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El calor en la habitación es sofocante. He quitado la colcha para tumbarme desnudo sobre las sábanas limpias, pero el frescor ha durado poco; ahora las siento igualmente húmedas y pegadas a mi piel. Tampoco ayuda mi ánimo a sobrellevar este caluroso verano.

El doctor fue rápido y sincero, quirúrgico, diría yo. Los oncólogos son especialistas en eso: en alejarse lo suficiente del paciente para no volverse locos, pero estar lo suficientemente cerca como para parecer empáticos. Supongo que es una asignatura en la carrera: “Comunicación de enfermedad terminal al paciente”.

Las sesiones de quimio son insufribles. Creo que las dan para que te acostumbres a la muerte, o para que la desees. Un par de sesiones más y acabaré creyendo que el final es un mal menor.

Hacía tiempo que sabía que algo estaba mal. Algo grave. Algo irremediable. Algo que no quería saber, que necesitaba ignorar. Si no me hubiera caído por las escaleras en el centro comercial, no me habrían llevado a urgencias; entonces no me habrían hecho análisis, ni habrían detectado al demonio, ni habrían pedido más pruebas para cerciorarse, ni me habrían llamado del hospital, ni el pobre doctor se habría visto obligado a hablar conmigo para comunicarme lo que ya sabía, pero quería ignorar.

De todas formas, ya no hay más quimio, ni más pruebas. Se han dado por vencidos. Cuando te mandan a paliativos y te dan drogas duras, es que se han rendido.
Te dicen que luches, que solo tú puedes luchar contra la enfermedad. LUCHAR, no VENCER. Ponen mucho cuidado en las palabras. Ponen mucho cuidado en todo, porque saben que están hablando con un cadáver que aún no sabe que ya está muerto, y no quieren asustarlo.

Alexa, pon mi música.

Mi música —Alexa lo sabe— es ruido rosa, un manto de agua que cae del cielo a mis oídos, un torrente sonoro que empapa mi alma.

Alexa, volumen diez.

El torrente inunda la habitación, chorrea por las paredes y golpea el suelo húmedo con gotas de piedad, de lástima, de compasión. Rasga el aire a mi alrededor, pintando de misericordia mis oídos.

Quince días. Tal vez un mes. Cuando has dilapidado tanto tiempo, qué poco parece.

Noto el efecto de los medicamentos. Ponen al alcance de un desahuciado un revólver cargado.
¿Por qué esperar?
Si solo queda dolor y degradación, si tengo fecha y hora, si no hay más, si ellos han abandonado…
¿Por qué seguir yo?

 

Autor: Ignacio Chavarría

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Ignacio Chavarria

Un comentario sobre “Manto rosa”

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