Di que te gusta
Tiempo de lectura:3 Minutos, 6 Segundos

Llego al pequeño pueblo agotado, cubierto de polvo, sucio, deshidratado y sumamente feliz. El pueblo, por llamarlo de alguna manera, son cuatro casas mal contadas arropadas por hectáreas y hectáreas de viñedos con el innegable encanto de la Italia profunda. El calor es insoportable, agosto en la Toscana. Estoy cruzando con mi moto el valle del Orcia al sur de Siena, tierra de los sabrosos vinos de Montalcino y Montepulciano. Llego a la plaza buscando un sitio donde aplacar mi sed y encuentro una fuente de cristalina agua que canta de frescor al chocar con la piedra.

Y allí está ella.

Posa sus ojos en mí con el aleteo azulado de un cuervo y me para en seco. Sentada al borde de la fuente su presencia lo abarcaba todo. Miro su cuerpo. ¡Cómo no verlo!, toscamente pintado con un vestido negro, dunas animadas por sensuales movimientos, oleaje calmo, retenido, que esconde y promete un mar embravecido.

Conversamos mientras juguetea trazando con el dedo sugerentes y complejos dibujos en el agua.

Embrujo.

Sus labios, rojos, llenos, ríen mis gracias mientras sus manos enredan los bucles de su pelo. Lo dicen sus palabras, pero lo confirman sus gestos. Me invita a seguirla y yo, autómata de sus deseos, la sigo. Cruzamos la plaza y entramos en uno de los portales. Dentro la estancia está en penumbra, fresca, piedra y madera. Varias personas preparan comida. Orégano, aceite, pasta, tomate, vino. Van y vienen. Ella toma mi mano y me lleva levitando por la sala presentándome a todos. Me dan a probar esto y aquello, todo delicioso. La copa de vino nunca se acaba, es una copa mágica, podría estar bebiendo toda la vida que siempre estaría a medio vaciar.

Burata, lasaña, risotto, focaccia, carpaccio y la copa siempre llena.

Fuera el sol y la luna se alternan en loca sucesión, dentro comida, risas, vino y música. ¿Aquí nadie trabaja? Mandolinas, ocarinas, chitaras, tamboriles y chirimías cantan y la ondina baila tresconeto solo para mí.

Hechizo.

Agotada cae entre risas a mi lado, toma mi copa y bebe. Sus movimientos parecen alocados, pero están totalmente calculados, leves roces de sus manos en las mías, un pequeño apoyo en mi hombro al levantarse, la presión de su rodilla contra mi pierna mientras hablamos.

Asoman las estrellas entre las balconadas de madera, nuestros pasos resuenan en el silencio y nuestras risas despiertan, seguro, envidia y recelo a los oídos escondidos.

Felicidad.

La habitación arde, ella languidece ronroneando en la cama como una pantera de suaves caderas. La miro y veo la línea temporal que supone quedarme, una vida de placer y dolor, de consentida avenencia y anhelos por el viaje perdido. Me duele la espalda, el espejo refleja en rojo los arañazos de la pasión desinhibida de la noche pasada. Sumerjo mi cabeza bajo el grifo, pero el agua no consigue quitarme el sopor en que me encuentro desde que llegué. ¿Será por el vino? ¿Por la droga adquirida con el roce de su piel? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Dónde estoy realmente? Temo, como Odiseo, si habré llegado a Ogigia y estaré yaciendo con Calipso en pos de la eternidad.

Salgo a la calle. Ha llovido, pero el calor ha secado los adoquines dejando a duras penas algo de humedad en el aire. Camino hacia la plaza, la fuente aparece ahora desangelada y triste sin su presencia, mi moto está ahí donde la dejé en una vida pasada.

Huida.

Recorro la estrecha calle saliendo del pueblo dormido, el ruido del motor retumba en las paredes donde antes cantaron nuestros pasos. El pueblo encoje en mi retrovisor según me alejo. Frente a mí, viñas y el camino, a mi espalda la añoranza y el olvido.

Autor: Ignacio Chavarría

Sobre el autor

Ignacio Chavarria

4 comentarios en “Cantos de sirena”

  1. Nacho, sin menospreciar todo lo que he leído de ti y que está excelente, este es el mejor relato que hasta ahora he disfrutado de tu pluma. Hay mucho qué aprender de tu estilo y de tu escritura.

  2. Qué belleza de relato, Nacho. Increíbles acordes de forma que me han llevado a sentir y a verlo todo. He experimentado la angustia de quedarse y el desgarro de marchar. Bravo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *