Cuando llegué a casa, tenía los zapatos llenos de polvo y las medias todas sucias. El partido había terminado hacía poco, y aunque me había esforzado, no sirvió de mucho. Perdimos. No estaba enojado, pero algo dentro de mí se sentía raro, como cuando buscas algo que sabes que no vas a encontrar.
Abrí la puerta y ahí estaba mamá, en la cocina. Me miró rápido mientras movía la olla con una cuchara.
— ¿Cómo te fue? —preguntó, pero sin esperar una respuesta.
— Perdimos el partido… —dije, esperando que ella preguntara más.
Pero no lo hizo. En vez de eso, soltó un suspiro y dijo lo de siempre.
— Mmm… No entiendo por qué pierdes el tiempo con eso. Deberías concentrarte en tus estudios. Los deportes no te van a llevar a ningún lado.
Me quedé quieto, mirando el suelo. Tenía tantas cosas que contarle del partido, cómo me esforcé, cómo corrí más rápido que los demás, cómo me sentí cuando vi la pelota entrar al arco… pero las palabras se quedaron atoradas en mi garganta.
Caminé hacia mi cuarto y me acosté en la cama, mirando el techo. Me sentía como si, a pesar de haberme esforzado, no hubiera logrado nada. En la casa solo se escuchaba el ruido de la olla en la cocina.
Un rato después, escuché la puerta principal abrirse. Papá había llegado.
Papá nunca subía a mi cuarto cuando llegaba a casa, por eso me sorprendió escuchar sus pasos en la escalera. La puerta se abrió despacio, y él asomó la cabeza.
— ¿Qué tal, campeón? ¿Cómo te fue hoy?
Me encogí de hombros sin mirarlo. No sabía bien qué decir. Había metido tres goles, pero igual… todo se sentía mal.
Papá se acercó y se sentó en el borde de la cama. Era raro verlo ahí, conmigo, porque casi siempre estaba trabajando o fuera por algo. Él también parecía un poco incómodo.
— Tu mamá me dijo que perdieron el partido.
— Sí… —respondí, mirando mis zapatos sucios.
Papá se quedó en silencio un momento, como si no supiera qué más decir. Luego se levantó lentamente.
— Bueno, a veces no se puede ganar siempre. Lo importante es que sigas practicando.
Cuando estaba a punto de salir de la habitación, se detuvo y me miró de nuevo.
— Pero dime algo… ¿te divertiste jugando?
De repente, sentí algo extraño en el pecho. No sabía qué me pasaba, pero antes de darme cuenta, las lágrimas empezaron a salir. Intenté cubrirme la cara con las manos, pero era imposible detenerlo. No entendía por qué lloraba. No era solo por perder, no era solo por lo que mamá dijo… era algo más grande que no sabía explicar.
Papá me miró, claramente sin saber qué hacer. Volvió a sentarse a mi lado, sin decir nada. Solo se quedó ahí, mientras yo trataba de detener las lágrimas, respirando con dificultad. Me daba vergüenza, pero al mismo tiempo no podía parar.
— No sé por qué me siento así —logré decir entre sollozos.
Papá no me contestó de inmediato, solo puso una mano en mi hombro. Estaba esperando, tal vez, a que yo encontrara la manera de seguir hablando, pero no tenía palabras para lo que estaba sintiendo.
Y así nos quedamos los dos, en silencio.
Esa fue la primera y última vez que vi a mi papá llorar.
Autor: Alex Pallares
Me parece magnífico, Alex. En algo tan natural y complejo como son los sentimientos colocaste un velo que habla por sí mismo. Siento que puedo entender muy bien a ese niño (y al padre indirectamente). Gracias por escribirlo.
Gracias por pasar por aquí querida amiga 😽
Si, much@s hemos pasado por esto, quiero creer que tod@s. Esa sensación de que a nadie le importan nuestros problemas tan importantes y enormes cuando somos niños y tan insignificantes a la vista de los adultos. La grandeza de ser padre o madre es saber identificarlo y decir las palabras mágicas adecuadas. A veces incluso no decir nada, solo estar.