
Como siempre, voy a tratar de escribir esto desde la plena sinceridad de mi corazón. No escribo sobre verdades universales pero tampoco sobre mi opinión; mi opinión realmente no me interesa o no me importa mucho, y menos en este tema concreto que me propongo abordar por mera necesidad de vomitarlo. Pero es verdad que cuando uno está en contacto con realidades “duras” en su vida cotidiana, uno (o al menos eso me ocurre a mí) ha de hacer un esfuerzo para trasladar al papel su verdad -no su opinión, sino su verdad, su experiencia- sin caer en eufemismos. Sé que mis esfuerzos serán torpes porque soy humana, que mi expresión escrita no sea probablemente la mejor en este texto, así que, de antemano, gracias por la paciencia al lector.
Algunos ya me conocéis. He escrito sobre salud mental y sabéis mi trayectoria. Es curioso que, siendo yo una persona que ha tratado muchas veces de quitarse la vida, la misma vida es la que me ha colocado en un lugar donde acompaño a personas que van a morir, y la mayoría de ellas no ha elegido hacerlo. Solamente he tenido un caso de un hombre que eligió la eutanasia. El resto de mis pacientes se han enfrentado al tramo final de su vida porque así les ha venido dado en sus circunstancias personales.
Me dedico a eso. Estoy en la última puerta con todos mis compañeros, en la última puerta que una persona cruza. Es curiosa la vida, y sólo yo sé mi realidad, así que internamente me digo, cada día que pasa, que es algo muy significativo que yo, precisamente yo (dada mi trayectoria personal) haya terminado aquí en mi momento presente, en la unidad de cuidados paliativos de este hospital.
Como digo, junto con todos mis compañeros me dedico a esto: a acompañar, y a que las personas transiten la última etapa de su vida sin sufrimiento. Dicen que las personas que se dedican a sanidad salvan vidas; en realidad no todos, porque ya ves que algunos salvamos la muerte. Salvar la muerte significa: promover un tránsito digno para una persona, un cambio de estado sin dolor y sin sufrimiento en lo posible.
Imagino que, al margen de la morbosidad que cada uno pueda tener en mayor o menor grado, no nos gusta pensar en la muerte. Sobre todo si nos toca de cerca. Comúnmente, la muerte es entendida como un final. Como un evento trágico. A veces lo es: un infarto fulminante, un accidente. La persona se marcha sin despedirse, y nadie puede despedirse de ella tampoco. Le tenemos mucho miedo a eso y es normal. Pero aquí, donde yo trabajo, la muerte no es un evento, sino que es una etapa -la última-, es decir, un proceso que tiene una duración en el tiempo.
Todos nos hacemos idea de lo que significa pasar por una etapa fisiológica en la vida. A lo largo de nuestra existencia, experimentamos cambios en nuestro cuerpo y en nuestra psiqué. Las mujeres tenemos la menarquia (la primera regla), y muchas podremos, seguro, recordar aquello tan extraño que se sentía en el cuerpo los días previos, los meses previos. Recordamos cambios físicos y cambios en nuestra permeabilidad emocional, y cómo desde entonces nos volvimos seres cíclicos y así aprendimos a reconocernos, incluso pudiendo prever en el calendario cuándo nos íbamos a inflamar, cuándo probablemente íbamos a estar más hambrientas o más sensibles. “Es la vida”, ¿verdad? Nos guste o no, es así. Pues, bueno, la muerte como etapa también “es la vida”. Es un proceso tabú en nuestra cultura y por eso es desconocido. No es agradable ser testigo de él en nuestros seres queridos. Nos alarman las pausas de apnea, los cambios en el color y el olor de la piel, los estertores. Empezamos a morir cuando aun respiramos. A veces toma mucho tiempo, muchos días separarse del cuerpo, y la realidad es que no estamos preparados para acompañar a nuestro ser querido en esta última transición. Incluso a las personas que trabajamos en esto y acompañamos desde una “distancia” profesional a veces nos cuesta mucho.
En la unidad de cuidados paliativos, suelo explicar esto a los familiares de mis pacientes. Nos sentamos en una salita especialmente acondicionada para esto, y les digo que la muerte es una etapa más, es un proceso, no un evento. Veo en sus rostros que esta simple frase cae como un golpe inesperado, por mucho que uno la formule despacio y con total delicadeza.
Esos familiares con los que estoy ahora han avisado a “la enfermera” -que soy yo- con la mentalidad que tenemos todos: salvar la vida. Me han avisado porque la respiración de su ser querido es extraña. Porque se han dado cuenta de que huele diferente, de que pasa unos segundos sin respirar, tienen miedo de que se ahogue. Es tremendamente lógico. Quieren que yo llame al médico o que haga algo para que su ser querido vuelva a su normalidad, cuando ya no se puede volver atrás en este camino.
Y yo voy y les digo que su ser querido está en un nuevo proceso. Y que en el proceso de la muerte hay signos naturales que nos resultan alarmantes porque no los conocemos. Les hablo de las pausas de apnea, de los cambios en el aspecto. Les digo que, en este punto del camino, los únicos signos que no son naturales son los de sufrimiento: la tensión muscular, la contracción de músculos faciales, la expresión de dolor. Les estoy pidiendo a esas pobres personas que comprendan que el estertor que están oyendo se produce porque su ser querido se está apagando y no tiene fuerza para desplazar mucosidad en la garganta; que ese estertor no significa que su ser querido esté sufriendo porque, si se fijan en su rostro, verán que tiene una expresión de placidez y paz, como si estuviera dormido. Les cuento que en esta unidad tenemos medicación específica para que una persona no sufra, y modos específicos de administrarla (bombas de infusión, elastómeros) que nos aseguran su correcta asimilación. Les digo que más allá de las puertas rojas de entrada al pasillo, desde esas puertas para dentro, ningún paciente siente dolor. Es lo que nosotros en cuidados paliativos podemos garantizar: la ausencia de sufrimiento. Paliar el dolor, por otra parte, no acelera ni frena el proceso de la muerte, porque cada persona sigue su camino personal.
Una vez me he asegurado de que los familiares comprenden, suelo responder a la siguiente pregunta que siempre, siempre sin excepción brota a continuación:
“¿Cuánto falta?” “¿Cuánto tiempo así?”.
Sólo podemos dar una respuesta a esto y es: “no lo sé”. Es la verdad. Cada individuo transita su proceso personal. “Recuerden que se trata de un proceso, de un camino”. El último camino, señalado por hitos que son las ocasiones de lucidez para decir adiós. Nadie tenemos una bola de cristal para saber cuando la persona dejará al fin su cuerpo atrás. La duración de este proceso es como un DNI: personal, intransferible. Seguramente está inscrita en las circunstancias, las vivencias y el ADN de la persona en cuestión.
Seguimos en la salita, con unos vasos de agua, con un té que acabamos de preparar, o cafés o cualquier otra cosa. La conversación nos lleva otra vez a volver al punto de partida: “se trata de un proceso”. En verdad los humanos tardamos mucho en comprender esto. Se trata de una etapa, de un camino, no de un evento. Nuestras alarmas y mecanismos defensivos saltan. Es un proceso que dura, nos da tiempo para estrategias primarias de afrontamiento, para un duelo que inconscientemente habíamos iniciado mucho antes: rechazo, negación, proyección. Rechazo: “Esto no es como me están diciendo que es”, “hay que salvar la vida”, “todavía no es tiempo de esto”. Negación: “No puedo aceptarlo”, “no está pasando”. Proyección: “esto es culpa de los demás, de los médicos, de los cuidadores; nunca la cuidadora ignorante debió darle ese vaso de agua con el que se atragantó”. Somos humanos, nuestra cabeza es nuestro mayor enemigo y esto hace que el proceso sea increíblemente más duro. Y desde luego no podemos olvidar los dos mecanismos más terribles y crueles de compensación: la ira hacia la persona que nos está dejando, porque simplemente sentimos que no podremos soportar la vida sin ella (esto está muy bien reflejado en la película “Un monstruo viene a verme”), y la culpa, el odio hacia nosotros mismos porque a lo mejor fuimos nosotros los que le cuidamos “mal” a nuestro ser amado, los que le dimos ese vaso de agua fatídico que le hizo atragantarse y después de eso ya nada fue lo mismo, y le ingresaron en un hospital y ya no pudo remontar y ahora estamos aquí, en la unidad de cuidados paliativos, donde una señora muy amable vestida de blanco nos está contando algo horrible que nadie querría entender ni enfrentar.
Estas reuniones en la salita son largas. Si hago mi trabajo bien, lograré desbloquear un desahogo, que esas personas puedan exteriorizar cómo se están sintiendo si lo desean. Para eso estoy. Preparo té, café, mi cuerpo para dar apoyo si necesitan dar un abrazo a alguien desconocido (a quien les está contando todo eso que es tan difícil de comprender). Da tiempo a que los corazones de todos los que están en esa sala vibren en sintonía, con la mayor tranquilidad que yo pueda promover, porque a ellos no puedo pedirles que estén tranquilos.
“Salvar la muerte” de un paciente es también cuidar de su familia. No entiendo cómo alguien podría ver en mi trabajo algo que no sea un privilegio. A mi edad he comprendido que mi corazón es capaz de acompañar de verdad, y esto es para mí el infinito regalo que dura para siempre. Cada vez que estoy haciendo mi trabajo reconozco el valor del amor y de la existencia humana. Acompañar en el último tramo a otro ser humano es simplemente un acto profundo de civilización.
Después de una hora y media como mínimo salimos de la salita. Me pregunto si ahora van a enfrentar su realidad de otra manera cuando miren el proceso de la muerte en su ser querido, si sufrirán menos. Me respondo que no. Decir adiós es igualmente un proceso que puede ser demasiado largo, y no un evento. Decir adiós es un proceso seguramente mucho más duro y difícil que morir. Y para esto no importa que los guardianes de la última puerta hagamos bien nuestro trabajo, porque el proceso pertenece a cada persona. No existe la fórmula mágica para que alguien acepte la muerte de un ser querido sin desgarrarse. O por lo menos yo no la tengo en mis manos. Los trabajadores de cuidados paliativos no somos terapeutas, no tenemos esa formación, no podemos llegar tan adentro. Nosotros sólo explicamos lo que sabemos en cuanto al proceso de la muerte y lo hacemos lo mejor que podemos, con una bebida caliente, con voz pausada y palabras amables, con afecto si la necesidad de un abrazo aflora de forma natural. “Cuando un cuerpo atrapa a otro cuerpo”, como decía Salinger en ese libro tan controvertido que para mí habla de vocación; cuando los niños juegan entre el centeno al lado de un precipicio que no saben que existe. Mi querido e inestable Holden Caulfield habría sido un buen guardián aquí, pienso.
Autor: Reyes

Sobre el autor
Reyes

Hola Reyes, creo que todo el mundo debería leer esto. Me parece que tus vivencias, contadas como tu las cuentas, con sencillez, sensibilidad y maestría, son un claro activo para Literanoicos. Mucho mas que escribir, mucho mas allá que leer, compartir, enseñar, aprender, sentir. Mil gracias por textos como este 🙂
Muchas gracias a ti, Nacho: por publicarlo, por leerlo y comentarlo, por la fotografía (aunque ángeles no somos! xd sabes ese relojito rosa que llevan, yo lo tenía en rojo y… ;;;;;;;;;;; lo robé xd másomenos).
Estoy aprendiendo tanto que podría escribir toneladas. Es sencillo sacarlo y a la vez no. Tengo sentimientos encontrados siempre que envío algo de esto, por si será hiriente sin darme cuenta, si será ofensivo, si vulneraré privacidad o sentimientos de alguien. Me alegro si no ha sido así.
Besos!
Hola, querida Reyes.
Perfecta descripción que me ha transportado al día 19 de septiembre del 2019, que falleció mi hijo mayor con tan sólo 48 años en la sexta planta del hospital Virgen del Rocío de Sevilla: «Cuidados paliativos».
Para reforzar tu magnífico relato, me permito hacerte llegar esto que sigue a continuación, que lo escribió una chica (habitación contigua a la de mi hijo) que falleció su madre. Copiar y pegar, literalmente:
» Qué difícil es explicar lo que no se entiende. Si hace una semana me hubiesen preguntado, ¿qué unidad médica valoras más? Hubiera respondido… Cardiología u Oncología (sin desmerecer otras). Pero resulta que a través de mi madre he tenido que vivir lo que son los cuidados paliativos. ¡Ay, que ignorantes somos! Son los médicos, los enfermeros y las enfermeras de la dignidad. ¡Qué labor tan linda hacen! y que forma de tratarte y de compartir tu dolor, de hacer que los últimos momentos, siendo duros, como son, sean humanos, dignos. No puedo estar más agradecida a nadie en mi vida que a los profesionales de la planta 6 del Hospital Virgen del Rocío.
La enorme labor que desempeñan no está pagada con nada. Gracias de corazón a todos y cada uno de los que nos ayudáis, a los que he conocido y a los que no. No quiero al mejor cardiólogo ni al mejor oncólogo (sin desmerecer) quiero los mejores cuidados paliativos».
Un fuerte abrazo, Reyes
Querido Antonio,
millones de gracias por leerme y por tu comentario.
Te mando un abrazo enorme.
Qué bonito escrito el que adjuntas. Entiendo ese sentimiento y te puedo asegurar que los trabajadores estamos muy agradecidos de poder acompañar. La lástima es no poder hacer más, justo lo comentaba hoy con una compañera muy querida.
Espero estés bien. Muchos besos. Gracias por estar ahí siempre.
Creo que texto como este debiera ser DESTACADO, por su valor humano, y digno de ser aplaudido.
Mis felicitaciones Reyes
Va un abrazote, colega de la pluma
Hola, Beto. Un abrazo enorme, muchas gracias por leer y por tus palabras. Qué bueno tenerte aquí :**
Shalom.