.
—Nah. Esto servirá —insistió—. Vamos. Poned un dedo encima cada uno, venga.
Tárel meneó la cabeza. A pesar de no haber dejado de estar pendiente de Gloria ni por un instante, se había enterado de la actividad propuesta… más o menos.
—Yo prefiero mirar —musitó antes de exhibir su sonrisa tímida de guaperas. Sin embargo, se acercó un poco más al lugar donde estaba la improvisada oui-ja.
Gloria protestó cuando notó que él dejó de acariciarle el brazo. Había vuelto a cerrar los ojos y quizá le faltaba un pelo para caer dormida en la tumbona.
—Venga —Gabriel se acercó y extendió el brazo hacia el folio. Fue él el primero que puso un dedo sobre la anilla. Sintió un tenue escalofrío al tocar el metal templado—. Esto es lo más interesante que ha pasado hoy. Gracias, Vir.
—Ya, bueno —carcajeó Varu, acomodándose para colocar un dedo a su vez sobre el aro—. ¿Crees que vendrá un espíritu benigno a solucionarte el mal de amores, Gabilucho?
Había soltado aquello porque sí, como podía haber dicho cualquier otra gilipollez. Pero lo cierto es que a Gabriel no le iba demasiado bien en el tema amoroso, aunque él no soltaría prenda al respecto.
—A ver si te limitas tú con las bromas, Alvarucho— le espetó Virginia a Varu, lanzándole una mirada directa. No era que Gabi le hubiera contado nada de ciertas situaciones, pero ella tenía intuición suficiente para hacerse a la idea de lo que le podría estar pasando a su amigo. No podía saber matices concretos, pero estaba segura de que ese tipo de comentarios desafortunados no le agradarían a Gabriel, quien ya estaba triste desde que la noche empezó.
—Va, va. Venga —con visible entusiasmo (aunque no creía demasiado en temas paranormales), Zoe gateó sobre las rodillas y se acomodó junto a Varu, colocando ella también el dedo índice sobre la superficie de la anilla.
Virginia puso también su dedo entonces, apenas rozando el metal, y tomó una profunda bocanada de aire.
— ¿Jesús? ¿Tárel? ¿Gloria? —aludió a los restantes uno por uno.
—No, de verdad. Yo prefiero mirar —insistió Tárel, mientras Jesús se unía también, colocando la punta del dedo sobre el aro de las llaves. Gloria no respondió. Ni siquiera dio muestras de haber oído a Vir.
—Bueno. Ahora concentrémonos —murmuró esta, esbozando una leve sonrisa —. Mejor dejad que sea yo quien hable.
» ¿Hay alguien ahí? —preguntó a continuación. Y al momento tuvo un presentimiento negro que apenas duró segundos. Y supo que, quizá, aquello no había sido del todo una buena idea, porque tal vez sí había alguien. “Bueno. Mientras mantengamos la situación bajo control, todo estará bien”, se dijo, resistiéndose a apartar su dedo de la anilla. ¿Qué podía pasar, después de todo, en la sagrada seguridad de su propio jardín?

Transcurrieron unos minutos sin que nada ocurriera. Minutos que, tal vez por estar los siete amigos en silencio, parecieron siglos. Pero justo cuando Varu abría la boca para airear su opinión respecto a la tontada monumental que estaban haciendo ahí, el aro comenzó a moverse tímidamente bajo los dedos que apenas lo tocaban.
—Se está moviendo…
—Venga, Zowi-Sowi. Lo estás haciendo tú, ¿verdad?
— ¿Yo? Qué dices. Qué va. Te juro que no, tío.
Gabriel se mordió el labio. De alguna forma, tenía la clara certeza de que ninguno de los allí presentes estaba moviendo el aro, ni siquiera de forma inconsciente. Había sentido un leve estremecimiento en el metal contra su piel, justo antes de que la anilla arrancase a moverse, como si esta hubiera sido surcada por algún tipo de fuerza que también le había atravesado a él. No estaba asustado, pero sentía que aquello no era una broma. De cualquier modo, no dijo nada y, simplemente, continuó observando, los ojos fijos en el folio mientras la anilla comenzaba a describir círculos sobre las letras, ganando cada vez más firmeza y velocidad.
—Dios, Sowi. Venga, para ya.
—A ver, gilipollas, que te estoy diciendo que yo no soy —respondió Zoe a Varu.
—Pues entonces, ¿quién es?
—Shh. —Virginia instó a los demás a guardar silencio. Se podría decir que ella también sabía que aquello no lo estaba provocando ninguno de ellos, o más bien podía sentirlo. ¿O acaso era eso lo que quería creer?
De cualquier modo, la anilla describía círculos cada vez más amplios y rápidos. Gabriel sofocó una risa nerviosa cuando el metal casi se escurrió de debajo de su dedo al desplazarse raudo sobre el papel.
—Mierda, se me escapa… —musitó, por si alguien tenía la menor duda sobre si lo estaría moviendo él.
—A mí también —susurró Vir.
Jesús se inclinó sobre la tabla sin retirar el dedo, como si por mirar lo que ocurría más de cerca fuera a desentrañar algún tipo de secreto mecanismo.
—Su puta madre. Va a toda ostia.
Y en ese mismo momento, con decisión absoluta, la anilla se detuvo en seco y se dirigió, en rotunda línea recta, hacia la palabra “hola”. Se quedó allí parada, en ominoso silencio, y Varu rompió a reír. Tárel le secundó.
—Buah, qué fuerte. Venga, ya. Dejadlo ya.
—Hola —respondió Virginia, al tiempo que con la mirada instaba de nuevo a Varu a callarse.
La anilla se movió levemente hacia los lados y, a continuación, se desplazó en línea recta hacia Gabriel. Incluso se salió de los bordes del papel para llegar hasta él, deteniéndose a milímetros de su rodilla.
—Eh, eh, eh… —este retrocedió un poco y esbozó la primera sonrisa de la noche, aunque cargada de nerviosismo. Mierda, por un momento aquella maldita cosa le aceleró el corazón tan bruscamente que sintió los latidos en la garganta. De forma intuitiva, respondió a lo que no pudo sino interpretar como un saludo —: ¿Hola…? —Un saludo un tanto invasivo, sí, pero… ¿juguetón? O, por lo menos, así lo sintió.
—Uuuuh. Parece que le gustas, Gabi —bromeó Tárel en un susurro. Indudablemente, él sí creía que todo aquello era una pantomima, tal vez porque no estaba tocando la jodida anilla.
—Qué fuerte —susurró Vir. Ejerció presión sobre el aro, y tiró de él para volver a colocarlo en el centro del folio, pues aquel no parecía dispuesto a poner distancia con Gabriel.
—Ja, ja. Gabilucho, has ligado… —Zoe rio bajito.
—Seh. Hay que joderse que para una vez que liga sea con alguien del más allá.
—Oye, ¿os queréis callar?
Mientras Vir pedía de nuevo silencio, la anilla se desplazó fulgurante hacia el “SÍ” de la tabla.
— ¡Encima lo confirma!
“SÍ”.
“SÍ”. Con rápidos movimientos, el aro se alejó y se acercó a la palabra un par de veces, antes de comenzar luego de nuevo aquellos trayectos circulares con los que parecía ganar energía.
—Vaya tela. Al menos podría decirnos algo más. Dinos algo, espíritu —conminó Varu con sorna—. ¿Tienes algún mensaje para nosotros?
“P…
U…
T…
O.”
Los ojos de Gabriel se abrieron como platos mientras seguía los movimientos de la anilla incidiendo en cada una de las letras para componer aquella palabra.
— ¿Puto? ¿Qué dices, quién es el puto? ¿Yo? —Varu se partía de risa.
“SÍ”.
“SÍ”.
—Me cago en la ostia, ¿pues no me acaba de llamar puto, el desgraciao?
Otra vez círculos, de nuevo cada vez más rápidos, tan veloces que esta vez fue Jesús quien perdió el contacto con el metal por unos segundos. El condenado aro parecía de pronto imantado al papel, fijado al libraco tras él y… con vida propia.
“P… O
P… O
P… O
P… O”
Había enganchado dos letras seguidas en el tablero, y se movía en bucle en torno a ellas.
— ¿Po-Po- Po…?
— ¿Qué coño dice ahora?
Virginia suspiró. Comenzaba a sentirse de pronto muy cansada, y lo achacó a la intensidad de todo lo que estaba sintiendo. Estaba claro que lo de dejarla hablar a ella había quedado en agua de borrajas por parte de sus amigos, pero no iba a permitir que eso la distrajera. Si Varu, Tárel y Zoe se tomaban la cosa con poca seriedad, bueno, ella no podía hacer nada, pero no perdería concentración.
—Espíritu —dijo en voz baja pero firme—. ¿Quieres decirle algo a Gabi?
Fue matemático. Tras aquella pregunta, la anilla volvió a desplazarse hacia Gabriel sin contemplaciones, de nuevo rebasando el límite físico del folio y deteniéndose a milésimas de sus piernas.
—Joder. Espíritu, ¿conoces a Gabi?
Vir le lanzó a este una mirada interrogativa tras formular la pregunta. ¿Tal vez podría tratarse de algún amigo, o algún familiar? No quiso indagar en voz alta si había habido algún fallecimiento reciente de alguien cercano, o si su amigo estaba pensando en alguna persona en concreto que ya no estaba viva.
“T… U.
T… U,
T… U,
T… U.”
Del mismo modo que había hecho antes con la P y la O, ahora la anilla se movía en círculos con insistencia en torno a las letras seguidas “T” y “U”. Lo cual resultaba algo perturbador considerando el contexto, si tan sólo por la palabra que aquellos imperiosos círculos formaban.
—“Tú” —musitó Virginia— ¿Te refieres a Gabriel…?
“T-U,
T-U,
T-U,
T-U…”
Zmmmmm. De nuevo una línea recta hacia Gabi, esta vez con tanta fuerza tras volverse la anilla loca entre la T y la U que la hoja de papel siseó bajo el metal.

Jueves, 6 de junio de 1996
Iván
Habían pasado cinco días desde que hicieron aquella sesión de oui-ja (si acaso se podía llamar así a lo que habían hecho) en casa de Virgi y Jesús. Gabriel aún no podía sacarse de la cabeza lo que Varu se empeñaba en llamar “flechazo del más allá”. En realidad, poco más habían podido sacar en claro que la aparente fijación que ese espíritu –si es que había habido algún espíritu implicado- parecía tener con él. Más allá de esos saludos invasivos pero amables, de la T y la U en bucle de forma recurrente y alguna obscenidad salpicada a destiempo, no había ocurrido nada realmente interesante. Bueno, si tan sólo que Zoe le preguntó al “espíritu” quién había sido ella en su vida anterior, y este le respondió que una vaca. Había que reconocer que, si de verdad había sido una causa sobrenatural lo que había movido la anilla, el ente en cuestión era un cachondo mental.
Al final, todo había sido bastante chapucero. Lo cual era de esperar, puesto que todos, salvo tal vez Virginia, habían intentado comunicar con el más allá emporrados y borrachos. El mismo Gabriel tenía que admitir que había bebido cual cosaco en la fiesta previa, a pesar de que tal vez no se le hubiera notado tanto como a Gloria o a Varu. Recordaba perfectamente cada cosa que había ocurrido, eso sí. Y, precisamente por eso, porque lo recordaba todo, no podía sino pensar que habían hecho una chapuza. Ya que, de haber estado con el cerebro a pleno rendimiento, por lo menos le habrían preguntado su nombre a aquel bufonesco espíritu que había llamado “puto” a Varu, “vaca” a Zoe, y “TÚ” a él mismo, dedicándose luego a decir burradas a diestro y siniestro hasta que se cansó y se evaporó, antes de que pudieran siquiera decirle adiós.
No podía dejar de darle vueltas. Estaba ahora en su habitación, quemándose las cejas bajo el flexo en el escritorio, tratando inútilmente de estudiar para el examen que les pondría el Geyper dentro de tres días, pero, por mucho que intentaba concentrarse en “P.V= n.R.T”, volvía una y otra vez al tema del flechazo de otro mundo sin querer.
Ah, mierda. Tal vez simplemente aquella “cosa”, aquel espíritu o lo que fuera, le había hecho sentir especial. Qué patético le resultaba a Gabriel darse cuenta de que, de hecho, una parte de él quería creer con todas sus fuerzas que el ente había estado allí. Qué patético el sólo hecho de desear creer en algo sin pies ni cabeza, que claramente no podía existir, antes que en la simple realidad de cinco borrachos jugando en un tablero a quién sabía qué… sólo porque, por instantes, se había sentido especial como nunca con ese “tú-tú-tú”. Joder, es que no recordaba que jamás nadie en su vida le hubiera insistido con tal vehemencia para decirle “tú”. Aunque, a efectos prácticos, ese “tú-tú-tú” podía tener el mismo significado que el “po-po-po”. “Po-po”, “ji-ji”, incluso “ba-ba”… sí, recordaba que el supuesto ente de marras había hecho aquello de los tirabuzones con las letras que iban seguidas en la tabla, varias veces. Lo dicho, habría sido un cachondo mental… si hubiera existido.
Había sido interesante y hasta divertido jugar a eso, pero ahora lamentaba no poder sacárselo de la cabeza y ponerse a estudiar de una vez. El bueno de Jesús le había llamado aquella misma mañana, queriendo quedar para repasar juntos, pero, honestamente, Gabriel no tenía ninguna gana de ver a nadie. Bueno, tal vez sólo a una persona… o a dos.
Cualquier estudiante sabe que colocar el escritorio frente a una ventana no es muy buena idea, y menos si uno es proclive a distraerse con el vuelo de una mosca. A través del cristal contemplaba Gabi el paisaje con la mirada perdida, cuando, de pronto, se dio cuenta de que estaba viendo a su vecino pasar por el camino empedrado hacia los contenedores de basura. Ah, ese tío era extraño… sólo le conocía de vista porque acababa de mudarse al pareado de al lado, pero no podía negar que, desde la primera vez que le vio, había sentido interés por él.
Se llamaba Iván, eso lo sabía. Y lo sabía porque su madre era cotilla a nivel profesional; tanto era así que la semana pasada había sido ella quien le dijo, uno por uno, todos los nombres de aquella desdichada familia ignorante del marujeo. Rossela, una mujer altísima con una larga melena rubia, era la madre y señora de la casa. Profesora de yoga y baile africano, para más señas. Lucas, un empresario que se parecía inexplicable y perturbadoramente a Sandokán -salvo por el detalle de que tenía la canosa barba impecablemente recortada-, era su marido. Por lo visto, la pareja hacía taichí o alguna mierda de esas en el patio de la casa, según la madre de Gabi había atisbado con regocijo por el balcón. Florencia, la hija mayor, era una auténtica ninfa que bien podría ser modelo, a quien llamaban cariñosamente “Floppy”. Gabriel no albergaba la más mínima duda de que su madre podría haber trabajado para el FBI, porque hasta con los apodos se había quedado.
Fernando, el hijo pequeño de la pareja, tendría unos trece años, aunque era altísimo para su edad. E Iván, el de en medio, que se parecía mucho más a su padre que a su madre, tendría aproximadamente dieciséis como Gabi, o quizá alguno más.
Gabriel se dio cuenta demasiado tarde de que le estaba clavando a Iván la mirada en el culo. El chico se volvió hacia su ventana tras dejar un par de bolsas negras en el contenedor, tal vez sólo porque se sentía observado. Gabi quiso que la tierra se abriera bajo su silla en ese mismo momento, pero entonces Iván sonrió y le saludó alzando la mano, dejándole helado en el sitio. Pensó el estudiante que todo quedaría ahí pero, al parecer, no contento con eso, su nuevo vecino se acercó a la ventana y le hizo señas desde abajo para que la abriese. Joder, era un cabronazo extrovertido… y estaba bueno como para caerse de espaldas, aunque no tanto como Tárel.
—Hola, The Who —dijo Iván a modo de salutación, sin perder su amplia sonrisa.
— ¿Qué?
—Te gusta The Who, ¿verdad? Ayer escuché que tenías puesto “Behind Blue Eyes”.
Gabi soltó una carcajada.
—Joder, lo siento. Las paredes son de papel.
Iván rio también y asintió.
—Lo son.
—Me pondré los cascos la próxima vez —se disculpó Gabriel.
— ¿Oh? No, no, qué va. No pasa nada, al contrario. Me hizo gracia. Me encanta The Who.
—Ah. Bueno… Je, je.
El vecino buenorro se encogió de hombros, puso cara de póker y por un momento pareció tomarse tiempo escogiendo las palabras que diría a continuación.
—Bueno, no sé… no sé, si… si te apetece pasarte a escuchar música alguna vez… acabo de pillar uno de mis singles favoritos y… algo más —acertó a decir, con la devoción de quien atesora una reliquia.
—Ahm. ¿Un single de The Who?
—No. De Smashing Pumpkins.
Gabriel volvió a reír. Por debajo del escritorio se le aflojaron las piernas.
—Smashing. A esos también… también los escucho a menudo.
—Y tanto que los escuchas, ya lo sé —asintió Iván, riendo a su vez—. Los amo. Aunque Corgan canta como un gato sangrando.
—Ja, ja, ja. Tienes toda la razón. Pero James Iha… ese tío es el mejor guitarrista del mundo, después de Brian y Slash.
No podía creer Gabriel que estaba teniendo aquella conversación sobre grandes leyendas del Rock y la música en general desde la ventana.
— ¿Brian? ¿Qué Brian?
—Brian May —contestó al momento— No va a ser Bryan Adams.
—Brian May —corroboró Iván. Luego hizo una pronunciada reverencia al aire, como si tuviera al genio delante, y volvió a sonreír—. Va, venga. Pásate ahora. ¿Te animas?
Las rodillas de Gabriel temblaron. ¿Qué carajo era eso de “pásate ahora”? Eso jamás lo decía nadie, nunca. La mayoría de las personas dirían “pásate algún día”, o “ya nos veremos”, pero no “pásate ahora”. ¿Cómo diablos se supone que uno contestaba a algo así? ¿Cómo diablos podía negarse uno a algo así, por tímido patológico que fuese?
—Estaba… estaba… —“Preparando un examen de química” fue a decir. “O intentándolo al menos, hasta que te miré el culo mientras bajabas la puta basura” —. A la mierda, sí. Pero… ¿seguro? ¿Ahora?
—Ahora es perfecto. La bruja no está en casa y mi padre tampoco.

