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Siempre me ha llamado la atención el puntillismo; desde niño, desde que la profesora de manualidades nos puso ese ejercicio en clase. Un folio por alumno y un alfiler. Eso abrió mi mundo, lejos de los lápices de colores, de las ceras, las acuarelas, los rotuladores y las oscuras barras de carboncillo. Mientras mis compañeros pinchaban el folio siguiendo el dibujo superpuesto yo inventaba todo un mundo de espacios en blanco y vacíos. Enseguida entendí lo que la punta del alfiler me pedía, un agujero preciso, un rasgado, un pequeño pellizco horizontal levantando la textura del lienzo para dar volumen. La maestra quedó impresionada; tanto que llamó a mis padres y estuvieron hablando en su despacho largo tiempo sobre mi dibujo.

Desde entonces siempre llevo alfileres conmigo, normalmente prendidos en mi ropa, pero también tengo mi pequeño estuche. Lo construí yo, porque no encontraba nada que me pudiera servir. Un trozo de piel de vaca de unos cinco por quince centímetros al que puse un acolchado de algodón cubierto de tela por uno de sus lados. Ahí puedo pinchar los alfileres ordenados por longitud y grosor, siempre a punto para ser usados. Luego, enrollado, es fácil de llevar en un bolsillo.

He practicado mucho desde ese primer dibujo que realicé en clase. No ha sido fácil perfeccionarme, encontrar la técnica, el pulso, los alfileres correctos, pero con tiempo y dedicación todo es posible. Cada vez estoy más cerca de conseguir ese dibujo perfecto, con el detalle y la profundidad para que parezca real y no una simple copia de la realidad.

Enseguida entendí que el papel no era el mejor soporte para esta técnica, demasiado fino y rígido no permite la sensibilidad y el detalle que buscaba, empecé a utilizar otros materiales, conseguí algunos dibujos bastante interesantes sobre soportes vegetales, pero no eran exactamente lo que buscaba, el plástico no me dio ningún placer. La madera, aunque demasiado rígida y dura, me enseñó a utilizar sus vetas y rugosidades e integrarlas en mi diseño. Aprendí a ver, antes de agujerear, el dibujo que cada superficie requería.

Al final descubrí la piel y eso me abrió los ojos, el primer dibujo que tracé me impresionó tanto que estuve varios días mirándolo, contemplando cómo cambiaban esos trazos que hice con mi alfiler. Entendí cómo y cuánto debía profundizar, cómo rasgarla o levantarla con la afilada punta del metal para crear la dimensión que deseaba. Entendí la rugosidad, su plasticidad, los cambios al estirarla o arrugarla y el proceso posterior, lo que vendría con el tiempo, el cicatrizado, las ampollas, las cicatrices. Entendí qué productos provocarían el efecto deseado, cuales darían más textura, cuales los colores sanguíneos o amoratados más apropiados. Descubrí la sal, el limón, las diferentes temperaturas de aire, los ácidos, el tiempo. Si tan solo pudiera evitar los gritos, si tan solo las pieles dejaran de gritar, sería todo perfecto.

 

Autor: Ignacio Chavarría

Sobre el autor

Ignacio Chavarria

5 comentarios en “Alfileres”

  1. Querido Nacho, ayer leí este relato y me puso los pelos de punta. Adoro cuando escribes fantasía negra. Creo que precisamente por ser aficionada a las cosas truculentas es que…ahhhffsfsf, ya me olía en qué iba a desembocar la fascinación del protagonista!!!! Lo que no quita para que haya sido un placer leerlo.
    Un abrazo muy fuerte.

  2. ¡Buenas! ¡Oh, qué tétrico! ¡Me encantó! ¿Qué tal si tu psicópata interno se junta con el mío y llamamos a Reyes para algún día juntar los tres? ¿Qué dicen?

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