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Nada más abrir la caja de zapatos, supe que todo había acabado. Dentro, primorosamente envuelta en papel de seda, había una Rolleicord de Franke & Heidecke de 1934. En mis manos de adulto parecía mucho menos pesada que en mi recuerdo, cuando mi abuelo me la colgaba del cuello e íbamos a cazar. Pero su tacto, las formas, los mecanismos… todo permanecía en mí como una impronta que se reveló solo con tocarla. Mis manos recordaban los movimientos: la palanca de avance de película, el obturador Synchro-Compur, el mecanismo de enfoque con indicador de profundidad de campo y el desbloqueo del disparador para realizar exposiciones dobles. Todo estaba ahí, guardado por mi yo de quince años para ser recuperado ahora al tocarla de nuevo.

La caza comenzaba ritualmente en el bar de Lorenzo, en una esquina de la calle Embajadores donde vivía mi abuelo. Lorenzo, entusiasta de la fotografía como él, me ponía un suizo y un vaso de leche muy caliente con una cubierta de densa nata y un par de cucharadas de ColaCao que invariablemente se resistían a disolverse. Si eso me lo hubiera puesto mi madre para desayunar, habríamos tenido pelea. Pero estábamos de caza, y los cazadores desayunan lo que hay.

Mi abuelo y Lorenzo se desayunaban unos carajillos de coñac 103 que olían muy fuerte mientras hablaban de cámaras, revelados y objetivos. Yo, mientras, me comía el suizo mojado en la nata cubierta de ColaCao e intentaba aprender algo de lo que ellos decían.

Una vez alimentado el cuerpo, empezaba la cacería: alimento del alma. A veces íbamos por la Ronda de Toledo hacia el parque del Casino de la Reina, a cazar paseantes; otras, por la Ronda de Valencia, hacia la estación de Atocha, a cazar viajeros. Pero a mí la ruta que más me gustaba era cuando tomábamos Miguel Servet hacia la plaza de Lavapiés. Esas calles estrechas, con esos nombres tan castizos: Tribulete, Argumosa, La Fe, Primavera, Sombrerete, Ave María. Los olores, el sonido de los negocios, esos balcones con ropa tendida y geranios en flor… y la gente, sobre todo la gente. Cada mirada era una imagen en mi cabeza.

Mi abuelo me enseñó a imaginar las fotos, a encuadrar de memoria antes de usar la cámara, y ahora veo la vida en enfoques de fotografía de formato medio de 6×6 cm, con el horizonte arriba o abajo, nunca centrado, y puntos de fuga que me llevan irremediablemente al punto de interés. Puedo hacer mil fotografías mentales, pero en una cacería solo llego a disparar una decena de ellas. Las importantes. No es fácil distinguirlas: a veces esas imágenes solo duran un suspiro y solo tú las ves. Son un pequeño rayo de sol a través de la tormenta que ilumina lo excepcional.

Mi abuelo tenía magia. Sus dedos eran tan veloces y conocía tan bien su vieja Rolleicord, que hacer una fotografía y capturar el momento exacto era, en sí, un movimiento natural. Yo solo intentaba conseguirlo. Ahora es mi vida.

Recibir la caja de zapatos con la vieja cámara de mi abuelo ha sido recibir su alma. Me la envía cuando ya no la necesita, porque sé que está muerto.

 

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

2 comentarios en “6X6”

  1. Confieso que el relato, verìdico o no, conmoviò todo mi ser.
    Tu forma de escribir es digna de un aplausòn, esos de los grandes.
    Gracias por compartir, colega de la pluma.
    Shalom javer

  2. Hola Beto, como casi todo lo que escribo es una mezcla de sueños, vivencias imaginadas y realidades trastocadas, … «Y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira» 😉
    Gracias por sus comentarios, recibo el aplauso como se merece viniendo de ti.
    Un abrazo

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