Resultó que Iván era muy majo y estaba mal de la cabeza. El vecinito buenorro no defraudó a Gabriel en eso ni en ningún otro sentido.
A Gabi le hubiera gustado tener tiempo de darse una ducha antes de ir a visitarle, por lo menos… porque, en realidad, una de aquellas dos excepciones a la circunstancia de no querer ver a nadie aquella tarde era, de hecho, su nuevo vecino. Él mismo no tenía explicación para ello, pero tampoco se machacaría la cabeza en pos de comprenderlo, porque sabía de estas tesituras vitales que eran absurdas en apariencia y, sin embargo, tenían una lógica aplastante de fondo. Iván era casi un completo desconocido para él, y él era casi un completo desconocido para Iván (salvo en lo referente a gustos musicales a través de la pared, por lo visto); ¿podría haber, acaso, algo más estimulante y liberador en el mundo que charlar de todo y de nada, de música o de lo que fuera, con un completo desconocido que se la ponía medio dura? Demonios, no. Ni siquiera una anilla metálica bailando sobre letras en una hoja de papel. Ni siquiera una paja en el baño pensando en Tárel.
Pasaron una tarde muy agradable, salvo por la última media hora que compartieron.

Iván llevaba una camiseta hippy de estas que se hacen decolorando el tejido con lejía tras retorcer nuditos, de color amarillo que se mezclaba en círculos concéntricos con un rosa bastante estridente. Le contó que era Rossela –alias “la bruja”– quien hacía aquellas camisetas, para venderlas en el mercadillo a las afueras de la ciudad. Ella no era su madre, sino solamente la mujer que se había casado con su padre, y se notaba que Iván no le tenía mucho aprecio aunque le gustaran sus camisetas.
Pusieron música. Skid Row, Manowar, Weezer y otros, sin olvidar el famoso single de los Smashing, que resultó ser “Disarm”. Escucharon a Les Luthiers diciendo “querido tío Oblongo”, tomaron un par de botellines de cerveza y se fumaron tres canutos. Al parecer, cuando Iván dijo que había pillado un single “y algo más”, con “algo más” se había referido a hierba.
Antes de comenzar a tener los ataques de risa floja que definitivamente desbarataron sus defensas, Gabriel controló lo bastante como para mantener cierto disimulo al estudiar bien el rostro y el cuerpo del simpático vecino. Nariz larga y ligeramente aguileña, como la de Lucas-Sandokán; ojos azules donde podía uno perderse, a riesgo, eso sí, de quedar enredado en las pestañas tupidas y largas como patas de araña. El cabello negro lo llevaba peinado con raya en medio, recogido en una coleta tan irrisoria por lo pequeña como cuidadosamente desordenada. Barba de tres días al estilo náufrago completaba el conjunto, enmarcando la boca grande que no escondía unos dientes perfectos cada vez que sonreía. Ah, lamentablemente, Gabriel no tuvo las luces para darse cuenta de que se le enganchaban los ojos en esa boca con demasiada frecuencia, y no sólo porque le interesara la conversación.
Conversación que, por otra parte, no tuvo desperdicio, sobre todo a medida que los porros caían y los botellines mermaban. Menudo elemento era el tal Iván. Comenzaron hablando de bandas y de temas más o menos neutrales, para pasar luego a la familia, terminando sin saber cómo disertando sobre conspiraciones alienígenas, fenómeno O.V.N.I y hasta el puto Triángulo de las Bermudas. Considerando el rumbo que tomaba la charla, a Gabriel no le supuso ningún problema decir:
—Oye… ¿Has tenido alguna experiencia con fantasmas?

Jan
Ya no estaban muertos de risa recordando al “querido tío Oblongo”. Incluso Gabriel llegó a tener la extraña sensación, tan repentina como inquietantemente familiar, de que un amigo de otro mundo le observaba mientras él escuchaba a Iván. Y es que, sin saberlo, había dado en el clavo con aquella pregunta.
—Pensarías que estoy loco si te lo cuento —había dicho su vecino.
— ¿Más loco de lo que ya veo que estás? No lo creo.
En efecto, Iván había tenido lo que bien se podrían llamar “experiencias con fantasmas”. Mucho más directas y físicas de lo que hubiera querido, de hecho, o eso se desprendía de su discurso.
—En realidad no es fácil para mí, porque aún va y viene —relató, apurando la última cerveza—. Todavía no se ha ido del todo, ¿sabes? No sé… no sé bien lo que quiere de mí.
Gabriel tragó saliva.
— ¿Crees que quiere algo de ti?
—Claro. ¿Por qué vendría, si no? La última vez estuvo aquí mismo, en esta habitación. Las puertas de ese armario se volvieron locas, abriéndose y cerrándose solas —dijo, apuntando con la barbilla al ropero empotrado.
— ¿Te estás quedando conmigo?
—Para nada. Ya quisiera que fuera una broma.
—Dios. —Gabriel por un momento no supo qué creer ni qué decir. Sin duda, fuera verdad o no, aquello era más fuerte que una anilla de llavero tonteando con letras. Mucho más. Aunque también pensó que, bueno, a saber qué mierda se había metido su vecino para terminar viendo aquel baile de puertas en el armario.
—Te dije que pensarías que estoy loco. —Iván sonrió con un deje de tristeza—. Sabes, es una historia larga. Nosotros éramos… bueno, cuando él estaba vivo, él y yo…
—Espera. ¿”Cuando él estaba vivo”? Entonces, ¿sabes quién es?
—Pues claro que sé quién es. Es Jan, mi mejor amigo. Bueno… lo fue.
Jan se había matado delante de Iván, según le relató este a Gabi. Una muerte absurda, estúpida y cruenta donde las hubiera. Había ocurrido en el garaje de su antigua casa, con las luces apagadas, mientras ambos jugaban a “luchas en tinieblas” haciendo el tonto con una navaja de Lucas-Sandokán. No debía de tratarse de cualquier cuchillita, porque Jan se había rajado el cuello por accidente al tropezar, seccionándose de inmediato la arteria carótida. En lo que tardó en venir la ambulancia, se había desangrado a los pies de Iván.
—Aún le echo muchísimo de menos. Y, aparte de eso, desde que él murió, mi vida se convirtió en un infierno— admitió Iván—. Mis padres se separaron, y mi viejo conoció a esa bruja que ya tenía dos hijos. Nos mudamos de ciudad, todos juntos, y de algún modo perdí al resto de mis amigos también. Repetí curso dos veces y me expulsaron del colegio privado al que mi viejo estaba empeñado en llevarme. Volvimos a mudarnos de nuevo, conocí a mi novia, y a los seis meses de relación me la pegó con un tío que le daba clases particulares. —Se echó a reír, desviando la mirada. Sentía que, de algún modo torticero que no alcanzaba a comprender, todas sus desgracias habían tenido que ver con Jan, o al menos se habían desatado desde la muerte de este. No se veía Iván a sí mismo como la mejor persona del mundo por pensarlo, pero no lo podía evitar—. Todas las relaciones que he empezado se me han jodido. Voy por la vida dando tumbos y de mal en peor, te lo juro. Ahora nos hemos vuelto a mudar otra vez, por el trabajo de mi viejo. Si no fuera por la hierba, no sé qué pasaría conmigo. Me caes de puta madre, The Who, pero, honestamente, te diría que no te acercaras mucho a mí. Me da miedo que nos hagamos amigos y se te pegue mi mala suerte.

Viernes, 7 de junio de 1996
La segunda vez

A Gabriel también le caía de puta madre Iván. Y se quedó muy afectado con aquella última parte de la conversación. Se quedó tan afectado, de hecho, que hizo lo posible por olvidarla.
Al día siguiente, el viernes, accedió a salir con su grupo de amigos. “Sólo para airearse un rato”, se prometió, porque lo cierto era que el examen del lunes lo llevaba de culo. Pero ya se sabe lo que pasa cuando uno tiene dieciséis años y dice que “sólo saldrá un rato”.
Habían quedado los siete en la puerta del supermercado. Virginia, quien ya tenía edad legal para beber, adquirió un par de litronas, dos bricks de tinto de la peor calaña y dos botellas de “Rioco”, la Coca-Cola de marca blanca allí.

El botellón fue, como casi siempre, en el descampado al otro lado de la calle, junto a la fábrica abandonada, donde cada fin de semana se juntaban tres cuartas partes del alumnado del instituto para beber. Pocas veces la policía hacía redada para pedir carnets de identidad por allí, quizá porque, en definitiva, aquella era una zona alejada del núcleo urbano y no había riesgo de molestar a las personas en sus casas.
Lo cierto es que fue una noche un tanto accidentada. La pobre Vir se tropezó nada más poner un pie en el descampado, cayó por un terraplén, se hirió y se torció el tobillo, aunque lo que más le jodió fue el siete que se le hizo en la falda.
Cuando ya llevaban un buen rato sentados bebiendo, a Jesús no se le ocurrió otra cosa que lanzar un pedrusco por encima de la tapia a su espalda y, al instante siguiente, se oyó un alarido al otro lado digno de una garganta infernal. Apareció entonces, como si saliera de la nada, un tío dando voces y sangrando por la cabeza, preguntando por el hijo de puta que le había lanzado el adoquín que traía en la mano. El pobre Jesús se había quedado blanco como la cal; él era un pedazo de pan, jamás se metía en peleas ni movidas, ni mucho menos pensaría siquiera en partirle la cabeza deliberadamente a semejante morlaco. Si Vir y Zoe-Sowi no llegan a camelarse al malabestia de la brecha, Jesús habría terminado con los dientes de diadema en el mejor de los casos, como poco.
Cuando salían por fin del descampado para ir a la zona de los baretos, Varu sacó un cojín de la mochila –nadie allí tenía la menor idea de por qué diablos llevaría a cuestas un cojín de su sala de estar–, se lo puso en la cabeza y cantó “soy un pino de navidad” delante de una pareja de agentes de la policía local que patrullaban por allí. Se lo llevaron al ambulatorio para inyectarle vitamina B-12 porque, además, echó la pota ahí mismo.
Como colofón, apareció el hermano de Gloria –Manuel, un año menor que ella- para decirle que sus padres habían tenido una discusión terrible, que su madre se había ido a casa de la abuela con la maleta hecha y su viejo no daba señales de vida.
Tárel había ofrecido inmediatamente su teléfono móvil, dando por hecho que el padre de Gloria –ejecutivo con pasta- tendría uno. Por si quería llamarle, dijo. Pero Gloria no parecía muy preocupada por su viejo, seguramente porque no era la primera vez que este salía de casa en estampida. Así que agradeció el gesto de Tárel, pero le respondió que no hacía falta.
—Va, Manuel —apaciguó a su hermano— Tranquilo, ¿vale? Vamos a casa ahora, ¿sí?
Era gracioso que Manu, tan preocupado, parecía de golpe mucho más chiquito que su hermana, como si en realidad no se llevaran solamente un año de diferencia sino cuatro o cinco. Tal vez su constitución física tampoco ayudaba demasiado, porque, desde luego, Manuel era cualquier cosa menos un tiarrón. Bajito, delgado como un silbido, con el cabello corto y rubio casi blanco, y aquella piel que jamás perdonaría el sol, ni siquiera en los meses de mayo y junio, ni siquiera con kilos de filtro protector sobre la cara.
—Pero aún falta mucho para que pase el búho de la 1,00.
—No, no. No iremos en bus, iremos dando una vuelta. Iremos todos.
Manuel sonrió. A diferencia de Gloria, él no tenía tan claro que su viejo no fuera a volver aquella noche, pero bueno, si lo hacía, daba igual. Le caían muy bien los amigos de su hermana; se llevaba genial con ellos, más que nada porque él mismo era un encanto que se portaba lo mejor que podía con todo el mundo. Le seguía habitualmente el rollo a Varu, por lo menos lo bastante como para reírse a carcajadas con él; mantenía conversaciones filosóficas con el reposado Jesús, picaba cariñosamente a Zoe y a Vir. Con Tárel se llevaba increíble, tal vez porque Tárel y Gloria estaban muy cerca y, aunque ellos insistían en que no eran pareja de cara al resto del mundo, pasaban juntos muchísimo tiempo. Las partidas al Mario Kart y al Street Fighter que se echaban Tárel y Manu en la consola eran casi tan legendarias como las victorias de uno y de otro. Y con Gabriel, qué decir. Hasta habían compartido Manuel y él trabajos ilegales de verano, sin contrato y cobrando en negro para limpiar piscinas, intercambiándose los turnos a fin de cubrir las diferentes urbanizaciones de la zona. Por eso, en aquel momento, Manuel exhibía una sonrisa que iluminaba su carita de niño y contestaba:
— ¡Ah! De puta madre. Quedaos a dormir —no vaciló en añadir, viendo además lo perjudicado que estaba el pobre Varu, y dando por hecho que este no querría que nadie llamase a su padre. Con suerte, el pobre tipo reviviría un poco durante la media hora larga que duraría la caminata.
Virginia seguía jodida con su tobillo torcido, pero no quiso quejarse, aunque durante el camino se apoyó en Gabriel y en su hermano para andar sin cargar en lo posible el peso sobre el pie dolorido.
La noche fue accidentada, sí. Pero lo más desastroso que pasó, al menos para Gabi, fue aquel morreo que se dieron Tárel y Gloria mientras caminaban abrazados por delante del resto del grupo, de pronto agarrando a comerse la boca sin dejar de andar. Lo hicieron a la vista de todos y nadie se sorprendió, porque, por mucho que ese fuera el primer beso que ellos se daban en público, su relación era un secreto a voces. No había más que mirar cómo Tárel estaba pendiente de Gloria en todo a cada momento, o cómo le acariciaba el brazo con cara de gilipollas a las tres de la mañana.
Si mal no conocía cómo respiraban ambos, Gabi estaba seguro de que, incluso después de aquella noche, tanto uno como otro seguirían negando a ultranza que eran pareja. Perfectamente claro tenía que eso de negarlo todo no era cosa de Tárel, ¡claro que no! Conocía a su colega lo bastante para saber que él no tendría ningún problema en admitir que Gloria era su novia; de hecho, probablemente, hasta presumiría de ello a su habitual manera distraída, encantadora y sutil. Y realmente a Gabriel le importaba un pimiento que lo admitieran o no, que lo llevasen en secreto o en abierto, pero, en aquel momento, sencillamente no esperaba que se dieran el lotazo, y eso… bueno, ver eso le dolió.
Ah, mierda. Ojalá hubiera sido Tárel –y no un supuesto ente del más allá-, ojalá fuera Tárel el que le mirase a los ojos un día para decirle “tú, tú, tú”. Pero eso no pasaría ni en los mejores sueños de Gabi, porque Gabi sabía perfectamente que, primero: Tárel no era bisexual ni gay y, segundo: Tárel estaba enamorado hasta las trancas de Gloria la rarita.
“Tú, tú, tú”. De nuevo no podía dejar de pensar en la anilla danzando sobre las letras. Mierda, leer aquello se había sentido bien… se había sentido tan bien, tan re jodidamente bien que ahora le subían unas estúpidas ganas de llorar sólo por recordarlo. Si tan siquiera hubiera aprovechado para contárselo a Iván cuando tuvo ocasión, mientras hablaban de experiencias paranormales entre las cuatro paredes de la habitación de este; si al menos lo hubiera desahogado, tal vez ahora no tendría ese “tú-tú-tú” tan clavado, tan alojado profundamente dentro de sí. Porque era absurdo; era terriblemente absurdo sentirse de golpe tenido en cuenta, considerado y de alguna forma “amado”, elegido por un ente que te decía precisamente lo que necesitabas oír –o leer-, cuando todo te iba de puta pena y nadie lo sabía. Era absurdo del todo, sí.
Mirando el tema desde la perspectiva de que era un sinsentido encontrar refugio en algo inexistente, lo cierto era que Gabi tampoco tenía nada que perder. Ni a nadie tenía por qué importarle en qué buscaba él sus oasis privados de sosiego personal. Y no había otra perspectiva posible para mirar el asunto, así que, por eso, aquella madrugada, Gabriel le dijo a Vir:
—Oye, Virgi. ¿Quieres hacer otra vez lo de la oui-ja conmigo?
Se habían quedado prácticamente a solas en el piso de la familia de Gloria y Manuel. El niño nórdico-cristal se había ido a la cama, su hermana había desaparecido con Tárel en su propio dormitorio (Gabi prefería no pensarlo), Zoe y Varu se habían quedado dormidos en el sofá del salón, y Jesús estaba, increíblemente, haciendo unos espagueti en la cocina. Unos espagueti a las tres y cuarto de la madrugada, bueno, todo correcto considerando que para él su estómago no tenía horario.
—Ah, ¿en serio?
Vir se sorprendió un poco por la petición de Gabi. En realidad no tanto por la petición en sí, sino por lo que veía implícito en ella. La mirada de su amigo mostraba una llama de esperanza cuyos motivos ella no acertó a descifrar. Gabriel se esforzaba por ocultar las ganas reales que tenía de volver a jugar, pero aquel resplandor en sus ojos le delataba.
Bueno, si al final nada de eso era real, ¿qué podía pasar? Si en definitiva el juego no pasaba de ser un mero entretenimiento, no muy diferente a las partidas que se echaban en la videoconsola, ¿qué tenían ellos que temer? Aunque quizá… quizá estaban subestimando aquella “partida”, y tal vez, sólo tal vez, todo era real a un nivel que ellos no podían tan siquiera imaginar. Virginia sopesaba esto como una posibilidad, ciertamente mínima pero existente. Sin embargo, también ella había quedado intrigada desde aquella sesión de oui-ja en el jardín… así que Gabriel no tuvo que hacer mucho esfuerzo para convencerla.
—Supongo que no tendrás la tabla —le dijo él.
—Ah. Eso no es ningún problema, podemos hacer otra —respondió ella al momento. Ahí mismo, sobre la mesa del comedor, estaba la mochila que Manuel llevaba al instituto y, justo al lado, una pila de cuadernos. Perfectamente podrían arrancar una hoja de alguno de ellos y volver a escribir en ellas las letras, los números y todo lo demás—. Lo que pasa es que esto no es muy bueno hacerlo solamente dos personas, Gab. Y, por cierto, por favor, nunca se te ocurra hacerlo tú solo, ¿mm? —añadió, queriendo creer que la posibilidad de que Gabriel hubiera pensado en esto era remota.
—Oh, no. Yo solo no lo haría. Pero, entonces, ¿entonces no se puede hacer entre dos?
Vir esbozó la sonrisa cómplice de quien está dispuesto a jugar con fuego a hurtadillas, al menos por un rato.
—Bueno. Por poder, entre dos se puede hacer. Pero tenemos que tener cuidado.
Gabi soltó una carcajada queda.
—Vale. Pues tendremos cuidado entonces.
En esta ocasión no habría borrachos jodiendo la marrana, así que lo harían bien. O, al menos, de forma mucho más coherente, más decente que la primera vez.
—Lo que no tengo es la anilla —dijo ella.
—Ah. ¿Esta sirve? —inquirió Gabriel, sacando del bolsillo las llaves de su casa y mostrándoselas a Vir.

La anilla era perfectamente apta, incluso un pelín más grande en diámetro que la que habían utilizado en el jardín. La hoja cuadriculada del cuaderno de Manuel también sirvió, por descontado. Jesús regresaba de la cocina con un plato de pasta cuando ellos ya tenían lista la tabla sobre la mesa del comedor, todo cumplimentado adecuadamente, hasta el dibujo de la luna y el sol que tanto le gustaba a Virginia.
—Oh. ¿Vais a hacer eso otra vez? —Jesús se quedó mirando la hoja de papel con la anilla ya colocada en el centro, y luego suspiró sin sonreír—. No sé si sabéis que la gente se engancha a estas cosas. Es el peligro que tiene —añadió—, peor aún que los fantasmas en sí.
Algo le preocupó de golpe al ver a su hermana y a Gabriel a punto de comenzar de nuevo aquel juego, y no supo exactamente qué era. No le gustó nada y se le notó, pero, más allá de dar su opinión, él no se metería. Después de todo, no era ni mucho menos el tipo de persona que le decía a la gente lo que tenía o no tenía que hacer. Y ya había sufrido bastante, en cualquier caso, con el susto que se había pegado al partirle la crisma al morlaco por accidente, como para meterse ahora en discusiones. Fue a sentarse en uno de los sillones junto al sofá donde dormían Varu y Zoe, colocando el plato de espagueti en la mesita de café que había frente a la tele apagada, y empezó a comer en silencio, sin querer saber nada.

A los pocos minutos de colocar Vir y Gabi los dedos sobre la anilla, esta se movió contundente hacia el “hola” y comenzó a trazar círculos en torno a la palabra recuadrada, como si el espíritu parlante les hubiera echado de menos y no cupiera en sí de gozo al volver a contactarles.
“Hola”, contestaron ambos al unísono.
A Gabriel se le escapó una pequeña risa quebrada. Volvía a tener la inexplicable sensación de que le saludaba un viejo amigo, así que, casi con toda certeza, supo que la presencia era la misma que la de la primera vez. Eso, si existía tal presencia y no era una jugarreta mental todo aquello, claro. Ah… en verdad, creer en ello era tan tentador como creer en los reyes magos o en el País de las Maravillas.
La anilla abandonó la palabra “hola” tras cercarla unas cuantas veces más. Con inusitada fuerza desde el principio, describió una línea recta hacia Virginia, presumiblemente a modo de saludo, aunque se detuvo respetuosamente al borde del papel. Al segundo siguiente, se movió hacia Gabriel con entusiasmo, esta vez sobrepasando la frontera de la hoja y desplazándose sobre la mesa del comedor hasta él, “invadiendo” su espacio, de igual forma que había hecho la primera noche en el jardín de Virginia y Jesús.
—Hola —se obligó a saludar Gabi.
“Hola”.
“T-U
T-U,
T-U.”
— ¿Quién eres? —inquirió Virginia— ¿De qué conoces a Gabriel?
“I”.
“I”.
“P…O…
P… O…
P… O…
P… O.”
— ¿I? ¿Es esa la primera letra de tu nombre?
El aro metálico detuvo abruptamente los círculos que describía de la P a la O, para dirigirse a la palabra “No”.
“I… L… O…
Virginia y Gabriel intercambiaron una mirada interrogante por un momento, mientras ella pronunciaba cada letra que el aro señalaba. Los movimientos de la anilla eran de algún modo indecisos y suaves, no tan rotundos como cuando se había desplazado en línea, pero en ningún caso se percibían débiles o faltos de fuerza.
“I – L – O – V – E – U.”
— ¿Eh?
—Vaya… —rio Gabriel por lo bajo—. Qué internacional…
— ¿Eso se lo dices a Gabi? —preguntó Virginia divertida—. ¿O me lo dices a mí?
Ah, también ella se dirigía a aquella cosa como si estuviera charlando con un colega, percibió Gabriel. Eso le relajó, porque sabía bien que Virginia tenía intuición y conocimiento sobre estos temas. Si acaso hubiera algo amenazante o negativo en aquel juego, ella lo percibiría inmediatamente, ¿verdad?
“G – A – B – I.”
“P – O,
P – O,
P – O,
P – O.”
— ¿Oye, qué diablos es lo de “po-po-po”? —inquirió Gabriel en un susurro. Se dirigía a Virginia, pero fue el ente de la anilla quien respondió.
“E – S – E – S…
N – A – D – A”.
Ambos rompieron a reír sin poder evitarlo. Estaban nerviosos, excitados; Gabriel aun en shock por lo de ese “I love U” sin paños calientes, aunque no lo admitiría.
— ¿Nos estás vacilando? —preguntó Vir.
“No.”
“S… E”, “No”.
— ¿Cómo que “no sé”? —insistió ella, sin darse cuenta riendo como quien está coqueteando—. Eres un vacilón.
—O una vacilona —terció Gabi.
“No”.
—O una vacilona, es verdad. ¿Eres un chico o una chica?
“J… A,
J… A,
J… A”
—Vale, se descojona —Gabriel sacudió la cabeza y soltó una carcajada. De pronto deseó tener una copa a mano para procesar que aquel espíritu le caía cada vez mejor. Le caía tan de puta madre que deseaba en serio que en verdad existiera, que estuviera ahí con ellos ahora como un coleguita más aunque no pudieran verlo. Era lógico que hasta inconscientemente le estaba agradecido; ¿cómo no estarlo, si le había hecho olvidar que Tárel y Gloria estaban juntos en el dormitorio probablemente besándose y metiéndose mano?
— ¿Se descojona? —inquirió Jesús, quien había estado poniendo oreja desde la zona frente al televisor. Apartó el plato vacío y manchado de tomate para girarse a mirarles, arrellanándose en el asiento y pasando las gruesas piernas sobre uno de los brazos del sillón.
—Sí —respondió Virginia, contagiada por la risa de Gabriel y encogiéndose de hombros.
— ¿Y ha dicho ya cómo diablos se llama?
—Pues no. Todavía no. A menos que su nombre sea “Po-Po”, “Ji-Ji” o “Ba-Ba”.
—Ja, ja, ja —Gabriel rio con ganas sin despegar el dedo de la anilla—. Puto crack.
—Venga, en serio. ¿Cuál es tu nombre?
El aro danzó en círculos como si también riera, y sólo detuvo su baile cuando Gabriel preguntó con suavidad inusual:
— ¿Cómo te llamas? Por favor, dínoslo.
El aro se desplazó en respuesta, escogiendo una letra tras otra, ciertamente mucho más lento que antes pero sin el menor atisbo de vacilación. Gabriel tuvo que sellar los labios para no proferir un juramento.
“J… A… N”.

Sábado, 8 de junio de 1996
La tercera vez

De sobra sabía que no era aconsejable jugar a la oui-ja solo. No habría hecho falta ni que Vir se lo dijera; esa información circulaba por todas partes, hasta estaba en las películas. Y lo cierto era que a Gabriel no se le había pasado por la cabeza intentarlo… hasta aquella tarde.
Eran las cuatro y media, y estaba de los nervios. No había pegado ojo apenas la noche anterior, en casa de Gloria. No había conseguido comer tampoco, y de estudiar ya mejor ni preguntarle.
Tenía la cabeza a estallar de dudas. Pensaba en Iván. Pensaba en Jan. En aquel baile de anilla sobre letras que en realidad era una risa (“ja, ja”) tanto como el inicio de un nombre. Y esos círculos de la “P” a la “O”, de la “J” a la “I”, cuya marca energética estaba empezando a poder recordar en la memoria de su propio cuerpo. Como cuando, de niño, se acostaba en la cama después de haberse bañado durante horas en el mar y, tumbado sobre el colchón, seguía sintiendo la huella en movimiento de las olas surcándole la espalda, la nuca, la parte posterior de las piernas.
Era terrible que el ente hubiera escrito “Jan”. Era terrible porque, para empezar, aquello confirmaba la existencia del ente. Porque Gabi tenía claro que él no había movido la jodida anilla, y, desde luego, Vir no tenía la menor idea de quién era Jan. Era todo demasiado fuerte para ser considerado una simple casualidad, por otra parte.
Era terrible que el ente hubiera escrito “Jan”, porque eso no tenía ningún pajolero sentido pero, al mismo tiempo, de algún modo, le daba sentido a todo. Gabriel se vio pensando si acaso existía el destino; si acaso era todo mera causalidad, y por alguna razón era que él mismo había conocido a Iván.
Iván estaba jodido, muy jodido. Tal vez su vecino no lo admitiese fuera del estado de embriaguez o sin drogas en la sangre, pero lo estaba. Y, quizá, Jan tenía algún mensaje. Quizá nada de lo ocurrido había venido simplemente por azar.
Estaba desesperado. De milagro había logrado eludir la tentación de agarrar el fijo inalámbrico para llamar a Virginia. Y presentarse en la casa de al lado para ver a Iván era una tentación aún más fuerte. Quizá Vir sabría sobre causalidad, destino y rollos de esos. Pero algo le decía que lo mejor que podía hacer él era callar. Sentía, como absurda certeza, que si abría la boca podría meter la pata hasta el fondo en algo muy delicado que desconocía, aparte de traicionar a Jan. Visto así, era Jan el único que podía ayudarle en esto. Así que Gabi respiró hondo, puso The Who a toda pastilla, arrancó una hoja de su cuaderno y se puso a escribir.
“A, B, C…” Su letra no era tan bonita como la de Vir, pero serviría igual. Usaría la misma anilla que en casa de Gloria, porque esta vez se había asegurado de llevársela con él.
Una vez confeccionó la tabla –idéntica a la de Vir, pero sin luna y sin sol-, se sentó con las piernas cruzadas a lo indio sobre la cama, y la colocó frente a sí encima de la colcha. Se le había ocurrido poner, lo mismo que hizo su amiga, un libraco por debajo del papel para que la anilla se pudiera desplazar sin problemas; en su caso había sido “Monstruos, dioses y hombres de la mitología griega”.
Respiró profundamente una vez más. Colocó ambas manos sobre la anilla, apenas rozando el metal con la punta del dedo índice de cada una de ellas. Cerró los ojos. Le pareció notar una perturbación en el aire que le rodeaba, justo antes de abrir la boca para hablar.
—Jan. ¿Estás ahí?
¿Para qué iba a preguntar si había alguien, pudiendo llamarle directamente?
La anilla tardó unos segundos en moverse. Pareció que al principio le costaba un poco, pero, tras describir unos cuantos círculos sobre la amplitud del tablero, se elevó hasta la palabra “Hola”.
“Hola”.
“Hola”.
“Hola”.
—Jan…
“T-U, T-U. T-U, T-U.
P… O,
P… O,
P… O,
P… O,
P… O,
P… O… Y
O… P
P- O- P- O- P- O”.
—Jan, oye. Tú… Tú sabes que Iván vive aquí al lado. Lo sabes, ¿verdad? Me refiero a… —Gabriel se concentró en el hermoso rostro del náufrago oji-azul, como si pudiera transmitirle la imagen a Jan de forma telepática—. Me refiero a tu amigo. Iván.
“I… V… A… N… I… V… A… N… I… M…P…O…
—… ¿Impo…? —leyó en voz alta cada una de las letras— ¿Importante? ¿Iván, importante?
…P… O… P… O…”
“Sí”.
— ¿Tienes algo importante que decirle a Iván? ¿Es eso?
El aro continuaba trazando círculos sin detenerse, como si el ente que provocaba su movimiento estuviera o bien remoloneando o escuchando a Gabi con toda su atención. Desvió su trayectoria solo para hacer la maniobra habitual, desplazándose hacia el cuerpo de Gabriel, saliéndose del papel e incluso del borde del libro.
—Jan…
Gabriel tragó saliva. Se sintió muy fatigado de pronto, y también triste, sin saber muy bien por qué. Tal vez simplemente era triste la propia historia de Jan, la historia de Iván, el modo en el que habían terminado las cosas… Por no hablar del modo en que las cosas estaban ahora, en el momento presente, para su vecino.
Desde la minicadena, empezó a sonar la siguiente canción en aquel remix (“Jesúmix”) que le había grabado Jesús en una cinta hacía unos meses: “I remember you”, de Skid Row. Eso tampoco ayudó. Y mira que había escuchado aquel tema borracho mil veces, coreándolo con Virgi, Varu y los demás, y nunca le había producido tristeza, pero ahora sin embargo le partía el corazón. Se lamió los labios y gracias al sabor salino que notó en la lengua se dio cuenta de que estaba llorando.
—Jan… Siento… siento tanto que murieras. De verdad. Lo siento… Lo siento mucho.
La anilla no “dijo” nada. Continuó desplazándose en círculos, inexplicablemente como si en cada giro siguiera el ritmo de la canción. Parecía de hecho, estar bailándola con Gabi.
—Y-yo… yo quisiera… quisiera haberte conocido. —Gabriel trataba de no sollozar, pero sentía un nudo apretado en la garganta que de pronto dolía demasiado. De alguna forma, sentir a Jan era como sentir a la muerte muy cerca… era como sentir todo lo que este había perdido, condensado allí mismo en su propia habitación. Todo lo perdido que ni él mismo sabía, y también lo que sí sabía: la vida misma, el cariño de Iván, la sonrisa de Iván, la amistad de Iván—. Fue… fue muy injusto lo que os pasó. Tenías toda la vida… todo por delante. ¿Cuántos… qué edad tenías cuando…?
El aro concentraba círculos en torno al centro del tablero. Se detuvo un momento y se desplazó despacio al área de los números.
“1…
5”.
—Quince. Joder…
Con la cara llena de lágrimas y las letras bailando ante sus ojos, Gabriel no quiso soltar la anilla ni un momento, ni siquiera para secarse. Quince años. Jan había muerto cuando tenía tan sólo quince años, e Iván… Iván debería de tener la misma edad, o tal vez dieciséis. No sabía exactamente en qué fecha había ocurrido la muerte de Jan, pero su vecino ahora tenía dieciocho, según le dijo, y le habían pasado muchas cosas desde entonces. No sabía tampoco si Jan e Iván tenían (o habían tenido, dios…) la misma edad, pero la verdad era que eso tampoco importaba mucho.
—Oye. Jan, tú… ¿tú querrías…? Yo podría hablar con Iván, si tú quieres.
La respuesta no se hizo esperar, y fue contundente:
“No”.
—De verdad. A mí… a mí no me importa. Iván es un buen tío; no nos conocemos mucho, pero sé que lo es. Esas cosas se saben. Si quieres yo puedo hablar con él y transmitirle eso importante que tienes que d-…
“No”. “No”.
El aro metálico la emprendió en círculos insistentes alrededor de la palabra “no” escrita a la derecha en la tabla.
— ¿No? Pero entonces… no sé, no sé qué puedo hacer por ti…
“T… U,
T…U,
T… U
T… U”.
En aquel instante, Gabriel sintió una especie de vórtice energético rodeándole y erizándole la piel, no de manera precisamente desagradable. Los brazos y las piernas comenzaron a hormiguearle, y tuvo la sensación de estar vibrando, casi flotando sobre la cama donde estaba sentado.
“I… L… O… V…
I… L… O… V… E… U… G… A… B… I… G… A… B… I”.
—Mierda, Jan… ¿me estás… me estás abrazando?
“S… O… L… O… S… I… T… U… Q…”
En aquel mismo momento, la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso, y tras ella apareció la madre de Gabriel, llevando en la mano derecha el teléfono inalámbrico. Tenía la cara ladeada y casi enterrada en la pila de ropa que sujetaba contra el pecho con el otro brazo, así que no le vio llorar. Gabi tuvo tiempo de ocultar a toda prisa la tabla debajo de un almohadón, pero se vio obligado a soltar la anilla.
—Cariño. Es tu amigo Tárel —le dijo ella, aventurándose más allá de la puerta con un pasito lateral para no desequilibrar la torre de ropa, estirando el brazo para darle el teléfono.
Sin mediar palabra, mientras su madre volvía a marcharse, Gabriel se colocó el aparato contra la mejilla y contestó irritado.
— ¿Qué?
Al otro lado respondió la apacible y tranquila voz de Tárel. Sonaba como habitualmente, igual que si este estuviera permanentemente fumado y hablando desde algún paraíso caribeño. No dejaba de ser irónico que, en cuanto a drogas, era con diferencia el más “sano” del grupo; lo suyo era un estado natural de paz, envidiable para Gabriel, casi etérea y propia de un monje tibetano. Ya podía desintegrarse el mundo a su alrededor que Tárel estaría tranquilo, sonriendo y mirando a través de esas gafitas de Clark Kent la vida pasar, con gesto de “tronco, para qué te preocupas”.
—Hey, Gabi, Qué pasa, qué tal.
—Qué quieres.
—Ah… Bueno. Nada, que si te apetecía que quedásemos para estudiar y repasar un poco, ¿cómo te viene? Bah, tío, en verdad es que no entiendo una mierda de lo de los gases ideales y eso. —Estaba claro que realmente le importaba lo más mínimo no entender. Más que probable era que sólo se aburría y quería matar el tiempo un rato quedando con quien le dijera que sí—. ¿Qué tal lo llevas tú?
Gabriel apretó los dientes y gruñó.
— ¿Sabes qué te digo, Tárel? Apáñatelas —escupió con verdadero odio, aun con lágrimas en los ojos. Jamás le había hablado así al que prácticamente era su mejor amigo desde primero de BUP, a ese que le gustaba en secreto desde casi el maldito minuto uno de conocerle. Y no sabía realmente por qué sentía tanta ira de repente contra él, pero le parecía que lo que más necesitaba en aquel momento era arrancarle la puta cabeza—. Y te digo más, deseo que suspendas. Deseo que te vaya de pena en algo ya de una puta vez. Vete a la mierda —le espetó antes de colgar.

Lunes, 10 de junio de 1996
Infestación
Sentía que se ahogaba dentro del aula de Segundo C. Sentía que las paredes se achicaban para engullirle y que el techo, donde titilaban las hileras de tubos fluorescentes irradiando aquel sucio resplandor de pronto tan molesto, se le venía encima. Sentía que él mismo empequeñecía frente a la hoja del examen de química que descansaba en la mesa verde claro ante sí. Experimentaba, por momentos, aquel nudo de angustia en la garganta que le impedía tomar aire y que ya comenzaba a serle familiar.
Había transcurrido casi todo el tiempo reglamentario para la prueba y Gabi iba a dejarlo todo en blanco, pero eso le daba absolutamente igual. Nunca antes en su vida de estudiante había entregado un examen sin haberse molestado en escribir ni una sola coma para contestar las preguntas… pero bueno, para todo había una primera vez.
De soslayo, vio pasar un pedazo de goma de borrar con todas las fórmulas escritas en su superficie, volando en trayectoria de parábola desde la mano de Gloria hasta el pupitre de Tárel en la otra esquina. Este recibió con alborozo la chuleta de última hora, mientras el Geyper, ajeno a todo, leía el periódico en su mesa junto a la pizarra.
Se obligó a desplazar la mirada. A su lado, dos pupitres vacíos más allá hacia la derecha, Jesús se rascaba la cabeza, fruncía el ceño y daba golpecitos inaudibles con la punta del bolígrafo sobre el papel, renegando internamente porque se había quedado bloqueado para no variar. Justo detrás de él, Zoe escribía sin parar, tan furiosamente como si tuviera un motor eléctrico en la mano. Varu, sentado en la primera fila por decreto del Geyper nada más empezar, parecía enfrascado en dibujar algo a lentas trazadas, con parsimonia, como si estuviera ilustrando a mano los problemas de química propuestos en la hoja de examen. Él mismo se sonreía al imaginar lo que diría el profesor: “Álvaro López, tiene usted un rosco como una catedral”, pues solía expresarse el Geyper con ese tipo de florituras verbales. “Aunque le he subido a un 0,5, sólo por el talento creativo y artístico que acompaña a su ignorancia”.
Mordió la parte trasera del boli con ferocidad sin darse cuenta. Le temblaban las piernas y también las manos. Se moría literalmente por salir de allí.
Seguramente todos querrían quedarse en el instituto para contrastar las respuestas de la prueba, o aunque sólo fuera para comentar la hijoputez del Geyperman, tomando el sol en las gradas de las canchas de baloncesto. O, a lo peor, alguien sugeriría un botellón a deshora en el descampado de siempre. Pero él huiría escopetado. En cuanto sonara el timbre, entregaría el examen en blanco, saldría como bala por la puerta y enfilaría directo, a tiro fijo, a la casa de Iván. Sabía que había prometido a Jan no contarle al guapo y loco vecino nada de nada… pero no podía dejar de pensar en su pobre amigo de otro mundo, solo, quizá perdido y atrapado en aquel lugar intermedio entre la vida y la muerte; un lugar que a buen seguro era oscuro y frío, donde ni en sueños llegaría el calor de un abrazo terrenal. Y, al fin y al cabo, sentía que Iván era el único nexo vivo que le unía a él.

El náufrago bello estaba regando las plantas de su porche cuando Gabi llegó a la unidad de dos chalets pareados donde ambos vivían.
— ¡The Who! —le saludó con ceremonia, entornando los ojos azules bajo la luz del sol—. Vaya cara traes. Parece que hubieras visto un fantasma.
Tras decir aquello, rio como si aquella conversación de puertas abriéndose y cerrándose solas en el armario nunca hubiera existido.
Gabriel trató de devolverle la sonrisa y se aproximó al porche, dejando la mochila a un lado para darle un cansado amago de abrazo a su vecino. No se planteó si estaba tomándose demasiadas confianzas al hacerlo; simplemente le surgió así e Iván no le frenó.
—Eh. ¿Estás bien? —le preguntó, distanciándose de nuevo para observarle con ojo crítico—. En serio tienes mala cara, tío.
—Nah. Me duele un poco la cabeza —admitió Gabi. Aunque no le diría al otro que tenía las neuronas quemadas de tanto pensar, y no precisamente en la asignatura de química—. Pero es que vengo de un examen, sólo es eso.
El náufrago sonrió y se retiró de la cara un mechón de cabello impregnado de sudor.
—Ah. Vaya. ¿Y fue muy difícil? ¿Te ha salido bien?
—Sí, fue chungo. Y, bueno. No lo sé. Creo que sí —Gabi no supo realmente si mentía diciendo esto. En verdad, una parte de él (una parte tal vez desconocida para él mismo hasta el momento) se había quedado bien a gusto por darle al Geyper el examen en blanco.
— ¡Me alegro! Oye, pásate y nos hacemos un temilla. —En el idioma de Iván, “un temilla” significaba “unos petas”, claro—. Está la Floppy, pero nos metemos en mi habitación y ya está. He encontrado un libro de Normal Mailer. Es súper guarro —comentó, haciendo un aspaviento—: “Noches de la antigüedad”. Sexo, tetas y coños por doquier, todo en paralelo con la transmigración del alma, eso sí. Vas a flipar.
Gabi pestañeó. Bueno, “tetas y coños por doquier” no era precisamente un tema que fuera de su elección cuando buscaba entretenimiento, ni tampoco estaba de ninguna manera entre sus horizontes culturales, pero se abstuvo de decirlo. Si no se hubiera sentido tan hecho mierda, seguramente se habría echado a reír. Se daba cuenta de que el vecino buenorro no podía ser más heterosexual, pero se sentía demasiado out hasta para pensar “mi gozo en un pozo”.
—Oh, guay —respondió, sin embargo, con todo el entusiasmo que pudo reunir. Deseaba encontrar el momento oportuno para preguntarle a Iván sobre Jan, pero sobre todo quería ser cauto, tener el mínimo tacto y no soltarle nada a bocajarro—. ¿Seguro que no le importará a, ehm… Floppy, que yo vaya?
—Ja, ja. Buah, pues no sé. Pero que se joda.
Entraron a la luminosa cocina. Nada más pasar por la puerta, el cabrón de Iván se despojó de la camiseta, enseñando el estómago típico de porrero tirillas que no había visto un banco de abdominales en años, y lo que Jesús llamaría sin duda “pecho lobo”. Se giró hacia la nevera, mostrándole a Gabi el tatuaje de su espalda (unas letras chinas que bien podrían decir “tonto el que lo lea”, justo en la línea posterior del cuello y bajando entre las escápulas), y le ofreció una cerveza. Eran las doce del mediodía, dijo: la hora perfecta para un aperitivo que no fueran pastitas y té. Cualquiera le diría que no.
Una vez en el segundo piso, dentro de la habitación y a puerta cerrada, Gabi le escuchó pacientemente durante un buen rato. Se daba cuenta de que Iván era locuaz, o, bueno, quizá simplemente tenía ganas de hablar siempre, tal vez porque tampoco nadie le escuchaba a menudo. Mientras el náufrago de ojos azules comentaba la música que él mismo había elegido, liaba un peta y lo encendía, le mostraba el libro de Mailer y charlaba por los codos, Gabriel se concentró lo que pudo en sentir a Jan. Porque, casi seguro, su colega secreto de otro mundo estaba en aquella habitación. No en vano había sido el mejor amigo de Iván antes de morir. Quizá incluso seguiría siéndolo, y no era que Gabi pensara lo contrario, pero el hecho de que Jan se hubiera negado de plano a poner su presencia en conocimiento de Iván le había dado que pensar. Tal vez había alguna razón para eso; algo que a él se le escapaba porque, sencillamente, no tenía toda la información, sino sólo la versión de Iván. Tal vez el náufrago no le había contado toda la verdad sobre lo que ocurrió el día que Jan murió… y, bueno, el hecho era que tampoco tenía por qué hacerlo. Gabriel se preguntaba si, a fin de cuentas, era culpabilidad encubierta lo que había destilado el relato de Iván en la última parte, cuando este le había hablado de que su vida se había torcido en grado máximo desde que su amigo falleció.
Respiró hondo y se obligó a tener los ojos abiertos, asintiendo pero desconectando en lo posible de la incesante charla. Sintió una punzada bajo las costillas, justo por encima del ombligo, y de pronto el aire en el cuarto pareció zumbar durante unos instantes, oscureciéndose en un enjambre de puntos grises más allá de lo visible, volviéndose denso a su alrededor. “Estás aquí”, pensó. Absurdamente, sintió como si algo esbozara una sonrisa en respuesta.

En algún momento mientras ambos estaban arriba, Rossela volvió a casa después de haber ido al supermercado. Parecía cansada, demasiado pálida y débil mientras colocaba con esfuerzo las bolsas de la compra sobre la encimera de la cocina, ayudada por su hija.
— ¿Cómo has encontrado a Iván hoy? —le preguntó con sincero interés, cuidándose de bajar la voz por si el retoño de su marido estaba en casa. Era lo más probable que estuviera, en realidad, considerando la galopante agorafobia que tenía su hijastro salvo para bajar la basura—. No le estoy notando muy bien estos días. Creo que lleva tiempo sin tomarse la medicación, y está fumando muchísimo. Huele la casa a maría que tira de espaldas.
Floppy resopló. Tampoco ella tenía muy buen aspecto.
—Yo no le noto nada bien, la verdad— admitió, tras poner una pesada caja de bricks de leche en la alacena—. Pero ya no quiere hablar conmigo.
—Ay. Qué podemos hacer… —se lamentó Rossela. En su frente se plegó una arruga de auténtica preocupación—. No quiero problemas otra vez, pero tampoco quiero discutir más con Lucas…
Su hija se acercó a ella para oprimirle suavemente el brazo.
—Bueno, mamá. Intentaré volver a hablarle a Ivi, para que al menos se desahogue. Ahora está arriba, en su cuarto, con el vecino.
— ¿Con el vecino?
—Sí. Me pone los pelos de punta ese chaval, por cierto.
—Ah, Flo —suspiró Rossela—. No empieces, pobrecito. Además, está muy bien que Iván tenga amigos…
—No, no. Si no parece mal chico, no es eso.
— ¿Entonces?
—No digo que me caiga mal. Digo que me da miedo —esclareció Floppy—. No sé qué tiene encima, pero me da escalofríos.


—Oye, Iván…
Gabriel aprovechó un momento de silencio en el que ambos se habían quedado pensativos, o al menos relajados tras apagar el primer porro, para, por fin, poner el foco en el tema que le obsesionaba.
—Dime, Pink Floyd. Digo, The Who.
Iván se había acostado en la cama, estirando las piernas y diluyendo la mirada en el techo. Su torso descubierto subía y bajaba en cada profunda respiración, expandiéndose y retrayéndose, los huesos de la caja torácica marcándose a plena amplitud bajo la piel. Si Gabi le hubiera mirado con atención, probablemente se habría dado cuenta de la cicatriz que resaltaba en blanco, levemente abultada, sobre su clavícula izquierda.
—Ah, yo… Bueno, no quiero… no quiero molestarte, ni que te enfades, pero… ¿podrías… podrías contarme algo más… sobre Jan?
Sintió un profundo e inmediato alivio al soltarlo, al exteriorizar el nombre que no salía de su cabeza desde la primera vez que su vecino lo había mencionado. Este frunció el ceño y giró la cabeza para mirarle, buscando contacto visual.
— ¿Sobre Jan? —recabó. Estaba claro que aquella pregunta le había pillado por sorpresa.
Gabriel le rehuyó la mirada, de repente avergonzado. Se sintió mal por, desde el principio, haber querido dirigir la conversación hacia aquellos derroteros. Se veía a sí mismo muy egoísta de pronto, porque se daba cuenta de que Iván necesitaba un amigo que simplemente le prestara atención sincera y no alguien que fingiera estar ahí presente sólo porque en el fondo quería información. Pero sencillamente no había podido evitarlo.
Ahora, después del porro, casi veía nítidamente aquella neblina gris que parecía moverse por la habitación, posicionándose a veces junto a Iván, otras rodeándole a él mismo. Del mismo modo que la veía, podía asimismo escuchar su inquietante crepitar, reverberando en las paredes y haciendo contacto en eco con su propia piel. Y también sentir la presión que, a ratos, le transmitía en el pecho, resonando.
—Perdona. Perdona, no… de verdad, no hace falta. Lo siento, sólo es que el otro día me dejaste pensando, y… pero bueno, olvídalo. Tiene que ser muy duro para ti.
El náufrago sonrió con inesperada picardía.
—Te cuento lo que tú quieras… si me la chupas —replicó, y a continuación soltó una carcajada—. Es broma. Aunque tienes unos labios muy bonitos, The Who, ¿te lo han dicho alguna vez?
Gabi dio un pequeño brinco en el sitio, sentado en el suelo contra la pared opuesta a la cama.
— ¿Te va el rollo gay o qué? —inquirió con cierto pincho de ironía en la voz, como si no le diera la mínima importancia a lo que el otro acababa de decir, a la par que trataba de disimular la brusca reacción que aquellas palabras le habían producido.
—Nah. Era una broma. ¿Qué es lo que quieres saber sobre Jan?
—No sé. —Suspiró. “Todo”, habría podido contestar, de haber hablado con franqueza para dar rienda suelta a su necesidad.
Se removió con cierta inquietud, flexionando las piernas hacia el pecho para abrazarse las rodillas. Comenzó a sentir una sensación rara en las manos, como si algo ardiente le palpitara en las venas y por debajo de la piel; como si tuviera fiebre sólo en ellas, si eso tenía algún sentido.
—Pues tú dirás.
— ¿Cómo es? —dijo al fin, tras un breve lapso de silencio—. Quiero decir, ¿cómo era Jan?
— ¿Cómo era? ¿Físicamente, quieres decir?
Gabi se encogió de hombros.
—Sí. No sé. En general.
Iván volvió a rotar sobre la cama para quedar de nuevo mirando al techo.
—Bueno. Era… divertido. Inocente. —Las palabras parecieron brotar solas desde algún lugar profundo en su cerebro, sin que él tuviera que elegirlas o tan siquiera pensar—. Cariñoso. Le gustan… le gustaban —se corrigió a tiempo con una risa quebradiza—, le gustaban los juegos de mesa. Damas, ajedrez, esas cosas. Solíamos jugar los dos, con… con mi madre.
—Oh. ¿Se llevaba él bien con tu madre?
El náufrago asintió.
—Él no tenía mamá —dijo en voz baja—. Y con su padre no le iba muy bien. Desde que éramos pequeños estaba siempre en casa, con nosotros.
Gabi sintió una punzada dolorosa en el pecho. La palma de su mano rotó hacia arriba en el suelo y sus dedos se curvaron, como si con ese gesto él pudiera apretar la mano de Jan en aquel mismo instante.
—Pobrecito. ¿Estaba triste? —preguntó, sólo porque tristeza era lo que impregnaba el aire que respiraba en ese momento.
—No. No lo sé —repuso Iván—. Siempre parecía alegre, pero, ahora que lo pienso, no lo sé, la verdad. Y ya no podemos preguntarle… ¿o sí? —sonrió débilmente, notando cómo los globos oculares le chispaban y se calentaban desde atrás, dispuestos a humedecerse.
Gabi se mordió la lengua.
—Supongo que no.
—No lo sé.
—Lo dices como si te hubiera hablado alguna vez… —aventuró.
El náufrago se encogió de hombros sin incorporarse.
—A veces siento que lo hace, pero no sé si puedo entenderle. A veces sueño —añadió en voz más baja—. Pero al despertar lo olvido todo. Supongo que los porros ayudan a eso, ¿verdad?
— ¿Tienes alguna fotografía de él?
—A veces temo olvidar su cara —admitió, como si Gabi hubiera pulsado algún resorte oculto con aquella pregunta—. Sí. Tengo fotografías… bastantes, pero están en el sótano, metidas en cajas. Y no quiero abrirlas.
Siguiendo un impulso que no supo muy bien de dónde vino –pero no sofocó-, Gabriel se puso en movimiento entonces, para gatear hasta la cama de Iván y se apoyó de lado contra el borde, mirando al náufrago a la cara. Este giró el rostro hacia él, le sonrió con la mirada perdida, y llevó la mano hasta los labios ajenos, con los dedos extendidos.
—Al final me la vas a chupar, niño bonito —musitó, soltando una risa siseante y algo arrastrada.
Gabi sacó la lengua por puro reflejo para lamerle los dedos. “Hazlo”, dijo entonces una voz que parecía estar dentro y fuera de su cabeza al mismo tiempo. Aturdido, sintiendo cómo crecía de golpe contra los pantalones, se metió en la boca la punta del dedo medio de Iván, cerró los ojos y succionó con ganas, rozando la piel con los dientes a medida que avanzaba hacia los nudillos.

Jueves, 13 de junio de 1996
opresión

Cada mañana le costaba un poco más levantarse de la cama. No era exactamente que se le pegaran las sábanas, sino que la dentellada del cansancio físico era cada vez más acusada en él–cansancio que, paradójicamente, parecía aumentar cada vez que dormía-, y, por otra parte, se sentía psicológicamente incapaz de afrontar la jornada. Estaba agotado, pero además… ¿deprimido? ¿Enrabietado para con el resto del mundo? Aquellas emociones le tenían extenuado, pero es que no era justo. El mundo no era justo, para nada lo era. Que se lo dijeran al náufrago de perdida mirada azul. Que se lo dijeran a Jan.
Si alguien le hubiera preguntado, no habría sabido qué palabras usar para describir lo que estaba experimentando. Pero nadie podría preguntar, así que Gabi ni siquiera buscó la forma de verbalizar la tristeza que le invadía, infinita hasta un punto que no llegaba a comprender. Tampoco pondría palabras en la irritabilidad que le hacía saltar a la mínima y le destrozaba los nervios.
El martes y el miércoles había faltado al instituto porque tuvo fiebre. No mucha, pero sí la suficiente como para librarse de verle la cara a aquellos personajes que se hacían llamar “amigos”. Qué asco. Habría dado la vida por no volver a verles jamás, sobre todo al indolente Tárel -¿cómo diablos pudo estar enamorado de él alguna vez?- y la apestosa Gloria que ni siquiera era capaz de respirar sin hacer trampas. Pero el jueves ya no había podido librarse.
Se incorporó. Le dolía hasta el más recóndito músculo de su cuerpo, no sabía si todavía como efecto colateral a la salvaje sesión de sexo del lunes en la habitación de Iván. Había sido un encuentro ciertamente animal, y eso que no habían pasado a mayores, queriendo decir con esto que se habían limitado a besarse, bajarse los pantalones y propinarse brutales caricias hasta correrse el uno en la mano del otro. No era la primera vez que Gabriel se lo había montado con un tío, pero por alguna razón se había sentido –y aún se sentía- diferente a todo, y no sólo porque hubieran terminado exhaustos. Dios, si hasta había tenido que morder almohada para no gritar. Sólo Gabriel sabía que Jan también había estado allí, mientras ellos se la meneaban mutuamente… y eso no se le hacía bizarro ni antinatural, sino todo lo contrario. Incluso había acariciado la fantasía de si acaso este podría haber penetrado bajo su piel, o bajo la de Iván, sólo por instantes, para poder respirar y sentir el placer del contacto físico. Fuera como fuera, después de aquello se había sentido tan drenado, tan mareado también a causa de los efluvios de la marihuana, que ni recordaba cómo había regresado de vuelta a su propia casa.


Bajo la bóveda de uralita en la puerta del instituto, Tárel sostenía a Gloria abrazada por la cintura mientras respondía a Jesús. Eran las ocho menos cuarto de la mañana y acababan de descender del autobús seiscientos veintitrés, como todas las mañanas en horario lectivo.
—Es verdad que está raro —suspiró—. No fue muy normal lo que me dijo por teléfono. No fue normal en él, quiero decir.
Jesús asintió, con el rostro visiblemente ensombrecido.
—Le he llamado a casa varias veces, pero no he logrado hablar con él.
—Tal vez está enfermo —comentó Gloria, refiriéndose a la razón por la cual Gabriel podría haber faltado a clase en los dos últimos días.
—No sé… —Jesús suspiró. Notaba algo “malo” en todo aquello; algo a lo que ni siquiera podía poner nombre, tal vez contagiado por los comentarios de Virgina al respecto el día anterior—. Mi hermana tiene el presentimiento de que algo va mal.
— ¿Sí?
Tárel saludó a Zoe con una inclinación de cabeza, viendo cómo esta se acercaba a pie tras haber cruzado la calle, comiéndose una manzana.
—Sí. Vir dice que desde que jugamos a la oui-ja en el jardín todo está yendo raro —continuó Jesús—. Dijo que le preguntaría a alguien de su universidad que sabe de esas cosas… una compañera que es mayor y que está metida en ocultismo.
— ¿Ocultismo? —Gloria rio, aunque no porque aquello le hiciera gracia precisamente.
—Bueno, en… en “energías” y cosas así, no sé.
—Mi vieja sabe de eso —comentó Tárel—. Echa las cartas también, como Virgi. Podría preguntarle, si eso.
Tárel tenía una relación excelente con su madre. Tanto era así que ni se le pasaba por la cabeza ocultarle que había presenciado –o participado incluso, si fuera el caso- en una sesión de espiritismo casero días atrás.
—Anda, ¿sí? No sabía. —Jesús miró a Tárel con interés. No conocía a su madre ni siquiera de vista, pero bueno, forzosamente ella tenía que ser una buena persona considerando el amor de hijo que tenía—. Pues quizá sí podríamos preguntarle.
—Ella tiene una consulta en casa —explicó Tárel—. Hace Rei-ki, terapia con cristales de cuarzo y cosas así. Controla de estas movidas, aunque lo de la oui-ja no le gusta.
Al momento de decir esto, justo cuando Varu se acercaba abrazando a Manuel por los hombros para reunirse con los demás en la puerta del instituto, el timbre que señalaba el inicio de las clases sonó. El rostro del niño nórdico-cristal se veía demacrado y sus ojos estaban hinchados y enrojecidos. Había pasado la noche llorando porque su madre no había vuelto a casa; su padre seguía sin aparecer, pero eso era otra historia que ni le preocupaba, ni mucho menos le entristecería de tal manera. A Gloria se le encogió el corazón al verle, y a Tárel también, pero ninguno comentó nada mientras se dirigían camino al aula de segundo C y le observaban a él enfilar hacia primero B. No había rastro de Gabi por ninguna parte.


Estaba tan cansado que le parecía que no coordinaba movimientos. Incluso la mínima actividad le costaba un gran esfuerzo y todo parecía fluir engañosamente más despacio de lo normal, hasta que de pronto él se daba cuenta de que ya había sucedido, de que ya había pasado el tiempo sin que él se hubiera enterado. No tenía la cabeza en lo que hacía.
Se había colgado el aro metálico que usó para los últimos juegos de oui-ja alrededor del cuello. Lo llevaba así, con un cordón, como si fuera una especie de talismán, aunque no tanto porque la anilla tuviera algún valor como amuleto sino porque llevándola puesta sentía a Jan más cerca. También, en el aspecto práctico, era útil tenerla a mano por si… bueno, por si surgía alguna razón imperiosa para comunicarse con su amigo donde fuera, en el momento que fuera. Llevaba cuadernos y bolis en la mochila, aunque sentía la loca impresión de que, de necesitar una comunicación exprés, no necesitaría ya ni tabla improvisada siquiera.
Caminaba hacia la marquesina mirando al suelo, aferrando el aro bajo la tela de la camiseta, notando cómo el metal templado parecía palpitar por debajo de la ropa, cuando se dio cuenta de que había perdido el autobús.
Se detuvo en la parada igualmente y se dio cuenta de que le daba lo mismo no llegar a tiempo al instituto. Como si nunca llegaba. Demonios, las clases terminarían dentro de dos días; perfectamente podría acabarlas por su cuenta ya mismo, ¿qué se lo impediría? Después de todo, el del lunes había sido el último examen, ¿verdad?… estaba casi seguro de ello. Oh, aunque había un trabajo de lengua que tendría que presentar antes del día quince, o eso le parecía vagamente recordar. Ni se inmutó al caer en la cuenta de que ni siquiera lo había empezado a hacer, por no decir que pensó al momento que aquel trabajo lo iba a hacer Susco Jones.
Se subió al siguiente autobús por inercia, sin dejar de darle vueltas al mismo tema en la desgastada mente. Tomó asiento en una de las últimas filas, alegrándose de que el vehículo viniera casi vacío salvo por un par de señoras mayores y algunos estudiantes rezagados. Mientras contemplaba el paisaje verde y dorado a través de la ventana, abrazado a su mochila y con Ensiferum a todo trapo en los cascos, se le ocurrió una idea.
Bajó en la parada del instituto pero, en lugar de cruzar la calle hacia el edificio, se dirigió hacia el parque que estaba enfrente. Parque de Santiago, se llamaba aquel lugar, en honor al alcalde de la localidad. Lo conocía muy bien; no en vano se había pasado allí las horas muertas haciendo pellas con Tárel muchas veces frente al lago de los patos, esperando a que más de cien tortugas de Florida sacaran las cabezas del agua al atardecer. Por lo visto, la gente había utilizado el lago como vertedero para aquella especie exótica y doméstica al mismo tiempo, dando lugar a un ecosistema curioso pero estable entre ánades y galápagos.
Se encaminó hacia el chiringuito-cafetería que había junto al lago, donde sabía que encontraría un teléfono público. La sangre le hervía en las venas, y aquella idea genial que acababa de pensar le martilleaba ensordecedoramente las sienes, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Se moría de ganas por ponerla en práctica, aunque era cierto que lo que se proponía podría ser tanto muy sencillo como increíblemente difícil de hacer, pero al menos quería intentarlo. Y sólo conocía a una persona que pudiera ayudarle en ello.
Entró a la cafetería y fue directamente al teléfono colocado cerca de la barra. Dejó la mochila a sus pies, descolgó el aparato, metió un par de monedas y marcó de memoria el teléfono de Virginia y Jesús. Con suerte, Vir estaría en casa. Juraría que ella le había dicho que había terminado las clases hacía más de una semana… Estaba casi seguro de ello.
Fue la propia Virgi quien le contestó tras un par de tonos de espera. Su voz sonaba algo apagada, pero se notó que ella se alegraba de oír a Gabriel.
— ¡Gabi! Jo, siento que hiciera un siglo que no te veo. ¿No estás en clase? ¿Estás bien…?
—Hola, Vir. Sí, sí. Estoy bien —se apresuró a contestar él.
— ¿Desde dónde me estás llamando…?
Mientras jugueteaba con el aro de metal entre los dedos de la mano que no sostenía el teléfono, Gabriel le contó a Virginia que estaba en la cafetería del Parque Santiago. No supo qué decirle al respecto de por qué no había acudido a clase, así que sólo masculló que se sentía agobiado después del último examen, lo cual, por otra parte, tampoco era estrictamente mentira.
—Oye, ¿podemos vernos ahora, Vir? Tengo que preguntarte una cosa. —No se dio cuenta del tono imperativo de su voz. De pronto sentía que si no soltaba pronto aquello en lo que había pensado, reventaría.
Ella suspiró al otro lado del auricular.
—Qué va, Gabi. ¿Recuerdas que me torcí el tobillo el otro día? Pues no sabes cómo tengo el pie ahora.
—No me digas.
—No sólo no se me ha curado, sino que ha ido a peor. Se me ha inflamado parte de la pantorrilla también. Ahora va a llevarme mi padre al traumatólogo para hacerme una radiografía.
—Vaya. Qué putada.
—Se ha amoratado todo, hasta mi rodilla. Es muy raro —musitó ella, y su voz aleteó levemente—. Jo, perdona. De verdad que siento no poder quedar ahora. Tengo muchas ganas de verte…
Sabía que su amigo no lo estaba pasando bien. Intuía que tenía algún problema concreto que no decía, y realmente le incomodaba tener que decirle que no, pero la visita al médico era ineludible, y ella… bueno, ella estaba no nerviosa, sino atacada de los nervios con lo de su pobre pie.
—No, tía, por favor. No te preocupes, y… bueno, tú tranquila, ¿vale? Ya verás como no es nada.
—Eso espero. Seguro que no —ratificó, aunque a la legua se notaba que no las tenía todas consigo—. ¿De qué… de qué querías hablar?
—De viajes astrales —disparó él sin paliativos. Ni siquiera se molestó en girarse hacia la pared o bajar la voz aunque el camarero andaba cerca. En otro tiempo no muy lejano lo habría hecho, si tan sólo por su naturaleza reservada, pero en los últimos días era como si estuviera dejando de ser él mismo sin darse cuenta, al menos en lo tocante a pequeños detalles como ese.
— ¿Viajes astrales? —El desconcierto de Virginia quedó patente en su voz. De todas las cosas que pensó que quizá le preocuparían a Gabriel, ni de broma se le habría pasado por la cabeza algo así. Y, al instante de decirlo él, sintió un escalofrío—. Oye, espera. Mi padre… mi padre está arrancando el coche. Te llamo a casa esta tarde, ¿estarás?
Gabriel apretó la anilla en su mano y cerró los ojos, contrariado.
—Sí, claro. Estaré.
—Vale. Pues… esta tarde te llamo, y hablamos, ¿vale?

Viernes, 14 de junio de 1996

Tárel se hallaba con Gloria, Manuel y Zoe en la pequeña sala de estar de su piso. Eran las siete de la tarde, y estaban esperando a que Mai, su madre, terminase una sesión de Reiki en la consulta que tenía en casa. Frente a ellos se veía un despliegue de libros y algunos apuntes sobre la mesa de café adornada con velas. “Magia negra y magia blanca”, rezaba un tomo enorme de pastas oscuras; “el gran tarot esotérico”, “gemas mágicas” y “tratados sobre espiritismo”, eran otros de los títulos.
Jesús no había querido unirse a aquella reunión. Se había quedado con Virginia en casa para cuidarla, porque ella tenía unos dolores tremendos en la extremidad afectada. Ya no era sólo el pie, sino una inflamación que crecía a velocidad galopante en casi toda la extensión de la amoratada pierna. El lunes tenía programado un TAC, aunque le habían dicho que si seguía con dolor a pesar de los calmantes fuese a urgencias. También le dijeron que quizá tendrían que operarla, pero que hasta saber el resultado de las pruebas no convenía elucubrar.
Por otra parte, esa misma mañana habían salido ya las notas de química y Jesús estaba bastante abatido por el resultado que obtuvo en el examen. No entendía cómo sólo había sacado un cuatro raspado después de tanto estudiar, existiendo en el mundo gente como Tárel, por ejemplo, que se sacaba notables y aprobados de la manga sin tocar un libro. Claro, que luego estaban también las personas como Varu, que sacaban un cero con fundamento y encima salían de juerga a celebrarlo desde las dos de la tarde. En lo tocante a él mismo, de cualquier forma, Jesús estaba en lo que consideraba un problema serio, porque con esa calificación no podría pasar de curso y, seguramente, le pondrían trabas para volver a repetir, al menos en ese mismo instituto. No quería repetir segundo otra vez, oh dios, y todavía menos quería perder contacto con sus amigos y empezar de cero en otro sitio.
De Gabriel no se sabía nada. Sólo Virgi había hablado con él por teléfono la tarde anterior, encontrándole muy raro. Ni un miserable “qué tal estás” le había dedicado, a pesar de saber que ella había ido al médico aquella mañana. Su amigo siempre había sido tímido, pero también muy considerado y sensible, y por eso ella tuvo la impresión en ese momento de no reconocerle; de no reconocer a “ese otro” que le estaba hablando por teléfono, empeñado en aquello de los viajes astrales con fijación enfermiza. Para colmo, cuando él finalmente le había confesado por qué deseaba viajar en astral con tanta intensidad, Vir había sentido un nudo de pánico en el estómago. “Para conocer a Jan”, nada menos, le había dicho. “Pero no estás ni siquiera seguro de que sea él”, le había respondido Virginia, después de que Gabi, a pesar de su resistencia inicial, le relatase a grandes –muy grandes y difusos- rasgos la historia de quién era ese tal Jan que se manifestaba a través de la oui-ja. Le parecía que su amigo estaba dando muchas cosas por sentado en su planteamiento, y eso era peligroso. “¿Cómo sabes que es él, Gabi?” le había insistido. “¿Le has preguntado cómo se mató, por lo menos? Deberías preguntárselo”. Gabi le había dicho que sabía que era él “porque podía sentirle”. Y no había admitido réplica ante eso, llegando incluso a enfadarse cuando Virginia le había cuestionado. Al final, ella no había podido hacer más que decirle lo poco que sabía sobre los malditos viajes astrales, para que él se quedara tranquilo… más o menos.
—Hey, chiquitín. Anímate, va —le dijo Tárel al niño-cristal, mientras le pasaba brevemente un brazo alrededor de los hombros antes de ponerse en pie—. ¿Chocolate caliente y creps de crema de cacao? Voy a la cocina a hacerlo.
— ¿Chocolate caliente en junio? —Zoe levantó una ceja—. Bueno. Está perfecto.
Desde su posición arrellanada en el sofá, Gloria puso los ojos en blanco y cara de estar teniendo un orgasmo. De sobra conocida por todos era su fijación con la crema de cacao, rebasando con creces los límites de lo que se consideraría mesurado y saludable. De hecho, nadie podía explicarse su extrema delgadez.
Tárel se rio.
—Je. Gracias. Vale —respondió Manuel—. Pero estoy bien, en serio.
Se notaba que el niño nórdico no quería preocupar a nadie, pero también que no levantaba cabeza. A decir verdad, su miedo real –más que una simple sospecha- era que su padre hubiera pegado a su madre. No sería la primera vez que esto ocurriría, por desgracia.
Gloria también estaba preocupada. No era muy normal que siguieran sin saber nada de sus padres, ni de uno ni de otra, a pesar de haber llamado repetidas veces a casa de su abuela donde supuestamente había ido su madre. Pero Gloria llevaba la situación de otra manera o, en cualquier caso, la ansiedad que lo vivido le pudiera estar causando fluía por cauces subterráneos.
Zoe sonrió a Manuel, levantando por un momento la vista de aquellos libros esotéricos desparramados sobre la mesa. Ella estaba más o menos contenta, al menos tras haber recibido su aprobado en química, aunque también estaba inquieta por Gabi. Era cierto que seguía sin creer demasiado en lo paranormal, pero aquella cosa (lo que quiera que hubiera sido) que había “hablado” por la oui-ja en el jardín de Jesús y Vir no le había dado ni pizca de buen rollo.
Mai regresó de la consulta de Reiki en la otra habitación justo cuando su hijo volvía de la cocina con el chocolate caliente y los creps. Tárel no se parecía mucho a ella físicamente, salvo por el rasgo de que ambos eran delgados y más bien altos, y también los dos usaban gafas. Llevaba pendientes enormes y una especie de turbante en la cabeza del cual se escapaban algunos canosos rizos; caminaba descalza como solía hacer y vestía las ropas amplias habituales de colores claros. Hizo sitio en la mesa para colocar la bandeja entre los libros y demás objetos, saludando a continuación a los chicos con amabilidad y abriendo luego las ventanas del salón para que circulara el aire. Antes de sentarse en una esquina del sofá, prendió una varita de incienso de ruda y encendió las velas de la mesita de café.
—Bueno. Vaya caritas tenéis —comentó. Tárel la había puesto más o menos en antecedentes, así que tenía una idea de por qué los chicos parecían tan preocupados—. Veo que Gabi no ha querido venir.
Habría sido estupendo tener a Gabriel allí, sin duda. Mai no diría a nada a los chavales, pero ella podía, a veces (muchas veces), percibir “cosas” que estaban más allá de la información suministrada por los cinco sentidos ordinarios. Según le había expuesto su hijo el tema, intuía que tal vez podría haber habido algún tipo de “contacto” o infestación tras la experiencia con la oui-ja. Y eso, de haber pasado, sería detectable en la energía de Gabriel, quien parecía haber sido el afectado principal a juzgar por su conducta. Ya notaba cambios a ese nivel en el ambiente, en la energía que circundaba a aquellos chicos juntos… y eso no hacía más que confirmar la hipótesis del “contacto”. Aunque estaba segura de que en aquel momento no había ninguna entidad o presencia asociada a ellos, al menos dentro de su salón.
Ninguno de los chicos fue consciente del análisis en tiempo real que hizo Mai al mirarles, quizá porque ella estaba tan habituada a practicarlo que su expresión no variaba en lo más mínimo mientras lo hacía. Lo que la mayoría de personas llamaría “sobrenatural”, para ella era natural. O, al menos, formaba parte de la realidad que podía atisbar, aunque no siempre pudiera comprender lo que veía.
—No, a Gabi no hemos podido localizarle —respondió Tárel—. Le hemos llamado varias veces, pero… nada.
—Está muy raro desde que… —Zoe desvió la mirada y suspiró.
—Desde que hicimos ese juego con el tablero —completó Tárel. Ah, cómo se alegraba de que Gloria hubiera estado dormida mientras aquella mierda tenía lugar en el jardín. Cada vez se alegraba más.
Manuel miró a uno y a otro de los allí presentes con gesto serio, sujetando una taza de chocolate caliente entre las manos. Gloria le había hablado del asunto, al menos contándole lo que a ella le habían relatado. No era algo que a él le asustara particularmente, aunque sí se apenaba de que le hubiera afectado a Gabriel en cualquier modo.
—Entiendo. —Mai se mordió la lengua para no largarles a los chicos una charla sobre los peligros de la oui-ja. En lugar de eso, extendió la mano hacia la mesita de café y tomó el libro titulado “tratados de espiritismo” —. ¿A lo mejor aquí podría haber algunas respuestas?


