Di que te gusta
Tiempo de lectura:4 Minutos, 19 Segundos

Mikel es grande, con manos como raíces de melojo y espalda como los montes del Gorbea. Dentro de Mikel está el pequeño niño que hablaba con las palomas camino a su casa. Al pequeño Mikel le fascinaba el zureo de estos animales. Ya de pequeño era un gigante y causaba cierta extrañeza ver la suavidad y ternura en su mirada en contraste con la rudeza de su desgarbado y exagerado cuerpo. Parecía no tener control de su fuerza y amplitud, incapaz de coordinarse y con tendencia al destrozo. El pequeño Mikel intentaba relacionarse con el mundo a través de las torpes y enormes manos del gran Mikel, y esto no generaba más que decepción y ansiedad en su corazón.

Yo contemplaba a ambos en continua lucha por la supervivencia de uno de ellos. Cualquiera de los dos por separado podría haber sido feliz: el niño en su dulzura y el gran Mikel en su bonachona y torpe brutalidad, pero juntos estaban destinados a la infelicidad.

También podría hablar de Mercedes, la pequeña e insignificante Mercedes, con sus gafitas de alambre siempre al borde de su pequeña y picuda nariz, con sus labios rectos en perpetuo reproche, con sus manos trenzadas en una súplica permanente y sus zapatos negros, lustrosos y claramente anticuados. Dentro de Mercedes hay un poeta viejo, apergaminado y posiblemente alcohólico que despierta por las noches gritando versos etílicos y groseros, que Mercedes escucha alterada y horrorizada, y consiente con sumo placer. Ella y el zafio poeta se conocen desde siempre, se soportan y se dan su espacio; él no se entromete en el piadoso fervor de Mercedes, y ella no calla los gritos nocturnos del bardo en su interior.

Observo, siempre estoy observando, porque las cáscaras engañan, confunden con su colorido y oscuros matices; ocultan el interior, lo que está prisionero, lo cierto, lo que debería ser, pero no puede aparecer. Observando, descubro al ser oculto. Aparece en pequeños gestos que rompen un serio rictus con una mueca que contiene una risa desbocada, una mano que coquetea con el borde de una falda extremadamente larga y tupida deseando liberar la impudicia, los ojos de un anciano en el rostro de un niño.

Así, observando, descubrí lo que oculta Bernat. Camina cada día frente a mi ventana. Gris sobre gris, gris de cara, de alma y de ropa. Camina rendido a la vida, apagado, mirada baja, pasos lentos, como si cada uno que da lo llevara directo al cadalso. No sabía de Bernat antes de verlo deambular frente a mi casa; no sé si antes era así o hubo algo que le apagó la llama. Lo que llamó mi atención fue un instante de luz en sus ojos. Un recuerdo, un pensamiento fugaz que lo iluminó desde dentro. Ese día llevaba una pequeña flor en la mano. No era una gran flor, era un pequeño ramillete de verbena morado intenso que destacaba insolente en su cenicienta mano. Decidí seguirlo, ávido por descubrir el secreto que ensombrecía su alma y que se esconde en su interior, destellando luz con el recuerdo. Me costó seguir su paso, no por apresurado, sino por lento y desolado.

Las campanas de la iglesia tronaban en su llamada, y Bernat acudió en su lánguido deambular. Yo lo seguí. El ambiente en el templo era fresco, con aroma a incienso, sepulturas de piedra y pecados inconfesos. El joven sacerdote hablaba con calma y fervor, y los primeros bancos asentían cada palabra con fe y esperanza. Bernat ocupaba una esquina oscura, fuera de la nave y oculto entre capillas. En la penumbra destacaba el color de la verbena y su sonrisa ilusionada, los ojos fijos en el joven pastor. Dentro del hombre gris había dicha y amor contenido que se conformaba con acudir, cada domingo, al encuentro con su amor escondido.

Y luego estoy yo. Y está él. Debo decir que me siento más coraza que cáscara, porque soy cárcel de mis instintos. Yo veo a Mikel cuidar a su dulce niño amante de los pájaros, a Mercedes en lucha interna entre sus piadosos rezos y los bárbaros versos del impío poeta, al pobre Bernat y su amor imposible, y siento compasión. Él siente rencor, siente ira, ve en Mikel debilidad, en Mercedes lascivia y en Bernat sumisión, y se enciende y clama por salir y destruir. Él no soy yo, pero vive en mí, repta por mis pensamientos dejando veneno y podredumbre. Él es el mal, el dolor que siento y no puedo permitirme dejar ver.

No siempre lo consigo; a veces él prevalece. Entonces sucede.

Encontraron a Mikel de mañana en el camino del río; el corte de su cuello regaba la húmeda tierra, cubriendo el rocío. Mercedes murió en la noche profunda, ahogada en los excesos del viejo poeta; él solo tuvo que añadir algo de nicotina a la botella. El cuerpo de Bernat amaneció desnudo en la escalinata de la iglesia; su mano aferraba un ramillete de verbena y tenía el corazón, literalmente, partido.

No puedo permitir que él salga y no tengo control para impedirlo; por eso estoy ahora en el puente, decidido a terminar con él y, por supuesto, conmigo.

 

Autor: Ignacio Chavarría

Sobre el autor

Ignacio Chavarria

2 comentarios en “Cáscaras”

  1. Uauuuuu…
    el relato no tiene fronteras…todo es un mundo paralelo…imposible no reaccionar ante tal confusión en la que una inmensa y abrazadora impotencia toma la palabra y exclama…¡Presente!

    Admiro y aplaudo tu excelsa pluma, poeta.
    Shalom javer

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *