
Caía el sol de una cálida tarde de verano cuando nací. El verano estaba siendo duro tanto para mi madre que cargaba conmigo en su enorme barriga cómo para mí que ya no encontraba forma ni lugar para acomodarme en ella. Ese día, mi madre caminaba como todos los días, con sus andares de pato embarazado, por la senda de la ribera del río cuando notó la humedad en sus piernas. Mi padre que la acompañaba entró en pánico, la acomodó bien sentada en el muro, y saló corriendo en busca del coche. Mi padre no corría mucho, por aquel entonces no estaba tan gordo como ahora, pero nunca había sido de correr. Ese día corrió como si le fuera la vida y al rato volvió por el sendero con nuestro “dos caballos” arrancando la maleza que arrastraba como si lo hubieran decorado para una boda. Subió a mi madre, y claro a mi también, y retornó todo el sendero marcha atrás, ya que era imposible dar la vuelta, hasta la casa. El pueblo no tenía médico y el hospital más cercano estaba en el fin del mundo dadas las circunstancias. Mi padre estaba perdido, andando al lado de mi madre sujetándola como si fuera de cristal, pero sin saber que dirección tomar o que hacer. Gracias a dios mi madre, a pesar de ser primeriza, mantenía la calma; había pasado los últimos meses leyendo y releyendo todo lo que había a su alcance sobre el embarazo y el parto así que tomó las riendas de la situación. Mandó a mi padre tareas concretas, llamar al médico que tardaría el llegar una par de horas, llenar la bañera, poner agua a hervir, buscar toallas y sábanas limpias. Cuando a un hombre le dices claramente lo que tiene que hacer, cuando tiene un objetivo claro e instrucciones precisas se convierte en una máquina bien engrasada.
Con mi padre ocupado mi madre se acostó y empezó a respirar con pausa y sincronía. Escuchar su respiración me calmó, hay tiempo me dije, vayamos con calma. Esto pasó a mediodía, cuando mi madre y yo vimos que el parto no era inmediato y que el médico tardaría un rato todavía nos concentramos en preparar unas lentejas que habían quedado en remojo la noche anterior. Vendría gente a casa y pensamos que una buena olla de lentejas serían bien recibidas.
Llegó el médico y entonces sí, entonces decidimos que era el momento de vernos las caras mi madre y yo. El parto fue fácil y suave, dice mi madre que reí en vez de llorar cuando el médico me hizo reaccionar con una leve palmadita en el culo, pero yo creo que son cosas de madre. En ese momento, cuando me pusieron sobre su pecho y me empezó a hablar con su voz cálida y reconocible empezaba a ocultarse el sol y se podía ver por la ventana abierta la primera estrella en el cielo. Verper, me dijo mi madre, la estrella vespertina, así te llamarás. Mi padre desde entonces dice cuando llega esta hora que está verpeando. Así fue mi primer día y he de decir que, aunque yo no las probé, las lentejas estaban riquísimas.

Sobre el autor
Ignacio Chavarria