“H – A – B – L – A – N”
En la penumbra de su habitación, con las persianas bajadas casi del todo y la puerta cerrada con llave, Gabriel leía en susurros las letras que el aro metálico iba señalando sobre la tabla, sólo para él.
— ¿Hablan? ¿Quiénes?
La anilla se movía rauda sobre la hoja, queriendo escapar de los dedos de Gabi e incluso llegando a perder el contacto por segundos.
“E – L – L – O – S”
Gabriel frunció el ceño. Comunicarse de aquel modo llegaba a resultar agotador, pero no podían hacerlo de otra forma… al menos, hasta que intentase lo de los viajes astrales. Aunque, respecto a eso, tenía que reconocer que la cabrona de Vir le había metido un poco de miedo en el cuerpo.
—No te entiendo, Jan. ¿Quiénes son ellos? —preguntó.
El aro describió formas sinuosas con rapidez sobre la tabla durante un rato, como si su amigo del otro lado estuviera escogiendo en su mente las palabras más adecuadas para responder.
“E… L… L… O… S… O… N…
No.
No”.
Gabriel jadeó por el esfuerzo y se permitió cerrar los ojos un momento. En ese instante creyó ver, bajo la total oscuridad de los párpados, la silueta del otro que estaba ante sí, sentado en la cama y ligeramente inclinado hacia él. No pasaba de ser un esbozo; una figura negra con un halo brillante alrededor, probablemente tan sólo producto de su imaginación.
—Jan, cielo. Lo siento, no te entiendo.
“T – A – R – E – L”, señaló la anilla sin asomo de vacilación. “V – A – C – A”.
Y de nuevo volvió a trazar los ya familiares círculos de la “P” hacia la “O”.
“P… O
P… O
P… O
P… O”.
Gabi suspiró. Había llegado a la conclusión de que Jan hacía aquellos círculos a fin de secuestrar, de algún modo, la energía que necesitaba para expresarse. Intuía que la energía que su amigo utilizaba procedía tanto del ambiente como de él mismo en cuerpo y mente, y, por la parte que le tocaba, se la entregaba encantado. Tenía un punto romántico aquella entrega, aunque no hubiera atracción física de por medio ni por asomo –porque no la había, ¿verdad? ¿Cómo diablos podría haberla?-; un punto romántico extraño que Gabi nunca confesaría, ni siquiera para sí mismo.
Rio en voz baja al recordar lo de “vaca”.
— ¿Vaca es Zoe? ¿Tárel y Zoe son los que hablan?
“T – O – D – O – S – H – A – B – L – A – N – D… O… P… O… P… O… P… O…
— ¿Todos? ¿Todos hablan? ¿Mis amigos?
“Sí”. El aro se detuvo unos segundos y luego señaló:
“M – A – L”
— ¿Mal? —volvió a reír Gabi, sin estar seguro de comprenderlo—. ¿Hablan mal?
“Sí”.
“N – O – W – Y – N – O – W – Y”
“A… A… O – R – A”.
— ¿Ahora hablan mal? ¿Hablan… de mí, te refieres?
“Sí”.
“Sí”.
“M – A – L.”
“M – A – L – O – S – O – P… O… P… O… P… O”.

—“Malos” —susurró Gabriel. Ya no sonreía.

“C – U – I – D – A – D – O – G – A – B – I …
G – A – B – I – L – O – V – E – U… T… U
T… U,
T… U
T… U”.


Según el libro de la madre de Tárel sobre espiritismo, habían hecho muchas cosas muy mal. Para empezar, lo que habían hecho mal era, lisa y llanamente, ponerse a jugar. Porque ninguno de los que había estado presente la noche del jardín podía considerarse un “médium experimentado”, ni siquiera Virgina, por mucho que echase de puta madre las cartas del tarot. Y eso era precisamente lo que aquel libro recomendaba ser para practicar algo así: un “médium experimentado”. O, por lo menos, que se jugara en presencia de uno que dirigiese la sesión.
Otra cosa que habían hecho mal era haber ingerido alcohol y drogas recreativas previamente; algo que, por lo visto, estaba terminantemente prohibido. Y también, tomarlo todo a broma. En aquel libro se especificaba que, si no se abordaba el tema con el máximo respeto, lo más probable que cabía esperar era una vibración equivalente en respuesta. En otras palabras: transgresiones semejantes desde el otro lado. Cosa que era exactamente lo que había ocurrido, por ejemplo, cuando el “espíritu” había llamado “puto” a Varu, agarrando después a decir obscenidades sin sentido durante un buen rato. “la tabla oui-ja es un portal en espejo”, decía el libro. El problema no era la falta de respeto en sí, claro; el problema era que, por lo general, un ente con buenas intenciones no sería del tipo que llama “puto” a las personas. Era lógico pensar que si uno se aproximaba al otro lado desde la burla, precisamente ese tipo de entes sería lo que atrajese, ¿verdad? Bueno, si era tan lógico, se preguntaba Tárel, ¿por qué ninguno de los que estaban allí –incluyendo él mismo, claro- lo había pensado?
Había una serie de precauciones, según el tratado, que tampoco habían tomado. Velas blancas, oraciones previas, incienso, sal y cosas parecidas.
Y, desde luego, lo que habían hecho mal, rematadamente mal –lo que probablemente era con diferencia lo peor de todo, por las consecuencias que según el libro podría acarrear-, era que no se habían despedido del “espíritu” en cuestión, lo que habría sido tan fácil como decir “adiós”. Si los participantes no se despedían, podía ocurrir que un ente –o incluso más- se quedara unido a alguien, pegado como una maldita mochila. Tan simple y escalofriante como eso.
Habían hecho muchas cosas mal, sí. La habían cagado pero bien, y sólo ya en lo tocante a “consideraciones básicas”, pues tal era el epígrafe de lo que habían alcanzado a leer de momento en aquel libro. Habían resuelto llevárselo a casa de Vir al día siguiente, para continuar leyéndolo con ella y con Jesús, y de paso ver cómo se encontraba de aquella lesión extraña en la pierna. Tratarían de convencer a Gabriel para que se uniera y avisarían también a Varu, sin saber que este no podría ir porque estaría recluido en el calabozo tras un delito de alteración del orden y daños en la vía pública.

Sábado, 15 de junio de 1996
posesión

Crema de cacao, un paquete de pan blanco, azúcar, matarratas, pipas con salsa Tijuana. No se le había olvidado nada, o eso creía mientras salía del supermercado.
“No, Gabi. No se te ha olvidado nada.”
Eran las doce del mediodía cuando se dirigía de vuelta a casa. Estaba demasiado cansado para volver a pie desde el súper, así que esperó durante un rato el autobús. Sentado a pleno sol en la marquesina cuyo techo estaba destrozado, salvajemente apedreado por algún gamberro hijo de puta, sonreía débilmente. Aún estaba impresionado por la pesadilla que había tenido la noche anterior. Virginia, esa hija de perra… había sido culpa de ella que soñara aquella mierda, por todas esas sandeces que le había contado por teléfono. Bueno, ya lo pagaría en carne y sangre, igual que todos.
Virginia le había hablado de viajes astrales, oh, sí. Le había advertido sobre los supuestos peligros de lo que llamaba “experiencias fuera del cuerpo”. La muy perra le había insistido en que no lo intentara, pues, según decía, no se fiaba de Jan. Qué sabría ella.
Jan estaba dispuesto a protegerle y a guiarle, él mismo se lo había dicho la última vez que habían “hablado”.
Virginia sólo había soltado las paparruchas que habría leído en alguna fuente de dudosa procedencia, seguro. Le había hablado a Gabriel del “cordón de plata”, eso que sujetaba el cuerpo astral al cuerpo físico, algo que a él ya le sonaba de oídas. Le había alertado sobre las criaturas del “bajo astral”, sin apearse del burro, como si todo fueran energías negativas en esta vida. Gabriel había quedado muy contrariado, pues no esperaba en ella tal nivel de mojigatería, pero la había escuchado. Y tanto que la había escuchado, ¡si hasta había dejado que le afectase lo que ella le contó, al punto de que había soñado con ello!
“No lo pienses más. No dejes que te afecte”.
Ah, pero no podía dejar de pensarlo, y no cabía en sí de rabia.
Según Virginia, era sencillo perderse en el “bajo astral” si uno no tenía la mente lo bastante despejada. Ella suponía, por tanto, que Gabriel no la tenía. Ja.
Le había dicho que era fácil confundir las intenciones de los seres que podrían salirle al encuentro una vez fuera del cuerpo, desprotegido e indefenso. Le había insinuado, en resumen, que él podía creer erróneamente estar viendo a un ángel en el plano astral cuando, de hecho, se la podría estar colando un demonio. Para distinguir si lo que tenía delante era un demonio, le había dicho, tenía que aprender a mirar más allá del disfraz. Y, por lo visto, lo único que los demonios y otras criaturas del bajo astral no podían esconder era la apariencia de sus pies. “Si puedes verle los pies, y los pies son normales, puedes respirar tranquilo”, habían sido sus palabras textuales. Todo supercherías absurdas. Para descojonarse.
Todo supercherías, sí, sin duda. Pero esa mierda, por ridícula que fuera, le había impactado en el subconsciente.
Había intentado hacer un viaje astral esa misma noche, después de aquella conversación fatídica. Había esperado a que su madre se durmiera para no ser interrumpido; se había acostado en la cama, y había empezado a respirar profundamente para relajarse, con el aro metálico de Jan colocado sobre el pecho.
Aquel intento había sido hermoso. Llegó a relajarse tanto que volvió a sentirle… aunque no llegó a ver esa neblina de puntos grises que había llenado la habitación de Iván entre porro y porro. Tal vez, en lugar de buscar consejo y apoyo en Virginia, lo que tenía que haber hecho desde el principio era pedirle un par de cogollos de maria al náufrago sexy y ya está.
Pero le había sentido, sí. Había sentido a Jan. Su caricia fría del otro lado, su no-tacto como aire en negativo sobre la piel. Un tirón en el área del plexo, una punzada y un poco de presión en la caja torácica, como si de golpe la anilla pesara y comenzara a deprimir y penetrar su cuerpo. Incluso recordaba el roce de lo que había interpretado como un beso sobre los labios…
Tal vez eso último, ese inesperado “beso”, era lo que le había provocado aquella dolorosa erección en pleno estado de trance. En su cabeza había comenzado a mezclarse todo: la presencia de Jan, la pena, el recuerdo de la paja que le hizo Iván mientras ambos se mordían las bocas, la impresión cálida de la corrida de este entre sus propios dedos, los propios gemidos ahogados en la palma de la mano ajena que no le masturbaba. Se vio de pronto forzado a meter la mano en el pantalón de su pijama para tocarse. Si no lo hubiera hecho, habría literalmente reventado por dentro o se habría ahogado, porque de pronto había sentido que el aire no le llegaba a los pulmones. Tras un orgasmo tremendo, en el que había tenido que girar la cara y enterrarla en el colchón para no gritar, se había quedado vacío, drenado de energía y profundamente dormido. Y entonces había tenido aquel sueño.
En su sueño, había visto a Jan. Era exactamente como le había imaginado, aunque Gabriel tampoco era consciente de haber tenido una imagen previa y concreta de él en su cabeza. Un chico no muy alto, sonriente y con un brillo dulce en la mirada… sí, más o menos así le había visto con los ojos del corazón, cuando Iván le describió su talante. Le saludó en inglés, aunque sólo movió los labios sin emitir sonido alguno. Pero Gabi sabía que él había articulado perfectamente las palabras “I love you”, aunque fuera sin voz.
Tuvo entonces lo que llaman un momento “lúcido” en la experiencia onírica, dándose cuenta de que estaba soñando, aunque –lógicamente- no quiso despertar. Quién querría. La voz de Virginia se metió en su cabeza, sin embargo, irónicamente, para recordarle que “los viajes astrales no eran sueños, pero algunos sueños eran en realidad viajes astrales”. La voz de Virginia, las palabras de Virginia… y él, sin darse cuenta, había bajado la vista buscando los pies de Jan.
Y Jan tenía garras, garras negras y afiladas en lugar de pies.
Había despertado gritando, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Había seguido gritando una vez despierto, a pesar de haberse incorporado en la cama como empujado por un mecanismo de resorte, a pesar de ver el sol colándose por las ranuras de la persiana. Puta Virginia. Con su sexto sentido, incluso quizá le percibía y se reía ahora por lo que había conseguido, la muy cerda.
“No lo pienses más”, se dijo. ¿O tal vez fue la voz de Jan, camuflándose entre los pensamientos dentro de su cabeza? Sonrió. Sería hermoso que lo fuera, que la comunicación telepática fuera real y directa como fenómeno ósmosis, ¿verdad?
“No lo pienses más. Lo pagará, como todos. Ya lo está pagando”.


Después de dejar la compra en casa y de guardar cada artículo en su correspondiente lugar, fue a ver a Iván. Tenía unas ganas poderosas de volver a sentir la lengua del náufrago bello en la boca, de oler de nuevo el alcohol de la cerveza en su aliento y de agarrarle duro entre las piernas. Pero, además, necesitaba que él le mostrase algo importante.
No sabía cómo se lo iba a pedir, y era consciente de que exteriorizaría su propia obsesión por Jan al hacerlo, pero necesitaba ver una de esas fotografías que guardaba en las cajas del sótano. En aquellas cajas que el pobre Iván no se atrevía a abrir.
Necesitaba ver esas fotografías, o aunque fuera solamente una, sólo para comprobar si lo que había tenido era un sueño… o una experiencia astral. No albergaba duda sobre que lo de las garras había sido por influencia de Virginia, ¡por dios! Confiaba en Jan, ¡le había sentido! Y por otra parte, también sabía que probablemente no había viajado fuera del cuerpo, pues no recordaba haber visto el dichoso cordón de plata ni nada remotamente parecido, ni tampoco la imagen de su propia carcasa de carne acostada mientras él flotaba por encima. Pero, bueno, tenía ganas… simplemente tenía ganas de comprobar, de confirmar que la cara de las fotos era el mismo rostro que él había visto en ese sueño. En verdad, le hacía ilusión pensar que tal vez había una posibilidad, por mínima que fuera, de que realmente fuese así. Y si lo fuera… si lo fuera sería sencillamente mágico.
Antes de salir de casa, se miró al espejo, se peinó con las manos los desbaratados cabellos y ocultó la anilla metálica y el cordón por debajo de la camiseta.


Le abrió la puerta el señor Lucas-Sandokán, con cara de estar bastante malhumorado. En la cocina, Rossela y Floppy cocinaban juntas algo que olía muy fuerte a curry.
— ¿Quieres quedarte a comer? —le preguntó Rossela con una gran sonrisa. Tenía ojos de mapache porque se le había corrido el rímel, como si la pobre acabara de pegarse la llorera de su vida.
—Oh, no, muchas gracias. Sólo he venido a ver a Iván un ratito.
—Está en su cuarto —le indicó ella, señalando el área de las escaleras con una inclinación de cabeza—. Sube tranquilamente. ¿O prefieres que le avise?
—No, no. No se preocupe, ya subo. Muchas gracias.
Sin más, enfiló las escaleras derecho a la planta de arriba, agarrando fuerte el pasamanos porque de pronto se sintió mareado y tuvo miedo de tambalearse.
Llamó a la puerta del náufrago un par de veces. Este tardó un poco en abrir, y, cuando lo hizo, su expresión ceñuda se trocó en una de sorpresa y franca alegría.
— ¡The Who! ¿Cómo tú por aquí, niño bonito?
Gabi le devolvió la sonrisa, y se adelantó un paso para besarle en la mejilla. Se fijó en que los ojos de Iván también se veían hinchados como los de Rossela, aunque él sonreía ahora de oreja a oreja tras haber recibido aquel beso.
—Nada, sólo… me apetecía venir a verte. Pero no sé si es buen momento —añadió, visto lo visto—. ¿Te encuentras bien?
—Sí, sí. Pasa. —El náufrago se apartó para dejarle entrar. La habitación parecía un submarino y el olor de la marihuana se sentía como un puñetazo en plena cara—. El momento es perfecto, ¿por qué no iba a serlo?
—No sé… —Gabi se sentó en la cama de Iván y se encogió de hombros—. No sabía que había gente en tu casa y… no sé. Tienes los ojos rojos —señaló, sin llegar a tener el coraje de preguntarle directamente si había estado llorando.
— ¿Eh? Ah, será por fumar. Y sí, hoy mi viejo tiene día libre. Bueno, hasta el tato tiene el día libre hoy. Qué hastío.
—Si quieres podemos salir un poco. Digo, si estás agobiado o…
Iván soltó una carcajada.
— ¿Te parece que estoy agobiado? —inquirió, alzando ambas cejas—. Nah, qué va. Estoy de puta madre, en serio. Oye, ¿por qué no te quedas a comer?
—Porque en realidad… venía a comerte a ti. —No supo Gabriel muy bien cómo llegó a decir aquello de carrerilla, ni de dónde salió la media sonrisa maquiavélica que esbozó a continuación.
El náufrago se mordió el labio y le empujó sobre la cama.
—Me acabas de poner muy cerdo con eso, Pink Floyd. Deberías tener cuidado.
Gabriel se dejó caer de espaldas sobre el colchón y rio, lanzándole al otro una mirada juguetona y desafiante.
—Estoy temblando de miedo, mírame.
—A ti ya te han roto el culo alguna vez, ¿verdad?
Lejos de horrorizarse por aquella pregunta, lejos de querer salir huyendo como seguramente en un tiempo no muy lejano habría hecho, Gabi volvió a reír, sin esquivar ni por un momento el contacto visual de Iván.
—Pues no. La verdad es que no. ¿Y a ti? —inquirió con desvergüenza.
—Ja, ja, ja. Qué chiste más bueno.
— ¿Te da miedito que te lo rompan, milhombres? A lo mejor, en el fondo es lo que quieres.
El náufrago retrocedió y se llevó la mano derecha al bulto que crecía entre sus piernas.
—No te hagas ilusiones, Manowar —siseó—. Es una pena que esté la casa llena de gente. La próxima vez que estemos solos, ten por seguro que te voy a hacer bailar.

