Marco es tan sensible, tan emocional. Puede pasar horas mirando una flor marchita, pensando tal vez cómo fue que perdió su color y admirando la muerte representada en los pétalos caídos. Llora al sentir el aire en su cara por percibir que ese mismo aire acarició otros rostros antes y lleva hasta él el dolor de esas personas. Marco es pálido y enfermizo por decisión propia, cómo forma de vida. Nació sano y realmente no tiene problema alguno de salud, pero todo él muestra la debilidad de un suspiro. Larra, Bécquer, Zorrilla, Espronceda y Rosalía abarrotan su mesilla de noche y velan sus sueños con la desesperación del romanticismo más puro. El color huye de sus mejillas y de su ropa haciendo de Marco una diapositiva en blanco y negro. En su mesilla de noche, junto a los ajados libros comentados y subrayados mil veces hay un pequeño frasco donde guarda sus lágrimas; no todas, solo las que parten de su alma atormentada. Su mirada perdida busca nubes negras en el cielo azul, esquiva la luz del sol que podría llevar algo de color a su oscuro mundo, deleita y estira los momentos donde el dolor de vivir le oprimen por dentro. Se recrea en ellos y los atesora en sus recuerdos. Rememora esa mañana de tormenta de septiembre en la playa, el viento azotando los restos del verano bailando la arena desierta de sombrillas, niños y risas. Recuerda esa tarde con sus amigos, cuando todos reían y él se retiró con su aflicción, pesaroso, mohíno, apenado y teatralmente compungido a un rincón donde todos acudieron a darle consuelo. Son esos días, esos momentos los que le dan la vida, los que dibujan en su boca, a duras penas, una tibia sonrisa.
Marco vive en la muerte y se recrea en ello. Toda su vida le duele, le duele sentir que expande tristeza a su alrededor y le reconforta ver a los demás hundirse en la desesperación al no poder hacer nada por conseguir su felicidad. Si supieran ellos que es precisamente en ese estado desolado donde él es plenamente feliz.
Hoy ha salido a pasear, ya tarde, cuando el sol se oculta y el manto de la noche comienza a extenderse. Le gusta caminar por los cementerios donde la quietud de los muertos y el olor de los crisantemos le llena de paz; esa paz que busca en la tristeza, en el olor de la tierra mojada, en el silencio de la piedra tallada de gárgolas y ángeles protectores. Busca su lugar entre ellos, imagina el momento donde la muerte le libere; piensa en quitarse la vida. Marco lleva un relicario de plata colgado del cuello, dentro no hay un mechón de pelo ni una fotografía de su amada, envuelto en el argento metal hay una pequeña cuchilla afilada como la mirada de una mujer engañada. Algún día podría arañar con ella su muñeca y llorando lágrimas rojas vería su vida escapar en un tranquilo sueño final. Algún día, pero no hoy. No es el momento de acabar con la felicidad de estar triste, ¿Cómo rechazar las horas pasadas en la autocomplacencia del dolor?, ¿Cómo rendirse cuando su triste vida le da tanto placer? Momento habrá de alimentar gusanos y abonar tierra de cementerio. Lo entendió el día que cortó sus venas, cuando su vida escapaba a chorros en el agua caliente de su bañera empezó a recordar sus momentos de pesar atesorados y se dio cuenta de que los perdería, que desaparecerían con él, que no habría lágrimas para el cristal de su mesilla y que nadie leería de nuevo las páginas de sus libros, nadie muere solo, se lleva todo lo que es y lo que será, se lleva el tiempo que ya no tendrá con su familia, con sus amigos y deja una pincelada oscura en su recuerdo. Lo entendió y mientras el dolor de vivir apuñale su corazón el relicario de Marco se mantendrá cerrado.
Autor: Ignacio Chavarría