                                                      ***

Virginia no dejaba de llorar. Acababa de regresar con sus padres y con Jesús del hospital. El dolor en la pierna no cedía con los calmantes, y la inflamación no bajaba. Ya no podía mover los dedos del pie; los sentía acolchados y estaba empezando a perder la sensibilidad en ellos.
En vista de su estado, habían avisado al radiólogo de guardia en el hospital para hacerle un TAC de urgencia. Aún no habían realizado el informe escrito de la prueba, pero los resultados de imagen no habían sido concluyentes para explicar aquel extraño cuadro clínico. El internista que estaba de servicio había sugerido que la dejasen ingresada, pero ella se había negado, por la sencilla razón de que le horrorizaban los hospitales. No había criterios reales para el ingreso… salvo el dolor, que precisaría analgesia intravenosa, y el aspecto amoratado e inflamado de la extremidad afectada. “Si la pierna se te pone fría, acudid inmediatamente”, había dicho el médico. Luego tramitó él mismo una cita para el lunes en consultas, vista la decisión de la paciente en cuanto a ser vigilada en el hogar.
Nada más llegar a casa, Jesús llamó por teléfono a Tárel. Las llamadas a móviles eran más caras y eso se reflejaba en la factura, pero, por una vez, envió a la mierda su prudencia habitual.
Hizo bien en llamarle al móvil, porque Tárel no estaba en casa sino yendo a buscar a Gloria y a Manuel. Gloria había conseguido comunicarse con su abuelita, quien le había contado que su madre llevaba días hospitalizada en un centro privado adscrito a la mutua aseguradora de su trabajo. El motivo: contusiones generalizadas por todo el cuerpo, traumatismo cráneo-encefálico y conmoción cerebral. “Voy a matarle”, había dicho Gloria después de colgar, refiriéndose a su viejo. Aún no le había contado a Manuel nada de aquello, pero sí a Tárel.
—Dios. Me cago en la puta. —A Jesús le costaba un gran esfuerzo no echarse a llorar. La pared del salón se desdibujaba ante su vista mientras sostenía el auricular, a causa de las lágrimas que se le agolpaban en los ojos—. Qué nos está pasando, Tárel. Qué puta racha de mala suerte es esta.
No había que ser el detective Colombo para darse cuenta de que tantas desgracias juntas no eran normales. Y, quizá por las conversaciones al respecto con su hermana, Jesús no podía dejar de asociar aquella serie de desinfortunios con el punto en el espacio-tiempo en que habían jugado a ese juego maldito. Desde ahí todo había comenzado a ir mal, y de mal en peor para casi todos, ¿cierto? No tenía la menor idea de los factores en juego; no sabía por qué, sólo sabía lo que él mismo y algunos de sus amigos estaban padeciendo en su propia carne.
Tárel trató de tranquilizarle mientras caminaba hacia el piso en la acomodación militar donde vivían Gloria y Manu. Le habló de la reunión con su madre y los demás la tarde anterior. Le habló también, por encima solamente, de los libros que en aquel momento transportaba en una mochila. Algo le decía que era mejor estar unidos en lo posible, todos, pasara lo que pasara, y ni siquiera le hizo falta decírselo a Jesús, porque este pensaba lo mismo.
— ¿Está bien si vamos esta tarde a ver a Vir? —le preguntó—. ¿Sobre las… cinco? ¿O las seis? Mi madre puede llevarnos y recogernos luego.
—Claro. Creo que a Virgi le hará bien.
Tárel quedó con Jesús en que pasarían por su casa sobre las seis de la tarde. Llevaría aquellos libros que les había facilitado su madre, aunque en eso no le insistió. Para qué.
Nada más colgar, viendo que aún tenía suficiente batería (¡y saldo!) en su teléfono móvil, siguió intentando contactar con Gabriel. Pero nadie le contestó. Probablemente, la madre de Gabi estaba trabajando en turno de fin de semana y, si él estaba en casa… si él estaba, no quería coger el teléfono.
Mientras volvía a marcar, suspiró con alivio al doblar la esquina. Si levantaba la vista, ya podía ver desde allí la ventana de Gloria, tras cuyo cristal se adivinaban esas cortinitas blancas de ganchillo que a su madre le gustaban tanto. Quizá podría sugerirles, a ella y a Manu, rellenar una tarjeta de aquellas en las que ponía “que te mejores”, para Vir, y de ese modo distraerles un poco la tristeza y la rabia que probablemente sentirían.

No quieres ingresar en el hospital

Finalmente, Gabriel se había quedado a comer a casa de Iván. Fue una comida familiar un poco rara e incómoda, a decir verdad, por mucho que Rossela había intentado todo de su parte para parecer animada y aparentar normalidad.
Lucas-Sandokán no había dicho una palabra. Floppy, apenas unos cuantos monosílabos dirigidos a su hermano pequeño, quien acababa de regresar de estar con su tío en el taller mecánico donde este trabajaba. Por lo visto, al chavalín le apasionaban los coches.
El único que había hablado, por los codos y a lengua suelta, había sido el náufrago. La marihuana quizá le ponía como una moto, o tal vez estaba simplemente contento de que Gabriel estuviera ahí, todavía acusando los efectos de la última conversación caliente y salpicada de tocamientos furtivos en la habitación.
Después de comer el pollo tandoori, poco menos que cada uno de los allí presentes salió huyendo para refugiarse en algún lugar fuera de la cocina. Rossela fue a dormir la siesta al dormitorio, Floppy y su hermano a sus respectivos cuartos, y Sandokán a su despacho en algún lugar de la planta de arriba. Increíblemente, no fue difícil para Gabriel convencer a Iván para bajar al sótano.
Ni siquiera aquella petición, en apariencia sin venir a cuento, enturbió el buen humor del náufrago bello. Tal vez acaso pensó que Gabi querría ir ahí abajo para jugar a las tinieblas y hacer guarradas, aunque aquella idea se disipó rápidamente mientras ambos bajaban las escaleras, gracias a lo que le dijo aquel que era capaz de ser The Who y transformarse en Manowar.
—Me da mucha pena lo de Jan —confesó—. Me refiero a que… qué putada morir a los quince años, joder. Tenía toda la vida por delante.
— ¿A los quince? —Iván se daba cuenta de que Gabi no podía sacarse a Jan de la cabeza y eso empezaba a parecerle raro, aunque por otra parte… por otra parte, cómo no iba a entenderlo, considerando que él mismo tenía igualmente clavado a aquel que había sido su mejor amigo en la infancia—. ¿De dónde sacaste que se mató a los quince?
Gabi pestañeó en la oscuridad mientras descendía detrás de él.
— ¿Mm? Tú me lo dijiste.
El náufrago negó con la cabeza.
—No. Es imposible que yo te haya dicho eso —respondió, mientras empujaba la puerta del sótano que se abrió con un chirrido—. Jan se mató cuando tenía ocho años. Los dos teníamos ocho años —señaló, tanteando la pared para encontrar el interruptor de la luz—. Por eso andábamos jugando con navajitas como dos idiotas, inconscientes del peligro. Son cosas de esa edad.


La batería del móvil de Tárel estaba a punto de agotarse, pero, aun así, él tuvo tiempo de llamar a Zoe-Sowi. Por suerte, ella sí estaba en casa. Cuando oyó su voz contestando, Tárel se disponía a cruzar la calle que le separaba del portal de Gloria, quien ya le había visto a través de la ventana y le saludaba.
—Estoy preocupada por Varu —decía Zoe al otro lado del auricular, entre crepitaciones de ruido blanco—. Le estoy llamando desde hace horas y no me contest-…
Tárel no pudo escuchar más. Como tampoco pudo ver la furgoneta blanca que se precipitaba hacia él sin respetar el paso de cebra. Desde la ventana, Gloria presenció cómo el morro de la furgoneta embestía a su novio, lanzándole unos metros en línea recta y luego, sin poder frenar, le pasaba por encima. El teléfono móvil salió despedido, lo mismo que los libros, y se destrozó contra la acera. Gloria ni siquiera tuvo voz para gritar.


Tárel Vela. 4 de mayo de 1980 – 15 de junio de 1996. Muerto en el acto.
Curioso que fuera él el primero en morir cuando, lo mismo que Gloria, no había puesto un dedo sobre la anilla. Quizá sucedió así porque, simplemente, era el más amado. Siempre se ha dicho que el amor protege a la gente pero, ah, quién sabe, ¿verdad? En cualquier caso, su familia, su novia y sus amigos nunca le olvidarían.
“Qué horror”, relataría a su marido horas después, sobrecogida, la mujer de mediana edad que avisó a una ambulancia tras presenciarlo todo. “Estos jóvenes que ni saben por dónde se andan, lo que les faltaba era tener un teléfono móvil… como si no fueran por la vida lo bastante drogados ya. Mira lo que le ha pasado a este por cruzar la calle sin mirar. Realmente actúan como si fueran inmunes a la muerte; deberían tomarse la vida más en serio”.


Mientras la sangre de Tárel manchaba el asfalto y se extendía desde debajo de las ruedas de la furgoneta, Iván sonreía con cierto paternalismo a Gabi en la penumbra del sótano de su casa.
—Ver su fotografía, entonces. Es eso lo que quieres —le espetó. No parecía enfadado, pero sí algo desencantado—. En realidad me lo imaginaba.
—Oye, lo siento. No tienes que… —comenzó Gabriel. Pero el náufrago le cortó con mansedumbre.
—No, no. Está bien. Las cajas están ahí —señaló a la pared opuesta, poco iluminada, contra la que se apilaba un montón informe de trastos coronado por dos bicicletas puestas en horizontal—. O al menos, deberían estarlo. No he metido mano aquí desde que nos mudamos, aunque eso no fue hace mucho.
Avanzó despacio hacia el caos contra la pared, indicándole a Gabriel que le siguiera. Una linterna no les habría venido mal, pues la única bombilla desnuda que parpadeaba en el centro de la estancia no iluminaba ni de broma lo suficiente, pero se apañarían.
—Venga, ayúdame. Han de estar debajo de todas estas cosas.
Juntos agarraron la primera de las bicicletas para apartarla. Algunos de los radios de la rueda trasera estaban sueltos e hirieron en la pierna a Gabriel por debajo de los pantalones cortos. Este se tragó un quejido y no se detuvo, notando la sangre correr pantorrilla abajo. Aún estaba en shock por aquella revelación de que Jan no se había matado a los quince años, sino a los ocho; ¿acaso su amigo del otro lado le había mentido? No, se dijo. Probablemente su propia mente había influido para tergiversar la información, sólo porque él estaba demasiado obcecado en obtener respuestas.
—Agh, mierda.
Iván había movido unos cuantos libros y fascículos de revistas que habían desequilibrado un juego de bolas de billar guardado justo encima. La caja de cartón que contenía las bolas volcó y arrojó su contenido al suelo de cemento, causando un gran estrépito. Como en un alud, cayó también una salva de pelotas de tenis despeluchadas sobre la segunda de las bicis y después la bomba de hinchar las ruedas. Los tacos de billar, que habían estado sostenidos contra la pared por aquella pila de cosas, cayeron también al suelo al carecer de sujeción.
— ¿Qué coño estáis haciendo?
Gabriel se giró hacia la voz que acababa de decir aquello desde el área de las escaleras. Entrecerró los ojos para enfocar mejor, distinguiendo la silueta de Floppy en la entrada del sótano.
Iván resopló una risa que reflejaba incomodidad y puso cara de “lo que nos faltaba”.
—Nada. Sólo quiero enseñarle a Gabi una cosa.
Floppy se acercó, guardando una cautela que Gabriel no acertó a comprender muy bien.
— ¿Qué cosa, Iván? —preguntó, en un tono de voz seco pero extrañamente suave.
El náufrago había roto a sudar de forma repentina y desaforada. Se secó la frente con el dorso de la mano, maldiciendo en silencio por estar necesitando desesperadamente un porro.
—Nada. Sólo las fotos de Jan. Están aquí, ¿no?
Ante el asombro de Gabi, Floppy soltó una carcajada y desvió por un momento los ojos hacia la pared lateral del sótano-trastero.
—Las fotos de Jan, claro. Están aquí —repitió, tratando de modular la voz para disimular la fiereza en sus ojos cuando volvió a mirarle fijamente—. ¿Dónde, Iván?
—No sé, debajo de todo eso —respondió este, encogiéndose de hombros—. Ahí deberían de estar.
—Ahí deberían de estar, claro. Bueno, pues adelante. Búscalas —masculló ella—. Yo te ayudo.
Sin decir más, Floppy se acercó, despejando a puntapiés las pelotas de tenis desparramadas por el suelo. Con cierta violencia aún contenida, agarró ella sola la segunda de las bicicletas y poco menos que la lanzó hacia un lado. La bici cayó al suelo con el manillar torcido y los pedales giraron siseantes, implorando clemencia al aire, como harían las patas de una cucaracha panza arriba.
Se agachó en el suelo para continuar apartando objetos: más mamotretos, fascículos antiguos, carpetas.
—Oh, mira. Ahí están. Son esas dos cajas —señaló Iván, inclinándose para agarrar la que tenía más cerca.
Floppy dio un paso lateral para dejarle espacio, jadeante por el esfuerzo. La camiseta de tirantes que llevaba se le pegaba al cuerpo de osamenta estrecha; cuerpo perfecto de modelo de pasarela Victoria’s Secret. Le lanzó una mirada relámpago a Gabriel que este sintió incendiaria.
—Vale, Iván. Acabemos con esto.
—Sí, aquí están —el náufrago no la miró. Levantó la tapa de la caja y metió la mano, rebuscando entre su contenido. Gabi escuchó el sonido de papel y cartón deslizándose mientras él revolvía.
—Ahí están, sí. Vamos, adelante. Enséñaselas. —El tono de Floppy sonó imperativo y, sin embargo, ella parecía de pronto a punto de echarse a llorar—. Enséñale a tu amigo las fotos de Jan.
Iván sostenía entre las manos el estuche alargado de un laboratorio fotográfico. Gabi se fijó en que sus manos temblaban cuando lo abrió. Los negativos que estaban en el pequeño compartimento frontal del estuche cayeron al suelo, pero el náufrago bello ni se inmutó.
—Aquí están —musitó, sacando las fotografías que contenía el estuche. La mirada se le empañó ostensiblemente mientras las repasaba una por una—. Mira. —Le pasó las fotos a Gabi y sorbió con fuerza por la nariz, presumiblemente tragándose las lágrimas—. Es ese. El que está con mi madre.
Floppy se mordió el labio con fuerza mientras Gabriel miraba las fotos. Este frunció el ceño, sin entender muy bien lo que estaba viendo. En la primera foto, bastante antigua a juzgar por los tonos de los colores, se veía a una mujer que llevaba puesto un sombrero y unas gafas de sol. La mujer sonreía, sosteniendo en sus brazos a un niño que contaría unos cuatro años.
Gabriel caminó hacia la zona más iluminada del sótano sin despegar los ojos de la fotografía. La observó con detenimiento. La mujer tenía cara de estar disfrutando aquel momento en que la foto fue tomada, y el niño también. Un niño de cabello oscuro que ya se adivinaba lacio, sonrisa amplia y enormes ojos azules en los que uno podría perderse.
Levantó la vista de la foto. Miró a Iván. Volvió a mirar la foto.
—Eso fue en la playa. En Gandía, creo. Si te fijas, verás el mar de fondo —señaló el náufrago.
Gabriel sintió una fuerte opresión en el pecho. Pasó a la siguiente foto, donde pudo contemplar a la misma mujer y al mismo niño, esta vez apoyados en el tronco de un inmenso árbol. Pasó a la siguiente, en la que aparecían de nuevo ellos dos, sin nadie más, saludando con gestos divertidos a quien tomaba la foto. Pasó a la siguiente: árbol de navidad, regalos, Lucas-Sandokán y su hijo al lado de una caja de Lego. Pasó a la siguiente, en la que se veía a la mujer hermosa sonriendo junto a una chimenea encendida, y al niño, un poquito mayor ya, sentado en el suelo a sus pies y mirándola con devoción indiscutible en sus ojos oceánicos. Gabriel no podía creerlo.
—Ese es Jan —sollozó Floppy inesperadamente. Había elevado la voz, pero sus palabras habían sonado demasiado desgarradas como para ser consideradas un simple reproche—. Ese es. Jan eres tú, Ivi. Jan eres tú.
Las piernas de Gabi comenzaron a temblar. Blanco como las paredes que le rodeaban, miró al náufrago que carcajeaba a cierta distancia, en apariencia indolente.
— ¡Pero qué dices! Mírale. Está ahí. Ah, mi madre era guapa, ¿verdad, Gabi?
“G – A – B – I – G – A – B – I – G – A – B – I – L – O – V – E – U”.
Floppy ya lloraba a lágrima viva sin disimularlo.
—Iván, por favor. Por favor, date cuenta. ¿Cuánto tiempo llevas sin tomarte la medicación, eh? —Estaba a instantes de saltar fuera de sí, mirando al niño de ojos azules como si este estuviera en pleno brote psicótico. Tal vez acaso era ese el estado en el que se encontraba Iván en aquel momento, de hecho.
— ¿Qué medicación? ¿Qué dices? ¡No necesito medicación!
—Pues claro que la necesitas, Ivi. Porque estamos todos destrozados contigo, y tú no quieres ingresar en el hospital otra vez.
—Cállate, Flo. Cállate.
—Jan no existe, Ivi —insistió Floppy, acercándose a él y sujetándole por un hombro, conteniéndose al máximo para no empezar a zarandearle—. Jan no existe.
— ¡Que te calles, joder! Claro que no existe, se rajó la garganta delante de mí.
—Fuiste tú el que te rajaste, Iván. Fuiste tú, maldita sea. Por no soportar la ausencia de tu madre cuando tenías ocho añitos, Ivi. Tu padre te salvó de milagro.
—¡¡CÁLLATE!!
— ¡Jan no existe, Iván! ¡Nunca ha existido!
La bombilla parpadeó una última vez antes de apagarse, y Gabriel se estremeció.
“Jan no existe”. “Nunca ha existido”.
Sintió con toda claridad cómo algo esbozaba una sonrisa cruel en la total oscuridad del sótano. Las lágrimas comenzaron a brotar.
—Pero… —musitó —si no existe, entonces…
“¿Entonces, con quién has estado hablando todo este tiempo, Gabi-Gabi?”

I-M-P-O-P-O
Gloria lloraba con total desconsuelo, abrazada a Jesús como si este fuera un osito de peluche. Eran las ocho de la tarde. El cuerpo de Tárel había quedado tan destrozado que ni siquiera lo mostrarían al día siguiente en el tanatorio, así que ella sólo podría decirle adiós a un ataúd cerrado. Lo único que había podido rescatar de él eran las piezas de su teléfono, que había guardado dentro de una bolsa pequeña de plástico, y los libros.
Con la cara oculta entre las manos, Zoe tampoco podía dejar de llorar. Sentada en la hierba, con las piernas cruzadas, sus hombros se estremecían. Echaba terriblemente de menos a Varu a su lado en aquel momento y ni siquiera le había podido avisar. No tenía ni idea de dónde estaría, como tampoco nadie sabía dónde estaba Gabriel.
Manuel no lloraba. Se había quedado en tal pétreo estado de shock que aún tendrían que pasar días hasta que pudiera reaccionar y desplomarse en lágrimas. Sentado junto a su hermana, contemplaba con fijeza la danza de los últimos rayos del sol sobre el agua de la piscina, incapaz de pensar y, al mismo tiempo, inexplicablemente, sin poder dejar de hacerlo.
Jesús soltó a Gloria un momento, sólo para sonarse la nariz con un pañuelo de papel y secarse los ojos. Se alegraba de que al menos sus amigos estuvieran allí, de que pudieran estar todos juntos… bueno, todos menos Varu y Gabi. Gloria, Manuel y Zoe habían venido en taxi, e incluso habían pasado por las casas de los otros dos para recogerles, sin haber obtenido la más mínima respuesta.
Lanzó una mirada a su hermana, quien estaba sentada a unos metros, con la inflamada y amoratada pierna estirada sobre la hierba, pálida y con el gesto contraído por el dolor que aún no cedía a pesar de los analgésicos. Vio que ella examinaba el libro “tratado sobre espiritismo”, o lo que había quedado de él. No tuvo fuerzas para preguntarle qué era lo que en aquel momento leía con tanto interés.


—Es mejor que te vayas a tu casa ahora —le había dicho Rossela cariñosamente a Gabi. Floppy le había contado lo que acababa de suceder, y, bueno, ella había oído los gritos en el sótano.
Entre Lucas y Flo se habían llevado a la planta de arriba a un Iván súbitamente desmadejado, para dejarle acostado sobre la cama. Le habían hecho tomar un par de pastillas una vez allí, delante de Gabi. El pobre náufrago ni se había resistido.
—Lamento que hayas tenido que ver esto —había apostillado Rossela—. Iván es muy buen chico, sólo que el pobre quedó… desde el abandono de su madre se quedó… —“Trastornado”, fue la palabra que se le heló en los labios y no quiso decir—. Gracias. Gracias por ser su amigo, Gabriel. Se pondrá mejor, sólo ha sido una crisis.

Gabi había regresado a casa aun temblando. Su madre no había llegado todavía, y no llegaría hasta pasadas las diez de la noche, pues tenía turno completo.
De pie en el recibidor, con el labio superior temblando y arqueado por el asco, se arrancó el cordón que llevaba al cuello sujetando la anilla de Jan.
“Jan no existe”.
Al momento de despojarse del cordón, sintió un desgarro equivalente a si le hubieran sacado el corazón de cuajo. En el sótano había sentido un escalofrío de terror, pero, ahora, el odio hacia todo y hacia sí mismo, el asco y la pena superaban cualquier rastro de miedo.
“En el fondo sabes que lo mejor que puedes hacer es matarte”.
—Sí —se respondió en un susurro a sí mismo. O tal vez contestó a aquella otra voz camuflada en su propia voz interior—. Todo es mentira. Lo mejor que puedo hacer es matarme.
“Todo es mentira, siempre lo es.
Acaba con todo, Gabi-Gabi.”
Todo era mentira, todo era irreal. Todo. No tenía amigos; ¿cómo llamar amigos a aquellos que no podían entenderle, que no querían entenderle porque siempre miraban hacia otro lado, obcecados en sus propios intereses? Tárel sólo pensaba en la asquerosa Gloria, maldito fuera. Vir le trataba como si fuera un retrasado. Varu sólo vivía para la juerga y el vacile, igual que Zoe; ojalá terminara con la crisma partida o muerto en alguna cuneta. Jesús nunca se enteraba de nada y era imbécil.
Tampoco podía contar con Iván. Porque Iván estaba loco, pero loco de verdad, no en el sentido entrañable. Más loco que una cabra, bien jodido de la cabeza. El náufrago sexy era, detrás de su fachada, un demente que ni siquiera recordaría haber besado a Gabriel dentro de unos días, considerando que había olvidado que él mismo se rajó con la navaja de su padre cuando tenía ocho años. Tal vez ni se podía decir que Iván fuera capaz de sentir auténtico afecto por alguien, ¿verdad? A los psicópatas les ocurría eso, o al menos Gabriel recordaba vagamente haberlo leído en alguna parte.
Ni siquiera Jan era verdad.
Tal vez lo único que pasaba era que él mismo estaba también loco, mucho más loco y pasado de vueltas de lo que podía estarlo el náufrago, ¿por qué no? Quizá por eso había llegado a mover aquel maldito aro él solo sin darse cuenta, inconscientemente; para que alguien le aceptara, para ser amado, para que alguien le dijera “tú, tú, tú, Gabi”.
Su cabeza le mostró la imagen de su propio cuerpo destrozado en el pavimento tras saltar de la azotea más alta del instituto. Esa imagen le produjo alivio.
“Mátate, Gabi-Gabi.
Pero antes, mátalos a todos.”
Sonrió, y echó a andar rumbo a la cocina. Con movimientos automáticos, se dispuso a preparar un sándwich, y otro, y otro.


—Chicos. Tenemos que llamar a Gabriel. Tenemos que localizarle lo antes posible.
Virginia había levantado la vista del libro de ocultismo, y miraba a uno y a otro con los ojos desorbitados. El labio inferior se le arrugó, la barbilla comenzó a temblarle y ella rompió a llorar.
— ¿Qué? —Jesús se desplazó junto a ella y le rodeó los hombros con un brazo—. ¿Qué pasa, Vir? ¿Qué pasa con Gabi?
—He encontrado algo —logró articular ella con esfuerzo, después de tragar saliva—. Mira. —Giró el libro de espiritismo para mostrarle a su hermano una de las páginas finales, colocando el dedo junto al título sobre algunos párrafos en letra cursiva.
—“La leyenda de Zo-Zo” —leyó Jesús en voz alta—. ¿La leyenda de Zo-Zo? —desplazó los ojos de la página para mirar de nuevo a Virginia, sin comprender—. ¿Qué es esto, Vir?
Ella le alentó a leer con un gesto, incapaz de articular palabra.
“Según algunas fuentes, el inglés es el idioma del diablo” decía el libro. Vaya patochada. “Lo cual se delataría en el paralelismo entre “word”/”sword”, entre otros ejemplos. La actividad de esta entidad que se presenta en la oui-ja como “I’m Zo-Zo” (o también bajo los nombres de Mi-Mi, Ba-Ba, Po-Po o incluso Ma-Ma), ha quedado registrada, lamentablemente, en un sinnúmero de testimonios (…)”
Jesús dejó de leer.
—Joder. Vir.
Ella asintió. “Ji- Ji”, “Ba-Ba”, “Po-Po”. Cómo olvidar aquellos bucles que la anilla había trazado desde el principio, y que ellos habían tildado de estupidez sin sentido. Había estado delante de sus narices todo el tiempo. Aquella entidad había sido sincera a máximo grado, presentándose a sí misma desde el minuto cero.
“Cabe reseñar que Zo-Zo no es un espíritu desencarnado como tal, o al menos nunca ha sido humano. Se trata de lo que se podría llamar una presencia diabólica, y, por lo tanto, se impregna en sus víctimas a través de contacto, infestación y opresión, tal y como se indica en los informes del matrimonio Warren desde 1968. Se alimenta de la energía vital de una víctima escogida, aislándola, con el objetivo final de poseerla.”
El corazón de Jesús latía deprisa. Miró de nuevo a su hermana, incapaz de decir una sola palabra.
“Infestación”. “Opresión”. “Posesión”… ¿Posesión demoníaca? No quería creer lo que estaba leyendo, sencillamente no quería creerlo. Tranquilamente podría decir que aquel libro no decía sino mamarrachadas, pero, diablos, todo coincidía a tal nivel que costaría catalogar la situación como simple casualidad.
“Según las referencias testimoniales, Zo-Zo escoge desde el principio a una víctima en especial, presumiblemente a alguien emocionalmente vulnerable. Sin embargo, su área de impregnación se extiende con rapidez, provocando accidentes y desastres en todas las personas implicadas de algún modo en el contacto, como suele ocurrir en toda infestación diabólica”.
Accidentes. Desastres. Muertes y enfermedades sin explicación.
—Tenemos que localizar a Gabi como sea —sollozó Virginia, mirando suplicante a su hermano—. Jesús, por favor, trae el inalámbrico.


“Mátalos a todos, Gabi-Gabi. Ya solo quedan seis, incluyéndote a ti”.

A duras penas pudo entender Gabriel lo que Virginia le contaba entre sollozos al otro lado del teléfono. Tárel había muerto, eso sí lo entendió. Sonrió contra el auricular.
—Tomaré un taxi —le dijo, mientras terminaba de armar la mochila y metía en ella la bolsa de los sándwiches—. Estaré ahí en media hora. No te preocupes por mí, Vir. Yo estoy bien.

Notas finales
Manuel Acedos. 10 de junio de 1981 – 22 de junio de 1996. Fallece en la U.C.I de su hospital de referencia. Causa de la muerte: hemorragia interna masiva, asociada a intoxicación/envenenamiento con bromadiolona (raticida). Fue irónico que él se comiera más de dos sándwiches de crema de cacao y matarratas, cuando todo el mundo sabía que la fanática por la crema de cacao siempre había sido Gloria.
Los raticidas matan lentamente, y los síntomas toman algún tiempo en aparecer, incluso en casos de sobredosificación. Esto es sólo para que otras ratas continúen ingiriendo el veneno en el cebo, sin asociarlo inmediatamente con la muerte de sus congéneres.

Gloria Acedos: 7 de agosto de 1979 – 30 de junio de 1996. Fallece en la bañera de la vivienda familiar, donde es encontrada por su padre. Causa de la muerte: sección vertical y bilateral de ambas arterias radiales. Es normal que la pobre se suicidara después de haber perdido a su novio y a su hermano en el mismo mes, por no mencionar sus circunstancias familiares. Quién podría juzgar lo que a alguien se le pasa por la cabeza tras haber vivido algo así, una noche que está completamente a solas en casa.
Álvaro López: 2 de agosto de 1980 – actualidad. Cuando cumplió la mayoría de edad fue enviado a prisión de Alcalá de Guadaira, condenado a cinco años por homicidio imprudente con agravantes. Apenas dos años después, regresó a cumplir condena, esta vez cuarenta años, por asesinato. Es lo que pasa cuando a uno se le disuelve la vida entre juicios y reyertas callejeras: que uno al final pierde de vista el valor de su propia vida, ¿verdad, Varu? Por lo menos, Alcalá de Guadaira es una cárcel mixta y está en mitad del campo, aunque quién sabe las vistas que Varu puede tener desde su celda en uno u otro sentido.
Virginia Benjumea. 12 de diciembre de 1978 – 7 de julio de 1996. Fallece en el hospital tras un largo proceso de septicemia. Causa de la muerte: endocarditis infecciosa. La infección comenzó en una herida que ella se hizo en el pie izquierdo el día que tropezó y se torció el tobillo, pero los analgésicos enmascararon la fiebre. Una vez los síntomas sistémicos dieron la cara, ya no había solución.
Jesús Benjumea. 16 de febrero de 1979 – actualidad. Recientemente ha recibido el alta del centro psiquiátrico donde es ingresado de forma recurrente por episodios de depresión mayor, intentos reiterados de autolisis y alcoholismo. Sigue un programa de rehabilitación en consultas externas.
Este se ha quedado bien jodido, ¡aunque no ha salido del todo mal parado, comparado con los otros! Su sufrimiento en vida resulta un manjar muy apetitoso, explotable aún.

Zoe Peral. 20 de abril de 1980 – 31 de octubre de 1996. Fallece en el box de urgencias del hospital más cercano al lugar donde tuvo el accidente. Causa de la muerte: accidente de tráfico. Su amigo Álvaro conducía la moto robada en la que ambos iban subidos, bajo los efectos del alcohol y otras drogas recreativas. El personal sanitario hizo todo lo posible, pero los intentos de reanimación fracasaron.
Iván García de la Rosa. 15 de marzo de 1979 – actualidad. Agota su vida en el área de máxima seguridad del hospital psiquiátrico donde ya ha sido ingresado muchas otras veces. Es lógico que le tengan sometido a vigilancia extrema, considerando el número de ocasiones en las que ha atentado contra su propia vida. Por su resistencia violenta a tomar la medicación, habitualmente está retenido con sujeciones mecánicas, a fin de preservar el acceso venoso periférico para administración de sedantes y antipsicóticos. Ha sido muy placentero conocerle; con este me puedo cebar durante muchos, muchos años más.
Gabriel Vega. 27 de junio de 1980 – actualidad. Tras varios intentos fallidos de suicidio, morirá en diciembre de este mismo año mientras en su coche suena “Behind blue eyes” entre efluvios de monóxido de carbono. Será la versión de Limp Bizkit y no la de The Who, pero eso no importa. Estoy contigo, Gabi-Gabi. I love you.

Autor: Reyes

Sobre el autor

Reyes

16 comentarios en “Zozobra”

  1. Imposible que no me guste, poseyendo muchos de los ingredientes que tanto me suelen deleitar en una historia: tensión, dinamismo, misterio, lo oculto…

    Buen relato Reyes, un saludo…

    1. jajajajaj Martin J. Ville, creo que los dos somos de: «qué hacemos esta noche??!» «Maratón de pelis de terror!!!» (o de lectura, vaya!)

      Muchísimas gracias por leer y comentar <3

  2. Pues estoy jodidillo Reyes, solo he podido llegar a la mitad y me muerdo las uñas a ver cómo termina esto. Me gusta como tratas a los personajes, pero más las situaciones, los detalles y como interactúan con gestos y miradas entre ellos. Me retrotrae a mi juventud cuando jugábamos a estos misteriosos juegos, todo parecía mágico y nuestra vida transcurría dentro de esa pandilla que era toda nuestra vida. No quiero destripar nada, a ver si mañana tengo un ratillo y me lo termino. 👻

  3. ¡LO ACABÉ! jo, parece que algún extraño ser infernal me impedía terminar de leerlo, cada vez que me ponía con el relato me llegaban problemas, proyectos con conflictos, la caldera de casa que se ha estropeado, llamadas telefónicas, un programador que se cambia de empresa, la puta alergia que no veo nada porque me lloran los ojos, se me ha colgado el ordenador varias veces leyéndolo … Los juegos del malino YO YO o TE TE quién sabe. Muy interesante Reyes, cambios de ritmo, ambientes dobleces en la trama. Me lo he pasado bien leyéndolo, espero no llevarme NADA de recuerdo 🙂

    1. jsjajajjsjsjajjaj qué maldad, sembrando el trauma.
      Pensando en libros malditos me acordé del Necronomicon en estas pelis de Bruce Campbell y la escena del : «Te vas a acordar de las palabras?» «Aro que sí hombre», «pero apúntalas o algo pa’que no se te olvide, insensato!!» «que no, que no, que me acordaré, palabra».

      -klatu… Verata…
      … …
      -Klatu!… Verata!…. nsdhshfcoff coff xDD

      1. Las pelis las recuerdo vagamente, si recuerdo el libro de lovecraft. Una de esas lecturas que el el setentaitantos me acojonaba y ahora me parece bastante infantil. Me quedo con el recuerdo del terror qeu provocó leerlo entonces. ¿Sabes que venden el libro con las portadas cómo las describió Lovecraft? Te dejo en el foro las imágenes, molan, regalo de frikis.
        https://www.amazon.es/SAXTZDS-Necronomicon-Demonic-Hardcover-Decoraci%C3%B3N/dp/B0B4996L1S/ref=asc_df_B0B4996L1S/?tag=googshopes-21&linkCode=df0&hvadid=646900983974&hvpos=&hvnetw=g&hvrand=14476976444446621476&hvpone=&hvptwo=&hvqmt=&hvdev=c&hvdvcmdl=&hvlocint=&hvlocphy=1005493&hvtargid=pla-2022131969191&mcid=e345f9f6b9ae38b68b6bf98cba47ab8e&th=1

  4. Waaaaaaah!!! Gracias, Nacho!!!

    A mí Lovecraft también me gustaba… lo que pasa que es eso, ya de mayor… lo que ocurre es que me emociona/conmueve (persona rara soy). Me refiero a algunas historias, como ese cuento de un niño gitano que tenía un gatito, no sé si «los gatos de saturno» es el título.

    1. Alex, perdóname, soy un desastre y no vi este comentario.
      Es un bonito periódico encuadernado en piel humana y escrito con sangre xd, creo que lo venden en el kiosko de confianza y viene con 66 diablos de regalo xd.

      Espero que estés bien. No te preocupes por leer. Un beso grande.

  5. Yo lo leí completito, de principio a fin.
    Fue casi una hora de grata y muy interesante lectura.
    Amiga Reyes, te felicito, eres una escritora consumada.
    Me hiciste recordar los casos de posesiones satánicas que yo he visto en toda mi vida, han sido por jugar a la tabla ouija.
    Te mereces las cinco estrellas. Lo leí como el agua que fluye, de corrido y disfruté de cada escena que describiste.
    El final fue inesperado, y se ve que las notas finales las pusiste como si el mismo demonio las hubiera escrito.
    Eres un elemento muy valioso en el foro, mi querida amiga.

    1. Hola, Charly. Muchas gracias por tomarte el tiempo de leerlo y por comentar. Si te ha gustado, me hace muy feliz. Me lees mucho más bonita de lo que merezco <3
      Espero que hoy sábado puedas descansar la semana tan intensa. Ahora te escribo por el otro lado. Besos.

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